domingo, 30 de diciembre de 2012

La cólera del profesor Sela

Desconozco si mis antiguos compañeros de aula recuerdan a un profesor de Fotografía que tuvimos en el primer año de la carrera de Periodismo, cursada entre los años 1988 y 1993 allá en la Universidad de Oriente, en la indómita Santiago de Cuba.
Era un vejete hiperquinético y cascarrabias, de apellido Sela. Ninguno de nosotros le hacíamos el menor caso a sus regaños. El pobre, no sabía cómo arreglárselas para controlar aquel grupo repleto de jodedores. 
Un día, como parte del programa de la asignatura, nos llevó a conocer por dentro el laboratorio fotográfico. Se trataba de un local de dimensiones sumamente reducidas, y, como él nos obligó a todos a entrar, quedamos allí apretujados unos contra otros. El profe, a duras penas, nos mandó a hacer silencio y comenzó a explicarnos con voz gangosa que el revelado de los negativos demandaba hacerse en la más completa oscuridad. Y, para demostrarlo, mandó a uno de nosotros a apagar la luz del recinto. 
En ese fugaz, brevísimo momento, una mano «misteriosa» se abrió paso entre las sombras y, con toda la intención, la exactitud y el irrespeto del mundo, le tocó al infeliz docente la zona del cuerpo donde la espalda pierde su noble nombre. El profesor soltó un «¡coñooooo...!» de sorpresa e indignación. Luego hizo lo que no debía hacer. Porque, en lugar de quedarse callado para que nadie se enterara de la broma de la que había sido víctima, armó una algarabía descomunal. 
A tientas, y apartando gente en medio de las tinieblas, llegó hasta el interruptor eléctrico, encendió la iluminación y gritó: «¡Carajo, ahora mismo me van a decir quién fue el falta de respeto que me cogió las nalgas!». La carcajada general que provocó su insólita exigencia impidió escuchar las amenazas y los improperios que vinieron detrás. Por fortuna, la sangre no llegó al río y el incidente no tuvo mayores consecuencias. 
Siempre he pensado que el autor de aquella extravagante jarana  que tanto nos hizo reír entonces fue Carlos Julio Remedios Compti (en foto de la época, sentado, junto a Armando Céspedes, otro chivador del grupo), hoy periodista de la redacción deportiva de Tele Cristal, en Holguín. Sin embargo, y seguramente por razones de seguridad, mi amigo Carlos nunca lo ha reconocido tácitamente, ni en público ni en privado. 
Si en definitiva fue él -como continúo creyendo- ya puede admitirlo sin temor a represalias. No solamente porque el profesor Sela falleció hace ya un buen tiempo y no podrá pedirle cuentas. Sino también porque la mayoría de los «delitos» prescribe a los 20 años... ¡y de eso hace 23!

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lunes, 10 de diciembre de 2012

Una anécdota tragicómica

En fecha venidera celebraremos por acá el siglo de la fundación de Manatí, mi entrañable terruño natal. Aunque su debut territorial y demográfico data de mucho antes -el 20 de octubre de 1868 nuestros insurrectos incendiaron el pueblo y la iglesia de San Miguel-, las autoridades del municipio decidieron adoptar 1912 como referente por ser el año en que se iniciaron las obras constructivas del ingenio, cuya primera zafra se hizo 12 meses después. Se molieron entonces 15 millones 84 mil 788 arrobas de caña, con las fueron producidas 134 mil 757 sacos de azúcar de 320 libras cada uno. 
Pero no voy a hablar ahora de nuestra desaparecida fábrica, sino de sus torres. Esta foto congeló el momento en que -para orgullo de los manatienses en cualquier lugar de Cuba- disponía de cuatro chimeneas. Las primeras en levantarse fueron las metálicas. Se aprecian en color negro. Una aparece al fondo, casi tapada por el follaje de un higuillo que impuso su frondosa presencia en esa zona hasta que el huracán Ike lo convirtió en leña. Luego vienieron las chimeneas de ladrillos, es decir, el par restante. Con el tiempo, y por etapas, se demolieron todas y se erigieron dos más, esta vez por el sistema de paneles de hormigón y acero, todo -¡pa´su escopeta-! fundido allá arriba, en las alturas. En la parte izquierda de la foto se distingue una de esas torres en fase constructiva, con su cúpula todavía por terminar. 
Y aquí viene mi anécdota. Durante el levantamiento de una de ellas, por los años 70 del siglo pasado, la brigada especializada a cargo de su ejecución pasó un susto de anjá. Resulta que una mañana sus integrantes se encontraban en pleno ajetreo, a unos 50 metros de altitud, cuando de pronto -¡zaz!- una ráfaga de viento estuvo a punto de echar abajo el andamio sobre el cual trabajaban. Afortunadamente para ellos, consiguieron aferrarse como pudieron a las estructuras terminadas y no hubo que lamentar víctimas. Dicen que ese día interrumpieron la jornada laboral, bajaron a toda prisa por un cable y, para brindar en grande por su buena suerte, por poco se beben todo el ron del bar de los Folgueiras, que expendía a la sazón donde está hoy el restaurante Argelia.

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