martes, 26 de abril de 2011

El río Venero

La madre naturaleza fue avara con Manatí cuando  repartió corrientes fluviales. Las pocas que tuvo a bien concederle son tan humildes que apenas rebasan la categoría de riachuelos. Ahí está el arroyito de Corpas, seco durante casi todo el año. O el  río Guanábano, también exprimido, en cuyas sucias riberas se le ocurrió a alguien una vez instalar una base de campismo. 
Es cierto que contamos con un par de corrientes de agua dulce de mayores dimensiones, como son el río La Gallina y el río Gramal. Pero ambas están bastante alejadas del perímetro del municipio. Es decir, lo suficientemente distantes como para que nadie en la localidad se interese demasiado por ellas. No ocurre, igual, sin embargo, con nuestro entrañable río Venero. 
Nadie sabe por qué y desde cuándo se le llama así a esta suerte de estero que va a verter sus turbias aguas  en la bahía de Manatí, aunque, según el Diccionario de la Real Academia Española, venero significa «manantial». El caso es que uno relaciona la palabra manantial con líquido puro y cristalino. Y las aguas del Venero no clasifican en esa prístina categoría. 
Durante muchos años, este río recibió con paciente y pasiva resignación cuanta materia contaminante generó el ya desaparecido central azucarero «Argerlia Libre». Tanta que en cuestión de unos pocos años desapareció de sus predios la fauna característica. Jamás se ha vuelto a pescar allí una trucha o una biajaca. ¿Cómo vivir en semejante contaminación? 
Recuerdo cuánto interés me causaba este río cada vez que pasaba por su decrépito puente de madera rumbo a la playa de Sabana. Lo miraba siempre con cierta tristeza, como si  me inspirara compasión por su estado y soledad. Es que siempre he asociado a los ríos con los bañistas. Y en el caso del Venero, ¿a quién se le hubiera ocurrido darse una zambullida allí? 
El río Venero continúa en el mismo lugar de siempre, tucio, triste y melancólico, con su puente metálico igualmente desvencijado sobre su cauce. Su soledad se acrecentó, porque ya son contados los que transitan por allí rumbo a la playa o al colindante poblado de Sabana. 
Sí, nuestro río por antonomasia mereció mejor suerte, ¿verdad?

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jueves, 21 de abril de 2011

Palestina en el corazón

Corría el año 1927 cuando a Abder Rahman Mahmus Shehadek alguien le hizo en su natal Palestina -a la sazón ocupada por los colonialistas ingleses- la siguiente propuesta: «¡vámonos para América!».Trotamundo por naturaleza y bohemio por vocación, la idea de un viaje tan sugerente y atractivo no le resultó extravagante.
Semanas después, en compañía de un grupo de compatriotas, se hizo a la mar desde un punto del litoral mediterráneo. Luego de  difíciles jornadas de navegación su barco lanzó escalerillas sobre un muelle habanero. Había llegado a Cuba, nación que, sin imaginarlo todavía el joven árabe, iba a convertirse en su patria adoptiva.
Pero Abder Rahman Mahmus Shehadek era una retahíla de nombres y apellidos demasiado complicada para la pronunciación de un hispanohablante. Así que, a poco de poner los pies sobre la Perla del Caribe, Abder permutó para el castizo Alberto. Y Shehadek pasó a ser, simplemente, Chejada. Eso explica cómo este palestino venido al mundo en la cisjordana Beil-Nuba, que había paseado sus ínfulas cosmopolitas por Turquía, Egipto, Marruecos, Inglaterra, Francia y Venezuela, se convirtió en Alberto Chejada.
«A La Habana llegué de 22 años de edad –recuerda con cierta dificultad en su domicilio de Las Tunas el hijo del Levante, ahora con 95 almanaques sobre la espalda-. Una ciudad muy bonita y llena de gente. Desde que pisé tierra comencé a moverme por la zona de los grandes almacenes del puerto, pues lo mío fue siempre el comercio y esas cosas. Luego me fui para San Juan y Martínez, en Pinar del Río. Allá me casé y tuve hijos. Me mantuve 20 años por aquella zona, hasta 1947. Pero el palestino es como es. Y cierto día...»
Empacó el equipaje y regresó a Palestina. Según él, «con el propósito de quedarse». Pero su hijo Alberto asegura que, realmente, no estuvo mucho tiempo por allá. «Tal vez fueron unos cuatro o cinco años», dice. Le había picado el bichito del trópico. Se había enamorado de su canícula. Así que no anduvo por las ramas cuando decidió retornar a América.
En un inicio, se estableció en sudamérica, en la morocha Venezuela, donde intentó montar un negocio particular. Pero -¡ay!-, las autoridades migratorias de por allá le negaron la residencia. Optó por volver a la hospitalaria y multiétnica Cuba. Y entonces otra vez se sucedieron los almacenes, el comercio, los recorridos... En 1954 llegó a Victoria de Las Tunas.
«Aquí en Tunas conocí a mi actual esposa –rememora en un arranque de lucidez y todavía arrastrando el rrrrr de los árabes-. Luego de un tiempo de noviazgo, nos casamos. Tuvimos a Fátima y a Alberto, nuestros dos hijos. ¿Lo de Fátima? Es por una virgen que se llama así allá en Palestina. Por cierto, ese tapiz que usted ve ahí en la pared lo traje de mi país. Retrata el nacimiento del niño Jesús. También conservo este turbante blanco que me he puesto para complacerlo a usted. Son recuerdos de la patria, ¿sabe?»
Queda sumido en el silencio. Se sumerge en el mar de sus reflexiones hasta quién sabe qué profundidades. Está absorto, como ensimismado en alguna visión de su heroico pueblo, al que nunca ha olvidado.
Su hijo Alberto hace algunas precisiones: «A lo mejor ahora mismo tiene la mente puesta en Palestina –conjetura-. Papi siempre la tiene presente. Durante muchos años se ha mantenido actualizado de lo que sucede en su tierra . Tanto que, hasta hace poco, no se perdía un noticiero de la onda corta sobre temas del Medio Oriente.Siempre estaba pegado al radio».
Y su hija Fátima: «Sufrió muchísimo la Guerra del Golfo Pérsico y el ensañamiento contra Irak –apunta-. Ah, y su ídolo es el líder de la OLP Yasser Arafat. ¡Siempre lo está mencionando! Desde pequeña fui testigo de su devoción por la causa palestina. Los musulmanes son muy fieles.»
«Sí, yo soy musulmán –confirma enérgicamente el viejo Chejada al tiempo que emerge de sus cavilaciones-. ¡Musulmán de toda la vida! Y mi enemigo es Israel, que nos ha quitado gran parte de nuestro territorio. Pero a los israelíes les vamos a ganar la guerra. ¡Se la vamos a ganar! Los palestinos somos bravos y lucharemos hasta tener nuestra propia patria.»
Durante la jornada conversamos sobre variados temas. Por ejemplo, de su insistencia en conservar sus tradiciones, tales como la de comer quippi -una mezcla de carne de carnero con trigo- y la de consumir muchos vegetales. Hablamos, además, de las visitas que le hacen algunos de los palestinos que pasan por Las Tunas, de cómo crió a sus hijos, de la añoranza por la patria...
«Papi se jubiló a los 80 años –interviene de nuevo su hijo Alberto, mientras distribuye tacitas con café-. Fue dependiente en las tiendas de aquí de la ciudad. Nunca dejó de laborar con el Estado. Le dieron la medalla Fernando Chenard por más de 25 años en el sector del Comercio. Es una persona muy seria y un excelente padre de familia. Le faltan cinco años para llegar a la centena, pero se mantiene físicamente bien. Claro, la mente no es la de antes.»
Desde que abandona el lecho hasta que se retira a descansar, el viejo Chejada maldice y oprobia a los israelíes «que quieren dejarnos sin patria.» Es su Intifada personal contra los agresores de su pueblo.

Nota: Esta entrevista fue realizada el miércoles 6 de junio del año 2001. Dos días después, Alberto Chejada murió como consecuencia de un ataque cardíaco. Sirva este trabajo para rendirle homenaje a todos los que, como él, le han hecho aportes a la nacionalidad cubana a pesar de haber nacido en otras tierras.

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sábado, 16 de abril de 2011

Novelitas vaqueras

Uno de los motivos por los que me siento orgulloso de pertenecer a mi generación manatiense es por el hábito de lectura que adquirimos desde pequeños buena parte de sus miembros. ¡Qué manera de leer! Lo hacíamos con una voracidad desenfrenada, como si en ello nos fuera la vida. Y a toda hora y en cualquier sitio. Que me desmientan Corpas, César y Bernal, si es que consiguen hacerlo. 
Por entonces, las bibliotecas escolares contaban con títulos acordes a nuestra edad de estudiantes de la enseñanza primaria: Simbad el Marino, Leyendas Mexicanas, Corazón, Tom Sawyer, Moby Dick, Colmillo Blanco, El llamado de la selva... Ya en la secundaria básica descubrimos a Julio Verne, Oliverio Twist, Alejandro Dumas, Agatha Crhistie, Edarg Allan Poe y Emilio Salgari, por solo citar algunos. 
No pretendo consignar la relación completa de nuestros favoritismos literarios de la época, en la que debo incluir a Emile Zola, Honoré de Balzac, Víctor Hugo, Frank Kafka, Albert Camus y Fiodor Dostoiewsky. También a García Márquez, Vargas Llosa, Pérez Galdós, Horacio Quiroga, Guy de Maupassant, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Isabel Allende y Mario Benedetti.
Esta vez solo quiero referirme a un tipo singular de lectura, muy popular en aquellos tiempos de pantalones cortos y pelado «a la malanguita»: las novelitas vaqueras. Eran, sí, seudo literatura. Pero nadie me negará que entretenían bastante y que pocos chicos de nuestras edades con inquietudes lectivas se sustraían a la tentación de zambullirse entre sus hojas con olor a pólvora. 
Se trataba de unos volúmenes tan pequeños que cabían en un bolsillo del pantalón.  Tenían portadas a todo color y sus tramas se desarrollaban en el lejano oeste norteamericano. Sus protagonistas solían ser tipos duros, que, por defender a los pobres y a los indios, desafiaban con balaceras de colt y de winchester al sheriff de pueblo y a los dueños de los ranchos. 
En Manatí las novelitas vaqueras usadas circulaban por centenares. Las traía en un gran baúl desde Victoria de Las Tunas un trabajador que llegaba cada año al batey para hacer la zafra azucarera.  Este hombre tenía un cuarto en un barracón, y hasta allá íbamos por las tardes los muchachos para alquilarles un par al precio de 20 centavos per cápita. Luego las intercambiábamos. Así  leíamos más con menos. Antes, las firmábamos en una de sus páginas, para evitar que tiempo después nos las propusiera como «nuevas».
Las novelitas vaqueras las escribían autores de diferentes nacionalidades. entre ellos mexicanos, colombianos, venezolanos y españoles. Los más productivos y carismáticos  de todos eran Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y Keith Luger. Algunos tenían más vuelo literario que otros. Pero todos, sin excepción, hilvanaban sus argumentos de manera muy similar.
Mi buen padre era enemigo jurado de aquellas «obritas» simplonas, que siempre tenían el mismo final, donde el bueno, inexorablemente, le ganaba la partida al malo, lo mismo en la calle que en el saloom. «Eso no enseña nada, lee otra cosa mejor», me decía. Pero, como los hijos se parecen más a su época que a sus padres, yo no le hacía el menor caso. Entonces él, comprensivo, me alquilaba varias y le decía a mi madre que me las entregara.
Coincido en que las novelitas vaqueras aportaban poco desde el punto de vista cultural. ¡Pero cuánto incendiaron nuestra fantasía de adolescentes!

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jueves, 7 de abril de 2011

Matrimonios de urgencia

Si la juventud de hoy supiera cómo eran el noviazgo y el matrimonio  hace  unas décadas atrás... ¡Se morirían de la risa! No me refiero a los tiempos en que las parejas noviaban cachazudamente durante 10 ó más años –tuve unos tíos que lo hicieron por 17 y, en el ínterin, rompieron dos butacas-, sino de hace relativamente poco tiempo.
Tener novia no era a la sazón miel sobre hojuelas. Lo primero, obviamente, era encontrar a la muchacha deseada y luego buscar la oportunidad ideal para enamorarla.  Y, por cierto, la declaración de amor era eminentemente verbal, no visual, como ahora, cuando un par de miradas cruzadas bastan  para comenzar una relación de un par de horas o de toda la vida.
Lo más difícil venía luego de la conquista: mantener el noviazgo... a pesar de los pesares. Porque los padres de la época eran muy celosos y desconfiados. Por esas razones,  les daban a sus hijas escaso permiso para salir los sábados y los domingos. «A las 10 de la noche te quiero de regreso en la casa», les decían, conminatorios, en caso de que las autorizaran a ir a una fiestecita. ¿Y así quién tiene tiempo para romantiquear e intercambiar unos besos?
Era la etapa en que en las escuelas se prohibían las relaciones amorosas. ¡Pobre de quienes fueran sorprendidos con las manos tomadas! Muchas parejas de novios, desesperadas por tanto contratiempo para verse  a escondidas, decidían entonces dejárselas en la uña a los padres y fugarse juntos para cualquier parte. Luego, consumado el hecho y el escándalo, regresaban «cabizbajos» para que los progenitores de ambos, a regañadientes,  los perdonaran  y  les autorizaran la convivencia en una u otra casa. A eso se le llamaba cuando aquello «llevarse a la novia».
Infinidad de jóvenes de mi generación no pasaron jamás ante un notario para rubricar sobre el inmaculado blanco de un acta matrimonial su compromiso de amarse «hasta que la muerte nos separe».  Sencillamente, escaparon juntos a casa de un amigo o pariente cómplices, vivieron intensamente su Luna de Miel  y., después de tanta agua pasada, ... ¡continúan siendo felices!
Ahora que hay tanta libertad –¿libertinaje?- en las relaciones amorosas, cuando las parejas adolescentes andan solas a cualquier hora del día y de la noche, cuando se comienza el amor carnal a edades tempranas, cuando los padres apenas son consultados en los compromisos, cuando los cambios de parejas sobrevienen a velocidad de vértigo, recuerdo aquellos tiempos en que se pusieron de moda los matrimonios de urgencia.

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viernes, 1 de abril de 2011

Razones de algunos nombres

La ciudad de Las Tunas cuenta (o contó en alguna época) con  unidades de servicios y establecimientos  de diversa índole cuyas denominaciones tal vez pueden aún resultar enigmáticas para parte de sus habitantes, a pesar de los años que llevan tanto unos como otros compartiendo la cotidianidad. Se trata de  nombres «inexplicables», que  lograron imponerse y trascender más allá de su tiempo gracias su prolongada utilización entre la ciudadanía. 
Con toda seguridad, muchas de esas personas están convencidas de que el nombre de nuestro céntrico restaurante-cafetería Reymar tiene relación directa con la especialidad de pescados y mariscos que exhibe su carta. No es así, realmente. Fueron sus antiguos propietarios –Reynaldo Torrent y Mario Patiño- quienes decidieron conformarlo hace más de 50 años a partir de la fusión de las tres primeras letras de sus respectivos nombres. De ahí que Rey se uniera a Mar para que naciera el popularísimoReymar. 
Otras instituciones citadinas ya desaparecidas ostentaron también nombres derivados de combinaciones de letras. En los altos del Teatro Tunas -otrora Teatro Rivera- funcionó durante algunos años un colegio llamado Regil, conjunción de las dos primeras letras de Renán y de las tres primeras de Gilberto, que así se llamaban por entonces sus dueños. 
Donde hoy funciona la unidad Dos Gardenias -calle Francisco Varona, entre Avenida Vicente Garcia y Lucas Ortiz-, casi frente a la Dirección Provincial de Patrimonio, radicó antes de 1959 el departamento mercantil Riper, que comercializaba papelería y artículos de oficina. En ese caso se trataba de la sílaba inicial de Rigoberto y de las tres primeras letras de Pérez, su dueño.
Sí, a veces reparamos en nombres institucionales que logran desconcertarnos. Sin embargo, la mayoría tiene su justificación en la realidad, en tanto constituyen reflejo de una época. Algunos, como el Reymar, todavía exhiben aquellas generales. El pueblo agradece tan extraordinaria sobrevivencia.

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