viernes, 24 de julio de 2015

De Las Tunas a Washington

Escribo esto para todo tunero que resida hoy en cualquier parte del planeta; o que se haya ido del terruño en cualquier época; o que siga cualquier ideología política; o que pertenezca a cualquier grupo generacional; o que le importe un carajo cualquier arreglo Cuba-USA... Pero, en especial, escribo esto para aquellos tuneros que conservan en la parte izquierda del pecho el recuerdo de su Patria (de la Grande y de la Chica). Unos y otros deben sentir orgullo de lo ocurrido el pasado 20 de julio en la Embajada de Cuba en Washington. Fíjense, a mí no me parece tan crucial su antecedente de 1961 como su referente de 2015. En materia de vínculos intergubernamentales, siempre será más importante izar una bandera que arriarla. Ojalá este simbolismo traiga tiempos mejores en las relaciones de dos países que están al alcance de un abrazo. Porque, como dijo la gran Indira Ghandi, «con el puño cerrado no se puede intercambiar un apretón de manos». ¡Basta de hostilidad! ¡Bienvenida la concordia! Todos los cubanos -¡todos!- nos lo merecemos. 

AHORA LEAN LO QUE INVESTIGUÉ SOBRE EL TEMA: 

Las primeras palabras del Canciller Bruno Rodríguez en la reapertura de la Embajada de Cuba en Estados Unidos revelaron la participación tunera en un suceso a todas luces trascendental. Expresó: «Amigas y amigos: La bandera que honramos a la entrada de esta sala es la misma que aquí fue arriada hace 54 años, conservada celosamente en la Florida por una familia de libertadores y luego por el museo de nuestra ciudad oriental de Las Tunas, como anticipación de que este día tendría que llegar».
Pocos cubanos conocían de este singular hecho, que hoy cobra relevancia en tanto se da a conocer en un contexto de inusitada significación. Uno de ellos es el máster Víctor Marrero Zaldívar, Historiador de la Ciudad de Las Tunas, quien ofreció detalles en torno a la historia de una enseña que permeneció durante años oculta al público dentro de un cilindro plástico.
-La bandera la trajo a la ciudad de Las Tunas Héctor García Soto, bisnieto del Mayor General Vicente García González, el héroe tunero por excelencia. Como se sabe, este valeroso oficial mambí, entre otros muchos méritos, llegó a ocupar la presidencia de la República en Armas y fue, además, General en Jefe del glorioso Ejército Libertador de Cuba.
«A inicios de 1960, Héctor fue designado por el Ministerio de Relaciones Exteriores para trabajar como diplomático en la Embajada de Cuba en Washington. Un año después, el 3 de enero de 1961, las autoridades norteamericanas rompieron unilateralmente relaciones con nuestro país. En medio del ajetreo que tal decisión entrañaba para el personal cubano destacado allí, Héctor procedió a arriar la bandera tricolor que ondeaba en un asta en el exterior de la misión y a ponerla a buen recaudo.
«En 1992 -continúa Víctor Marrero- una editorial habanera publicó mi libro "Vicente García: leyenda y realidad". Héctor, ya establecido en Miami, recibió un ejemplar que le envió Ileana, una de sus hermanas, ya fallecida. Una vez que lo leyó, me remitió su opinión por correo postal. Hicimos tan buenas migas que un año después lo invité a visitar la tierra de sus ancestros.
«En 1993 lo acogimos por primera vez. Tan bien se sintió que comenzó a venir todos los años, principalmente para los aniversarios del ataque y toma de Las Tunas. Aquella acción de la Guerra Grande fue ejecutada por las tropas al mando de su bisabuelo, el 26 de septiembre de 1876.
«En 1996 regresó con motivo del bicentenario de la ciudad. Una mañana, mientras conversábamos en torno a las relaciones cubano-norteamericanas a través de la historia, me confió que él tenía en su poder la bandera que presidió nuestra embajada allá hasta el momento de la ruptura.
«Le dije algo que, obviamente, él sabía: "Héctor, tienes en tu poder una pieza de incalculable valor. En tu casa carece de utilidad, porque nadie conoce de su existencia. ¿Por qué no la donas a alguna institución?". Me miró y me dijo: "Ya lo había pensado". Un año después la trajo junto a su equipaje. La acogió el Museo Provincial de Las Tunas, que lleva el nombre de su ilustre pariente.
«Héctor continuó visitándonos. En cada viaje se aparecía con alguna donación. Recuerdo que trajo, entre otros objetos, la brújula con la que el Mayor General Vicente García se orientaba en el teatro de operaciones y una buena cantidad de fotos familiares desconocidas para nosotros.
«En una de sus visitas expresó su interés por transferir la bandera a la Plaza de la Revolución Mayor General Vicente García. No hubo inconvenientes, y así, el 26 de septiembre de 2001, el estandarte quedó bajo la custodia de la institución, que cuenta con una sala donde figuran los bustos de todos los generales tuneros que pelearon en las guerras del siglo XIX.
«El tema emerge del anonimato por una entrevista que me realizó para el canal Cubavisión Internacional la periodista tunera residente en La Habana Norka Meisozo, con motivo de un documental en ciernes sobre el Mayor General Vicente García, tema de su Maestría en Ciencias de la Comunicación. Entre otras cosas, le comenté de la existencia de la bandera. Ella, a su vez, se lo hizo saber luego a Eusebio Leal, Historiador de Ciudad de La Habana, también testimoniante del referido audiovisual en construcción.
«Con su proverbial "luz larga", Eusebio vio en la enseña un símbolo digno de utilizarse en el acto de 
reapertura de nuestra embajada en Washington. Así, coordinó con el Consejo Nacional de Patrimonio, y este, a su vez, con las entidades tuneras correspondientes. En definitiva, la bandera se llevó a la capital y luego a Washington. Su historia de los últimos días ya es conocida».

OTROS DETALLES

La ahora famosa bandera cubana fue hecha de una pieza de paño que exhibe los embates del tiempo, en particular, por sus manchas de color amarillo. Mide 3,10 metros de largo por 1,50 de alto.  Tiene adosada una pequeña etiqueta con el nombre del lugar de su confección: La Habana. En uno de sus ángulos aparece la firma de Héctor y la fecha de entrega. Según el donante, en los más de 30 años en que permaneció en su poder, solamente fue desplegada en una oportunidad, y fue cuando un grupo de deportistas cubanos lo visitó en su casa de Miami.
Héctor ha hecho otros donativos a la Plaza de la Revolución Mayor General Vicente García, como los pies de exponentes para los bustos de los generales tuneros, con sus nombres y datos biográficos fundamentales. Ya apenas viene a Las Tunas, pues tiene más de 90 años de edad y problemas en la vista.

CITA CON LA HISTORIA

El 20 de julio pasado, en medio de una ceremonia solemne, la bandera que con tanto celo salvaguardó Héctor García Soto, bisnieto del León de Santa Rita y de su legendaria esposa Brígida Zaldívar, salió del ostracismo para exhibir los colores patrios en medio de las expectativas por un tiempo mejor.
En diálogo con los periodistas que viajaron a Estados Unidos, Eusebio Leal echó mano a los matices de la poesía, que tan bien le vienen a su discurso. Dijo la víspera del izamiento:
«Quizás por caminos extraviados en determinado momento, y luego encontrando finalmente la estrella solitaria de Cuba, Héctor guardó la bandera y ella lo ha guiado hasta hoy. Sé que va a ser una gran satisfacción para él, para su familia y para Las Tunas, que sea esa bandera la que mañana esté, si no en el asta, porque no me atrevería como hombre de Museos y de Patrimonio proponer que ondee y se deshaga la bandera en el aire, sino que va a estar en el salón principal de la planta superior de la hermosa sede de la Embajada de Cuba».

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sábado, 4 de julio de 2015

Chinos en MANATÍ

¿Cuándo llegaron a Manatí los primeros emigrantes chinos? La lógica hace suponer que debe de haber sido a inicios del siglo pasado. Ya por entonces, millares de hijos de ese enorme país asiático –en su abrumadora mayoría solteros- habían arribado por vía marítima a Cuba tras el espejismo de conseguir aquí mejorías económicas. Muy pronto sus ilusiones y sueños se convirtieron en desencanto. Decepcionados, optaron entonces por incorporarse a ese heterogéneo crisol que es nuestra nacionalidad. Por cierto, el humor criollo se cebó en ellos durante muchísimos años. Huérfanos de la picardía insular, los asiáticos resultaron blanco fácil de las bromas de sus anfitriones cubanos. Tal vez no existan en Cuba muchos refranes tan populares como este, cuando ya no hay nada que hacer: «¡A ese no lo salva ni el médico chino!». Recuerdo también a las maestras exasperaban ante los garabatos de sus alumnos: «Ay, chico, tú pareces que escribes en chino», decían. Otro aforismo que no pierde vigor se relaciona con quienes andan de tropiezo en tropiezo en materia de mala fortuna. «Oye, despójate, mi´jo, que traes un chino atrás». Ante preguntas demasiado difíciles, se solía decir: «Oiga, compadre, usted me la ha puesto en China», Y «me quedé en China» cuando no se lograba entender nada sobre algo. En fin... Desde su arribo a Manatí, los chinos manifestaron una particular devoción por la horticultura. En efecto, una buena parte de ellos hizo su huerta en la periferia de la localidad, la sembró, la regó, la cultivó y luego salió a la calle con sus carretillas repletas de vegetales. Evidencias de esta vocación asiática por la agricultura urbana la encontramos en el aljibe subterráneo descubierto hace unos años en el patio de una casa próxima a la funeraria. No caben dudas: se trata de un antiguo depósito de agua para regadío de alguna huerta de por allí, aunque los vecinos actuales del lugar le hayan dado al hallazgo diferente connotación. De su país trajeron sus costumbres y sus tradiciones. Como, por ejemplo, el arte de fumar en narguile, especie de pipa formada por un largo tubo flexible, un recipiente para quemar el tabaco y una vasija rebosante de agua perfumada, a través de la cual aspiraban el humo. Era todo un espectáculo -¡un ritual!- contemplar al anciano padre de Pablito Chiong en aquella suerte de ceremonia oriental, mientras lanzaba volutas de humo al viento. Yo me quedaba embelesado mirándolo cuando visitaba esa casa en busca de Frank, su nieto y gran amigo mío, quien reside todavía en Manatí en una casa que improvisó con los restos de materiales que dejó de ella el huracán Ike en el año 2008. Otro sector que polarizó el interés de los asiáticos por acá fue el de la lavandería. Pues sí, en Manatí existieron varios trenes de lavado regenteados por chinos, los cuales no solo lavaban, sino que también estiraban ropa con planchas calentadas con carbón. Recuerdo con particular cariño uno que estaba cerca de mi casa, cuyos dueños eran Paula y José, cubana ella, cantonés él. Hicieron época por su honradez y por lo blanca y bien planchada que dejaban la ropa. Tenían un par de nietos que fueron mis compañeros de juegos en la niñez: Angelito y Chichi. Si no me equivoco, Chichi era hijo de Orlando Canals, un mártir local. Y claro, descendiente de chino por parte de madre. La pequeña empresa privada siempre fue consustancial a los emigrantes asiáticos. En Manatí existieron tiendas cuyos propietarios eran de ojos rasgados, como La Gran China, de Rogelio Jam, ubicada cerca de la zapatería, detrás del cine. Junto a la tienda había una quincalla, cuya dependienta era Gloria, una hija de Rogelio, residente hoy en La Habana.  De esa familia -creo- no queda ningún miembro en Manatí. Existía, además, el llamado Shangai, un coinjunto de casas de madera con un  patio interior común. Otros chinos tenían negocios menores, en los que vendían coquitos quemados, caramelos, pasticas de maní, dulces de coco, casabe... Si, evoco en esas labores a chinos entrañables y recordados, como Julián y Luis, por solo citar dos, que residían al lado de la barbería de Sevilla. Y a Rafael y a su esposa Conchita, que tenían una tienda cerca de donde hoy está la funeraria municipal.  Por obvias razones de edad, de aquellos emigrantes que formaron la primera colonia china en Manatí no quedó ninguno para contar su odisea. Eso sí, perduran su recuerdo, sus tradiciones y una descendencia apellidada Wong, Chiong, Jam, Hung y vaya usted a saber cuántos apelativos más que vive su época orgullosa de su linaje, aunque ninguno de sus miembros coma ya arroz con palitos..

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