domingo, 8 de noviembre de 2009

Montañismo en Tuxhilá

Cuando el día 25 de febrero de 2002 llegué en menesteres periodísticos al municipio guatemalteco de La Tinta, en el departamento de Alta Verapaz, lo primero que me encantó fue el verdor de su entorno y la hospitalidad de su gente. La visita tuvo una recompensa mayor: compartir por cinco días con la brigada médica cubana destacada allí. Resultó una experiencia inolvidable.
La Tinta tiene una geografía singular, pues está encerrada dentro de un macizo montañoso compuesto por la Sierra de las Minas y la Sierra de Santa Cruz, con sus cumbres de Jucupen, San Francisco, Jolomijix y Chinajá. Existe una cadena montañosa perteneciente a la Sierra de Xucaneb, que atraviesa el municipio de oeste a este.
Uno de nuestros galenos me invitó a escalar una de aquellas regias elevaciones. «Allá arriba vive una comunidad de descendientes mayas –me informó-. Todas las semanas subo a consultar a los enfermos. Así que si desea estar por un rato más cerca de Dios, venga conmigo». La propuesta me resultó muy tentadora y, por supuesto, acepté.
A la mañana siguiente, al filo de las seis, una pequeña camioneta, a la que llaman por allá pickup, nos dejó en 30 minutos junto al firme de la cordillera. El sol se desperezaba aún sobre sus penachos coronados de vegetación. Mi guía me señaló un sendero que nacía a nuestros pies y reptaba loma arriba entre montículos y sinuosidades. Tenía cabida para una persona. «Es por aquí», me dijo. Y emprendimos el ascenso.
Cuando habíamos trepado sin interrupciones durante 10 larguísimos minutos por aquel trillo casi perpendicular –al menos así me lo pareció a mí-, confirmé que no podría derrotar al doctor, tal y como se lo había pronosticado la noche antes. Desoyendo la voz de mi orgullo, decidí pasar por las horcas caudinas y le solicité con humildad un primer respiro. Más que pedirlo, mis fatigados pulmones lo exigieron. Culpé de mi agotamiento al mal de las alturas, a mi hábito de fumar, a mi condición de hombre del llano y a mil justificaciones más.
La recuperación duró solamente unos instantes. Los aproveché para respirar a mis anchas y para atiborrar de aire fresco cuanto alvéolo estuviera disponible. A hurtadillas miré a mi amigo el médico, que aguardaba por mí rehabilitación un poco más arriba, junto a una enorme roca. Nada, ¡fresco como una lechuga! Tal vez fueron prejuicios míos, pero me pareció verle retozar en su semblante una sonrisa burlona.
Reanudamos el ascenso, pero ahora con un poco de pausa, lo cual agradecí. «No hay por qué apurarse tanto», justifiqué para mis adentros el nuevo ritmo de caminata. Mi amigo trepaba con la agilidad de un chivo montés. ¡Y sin mostrar señal alguna de agotamiento! Se lo reconocí. «Es que este viaje lo realizo una vez a la semana, así que estoy entrenado», respondió, tal vez para consolarme un poco.
La subida nos reservaba una tremenda «humillación»: una mujer indígena, septuagenaria y de aspecto débil, nos dio alcance en el sendero. Con la decencia que caracteriza a los de su raza, pidió permiso para que le hiciéramos espacio para pasar. Y, sin reducir la celeridad de sus pies descalzos, nos adelantó como una exhalación. Estábamos a mitad de camino y la anciana apenas se dio por enterada.
Pero el momento más dramático de la jornada –al menos para mí- estaba todavía por acontecer. Sobrevino cuando el médico se me distanció varios metros loma arriba y yo intenté a toda costa no quedarme demasiado rezagado. Quise darle alcance con un par de zancadas y… ¡resbalé! Fue solo un desliz, pero casi me vi en el fondo del abismo. Ufff, qué susto. A dudas penas restablecí el equilibrio.
Al rato, exhaustos por el esfuerzo realizado y luego de haber descansado varias veces en el escabroso trayecto, hicimos entrada en la aldea de Tuxhilá, en la parte más encumbrada de la montaña. Un sitio pródigo en árboles frutales y en animales domésticos. «¿Por qué diablos vive tan alto esta gente?», me pregunté mientras me daba fricciones en los pies, en medio del ladrido de los perros y el canto de los pájaros.
La india Filomena, patrona del villorrio, nos ofreció sendos vasos de un café con sabor a rayos. El doctor se percató de mis escrúpulos para beberme aquel mejunje y me hizo una seña para que esperara. Tan pronto la mujer dio la espalda, aprovechamos para escurrir el líquido precipicio abajo. Hacerlo delante de ella, o rechazárselo, hubiera sido un desaire que los descendientes de mayas casi nunca perdonan.
Mientras el galeno hacía preguntas en dialecto q’eqchì´, auscultaba y repartía pastilllas, jarabes y ungüentos entre los lugareños dentro de una choza devenida consultorio, hice un recorrido por los alrededores Asombro: seis niños de la aldea jugaban fútbol casi en los contorno del abismo. No sé cómo se las arreglaban para que el balón no se les fuera alguna que otra vez montaña abajo. Cuestión de habilidades.
Un poco más allá, al lado de una cabaña de tallos de maíz, una mujer lavaba su ropa en una enorme batea con su recién nacido colgado de su espalda dentro de un jolongo multicolor. Y en un conuco adyacente, saludable y parida, adivine usted qué encontré: ¡pues nada menos que una mata de plátanos burros! Su dueña nos regaló algunos para que hiciéramos tostones. Fueron los primeros que comí en Guatemala.
En Tuxhilá abundan los niños. Las mujeres mayas suelen comenzar a parir muy jóvenes y tener una numerosa prole. «¿Con este cuántos van?», le preguntó el doctor a una embarazada de 32 años. «Ocho», respondió ella humildemente. «Vaya –dijo, ahora en español y en tono de broma el galeno-, te falta uno para completar un equipo de béisbol». Al vernos reír, la muchacha también dejó mostrar su dentadura repleta de casquillos dorados, costumbre bastante arraigada por estas latitudes.
Una muchacha de la aldea nos invitó a comer tortillas de maíz, la reina de la gastronomía chapina, acompañadas con salsa y carne. Aceptamos el menú, pues ya nuestros estómagos comenzaban a protestar. Por cierto, la mujer envió por aceite a uno de chicos a una tienda ubicada en la base de la montaña. Subió y bajo en tres cuartos de hora. ¡Vaya vergüenza! Nosotros la escalamos en casi dos y media.
El doctor terminó de consultar aproximadamente a media tarde. Nos despedimos de la gente y emprendimos el regreso. El descenso no fue menos difícil que el ascenso. Hay que bajar frenado todo el tiempo, y uno se siente el dolor del esfuerzo en los brazos, las piernas, la mente y hasta en el alma. «Se nos queman las pieles de los frenos», exclamó en broma el médico. Pero para abajo todos los santos ayudan.
De vuelta a La Tinta, frescos en mi recuerdo las peripecias de lo vivido, me puse a pensar en un detalle en el que no había reparado: mi subida a Tuxhilá tal vez no volvería a reeditarse jamás. Sin embargo, para los médicos cubanos esos eran hechos cotidiano. Me dije, convencido: «Ellos si que son montañistas auténticos, porque ascienden a lo más alto de la gloria en un ejercicio de alpinismo de la solidaridad».

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martes, 3 de noviembre de 2009

Réquiem por Sapi-Sapi


No existe pueblo o ciudad cuyas calles no registren los pasos de los deambulantes, esos seres perturbados que caminan sin destino fijo, ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Por su manera indiferente, pacífica y silenciosa de comportarse, algunos pasan casi inadvertidos. Pero otros trascienden su estado para convertirse en personajes.
Allá por la primera mitad de la década de los años 60 del siglo pasado exhibió sus miserias y desventuras por la otrora Victoria de Las Tunas un deambulante cincuentón al que todos llamaban Sapi-Sapi. A pesar de mis pesquisas entre quienes lo conocieron de cerca, no he conseguido dar con una explicación convincente acerca del origen de semejante mote. Casi todos lo atribuyen a los sonidos ininteligibles que caracterizaban su forma de hablar. En efecto, al tal Sapi-Sapi muy pocos lograban entenderlo.
Se ignora cómo llegó a la ciudad aquel individuo de complexión fuerte, barba larga y enmarañada, rasgos duros, hedor insoportable y mediano tamaño. También cuál era su verdadero nombre o si tenía familiares. Lo cierto es que Sapi- Sapi estuvo recorriendo las calles durante varios años vestido de andrajos, con un saco a cuestas y viviendo de la caridad pública. No pocos tuneros lo recuerdan en aquella deplorable situación.
Cierto día desapareció y la gente comenzó a hacer mil conjeturas. Cobró fuerza una versión que alcanzó gran popularidad. Tanta que llega hasta nuestros días. Sostiene que Sapi-Sapi era, en realidad, un oficial alemán prófugo sobre quien pesaban delitos cometidos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era oficial nazi, y que había sido reconocido e identificado por unos militares soviéticos destacados aquí en tiempos de la Crisis de Octubre de 1962, llamada también la Crisis de los Misiles. Agrega, además, que los soviéticos le habían echado el guante para solicitarle a Cuba su inmediata extradición y entregarlo luego a la justicia de su país para que lo juzgara por crímenes de guerra.
En lo personal, nunca la he tomado muy en serio, pues deja sin responder algunas preguntas: ¿A dónde fue a parar Sapi Sapi? ¿Tenía en realidad las facultades mentales perturbadas? ¿O solo se trataba de un simulador evadido de la justicia de su país? ¿Lo entregaron sus captores a los tribunales militares o lo dejaron en libertad? ¿Pudieron haberse equivocado quienes aseguraron reconocerlo? ¿O acaso la historia no pasó de ser una pincelada más en nuestro imaginario, tan inclinado a las fantasías?
Lo único irrefutable es que Sapi-Sapi se esfumó un día sin dejar rastros del pueblo por donde deambuló durante quién sabe cuánto tiempo.

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