sábado, 11 de diciembre de 2010

La pelota viajera


Aquel mediodía de agosto se pintaba de maravillas para cualquier menester, excepto para  jugar a la pelota bajo el reverberante sol. «¡Pero cómo se les ocurre eso muchachos…!», exclamaban siempre los mayores. Pero cuando se tienen 15 años de edad no se repara demasiado en semejantes bagatelas de vejetes  aburridos Y así pensábamos todos en el piquete de adolescentes que, domingo tras domingo, nos juntábamos en El Campito, nuestro destartalado y diminuto terrenito de béisbol, para liarnos a batazos y enredarnos en discusiones. 
Llegábamos con la intermitencia de quienes no tienen apuro. César, con su estropeado guante zurdo, regalo de un primo que quiso una vez ser pelotero; Alberto, arreos y careta en ristre; Jorge Alba, el único que tiraba curvas entre nosotros; Humberto, con un bate de majagua fabricado a machetazos... Obvia decir que ser propietario de uno de aquellos  implementos garantizaba la inclusión en alguna de las novenas en posición y turno privilegiados. 
Jugar en El Campito no era miel sobre hojuelas. Se las traía por sus irregularidades topográficas, mitad tierra y mitad cemento. Imponía que los jardineros derecho y central se situaran a más de medio metro sobre el nivel del resto de las posiciones, entre los aparatos de un parque infantil; que el antesalista y el torpedero casi pegaran las espaldas a la cerca; que el left field jugara mucho más allá del límite perimetral, en medio de una calle; que el segunda base y el inicialista tomaran posiciones cercanas al lanzador...
Aquel domingo estábamos los de siempre y recién comenzaba el juego. Cada cual ocupó su sitio habitual. En la lomita de uno de los equipos se trepó el gordo Jorge Alba, quien, durante el calentamiento, hizo sonar sabroso la mascota de su receptor con aquella, nuestra única pelota disponible, forrada esa mañana con esparadrapo y empolvada luego con ceniza caliente para, según se aseguraba, facilitar el agarre y hacerla menos pegajosa al tacto. 
Pero —¡ay!—, Jorge llegó a realizar solamente un lanzamiento oficial hacia la goma. El hombre al bate, bien plantado con la majagua, le hizo swing y levantó un fly de foul hacia atrás, bien elevado, casi perpendicular con la calle por donde transitan los carros que se dirigen hacia la ciudad de Las Tunas. 
Sucedió entonces algo extraordinario: en ese preciso instante acertó a pasar por la vía un transporte serrano —guarandinga, como le llamaban entonces— repleto de pasajeros. Y como las casualidades existen para que ocurran, la pelota, al descender, cayó exactamente sobre el maletero, situado en el techo del vehículo, entre la paquetera y hasta los animales que se suelen cargar allí . 
Cuando vinimos a darnos cuenta, ya la inoportuna guarandinga se había alejado lo suficiente como para no poder darle alcance ni con la voz ni con las piernas. Ni uno solo de los viajeros se había percatado del  intempestivo abordaje de aquella intrusa de última hora, sin la cual nuestro encuentro dominical de pelota estaba condenado irremediablemente a irse a bolina. 
Pasmados e incrédulos, perdida en calidad de «polizona» la única pelota en existencia por causa de aquel golpe del azar totalmente fuera de cálculo, recogimos el magro equipamiento y nos despedimos a deshora con la promesa de inventar algo, cualquier cosa, para la próxima cita dominguera. 
Cuando retornamos a nuestros hogares —derrotados y cariacontecidos— más de un padre nos salió al paso con aquello de «¡pero cómo se les ocurre, muchachos...!» Y a pesar del respeto que nos inspiraban, más de uno les respondimos con una silenciosa pero elocuente torcida de ojos.

2 comentarios:

Yenima dijo...

Juan, no me lo vas a creer... En 1996 iba yo para Cienfuegos y poco después de pasar Florida, en Camagúey, entró por la ventana de mi asiento una pelota de voleibol que me dio un fuerte golpe. Solo alcancé a ver la cara de desconcierto del grupo de jóvenes que miraban la guagua con impotencia. No conservo la pelota porque se la regalé a un niño que viajaba en el asiento de atrás.

Yenima dijo...

Juan, no me lo vas a creer... En 1996 iba yo para Cienfuegos y poco después de pasar Florida, en Camagúey, entró por la ventana de mi asiento una pelota de voleibol que me dio un fuerte golpe. Solo alcancé a ver la cara de desconcierto del grupo de jóvenes que miraban la guagua con impotencia. No conservo la pelota porque se la regalé a un niño que viajaba en el asiento de atrás.

 
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