miércoles, 1 de agosto de 2018

Alejandro Padilla, el proyeccionista

 A Alejandro Padilla lo conocí desde que yo era un muchacho allá por los años 60 del siglo pasado. Por entonces, en el patio de la actual Casa de la Cultura de Manatí –otrora círculo social- había trazada una cancha de tenis de campo, y él era uno de los pocos en la localidad que practicaba ese deporte. Este hombre bueno, fallecido hace algún tiempo en el terruño, trabajó durante varias décadas como proyeccionista del cine municipal. Recuerdo que las cintas de 35 milímetros venían remitidas por ferrocarril desde Tunas en unos depósitos metálicos en forma de circunferencias. Como la tecnología distaba mucho de ser perfecta, solían partirse en medio de una función y Padilla debia entonces arreglárselas para empatarlas. Cada vez que eso ocurría, se encendían las luces del lunetario, y solamente cuando el contratiempo quedaba resuelto continuaba la proyección. En ocasiones, las imágenes llegaban a la pantalla algo algo desfocadas. Ahí era común que los espectadores gritaran: «¡cuadra Padilla!». Persona sumamente activa, cuando se acogió a la jubilación se dedicó a arreglar todo tipo de enseres domésticos y a resolverles ese tipo de problemas a la gente. También aplicó su inventiva en más de un artefacto, como este de la foto (año 1996), una bicicleta con un asiento lateral en tiempos en que todavía no habían hecho su debut en nuestras calles los populares bicitaxis.

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domingo, 13 de mayo de 2018

Recordando a mi mamá

Este hermoso texto lo escribió la chilena Isabel Allende. Es una joya de sensibilidad desde la primera hasta la última línea.Va dedicado a todas las madres del mundo en general, a las cubanas en particular y a la mía en especial. Hace 22 años que Paquita (foto) partió hacia otra dimensión, pero no hay un solo día en que no la recuerde.
                                            SER MADRE
Por culpa del azar o de un desliz, cualquier mujer puede convertirse en madre. La naturaleza la ha dotado del "instinto maternal" con la finalidad de preservar la especie. Ser madre es considerar que es mucho más noble sonar narices y lavar pañales, que terminar los estudios, triunfar en una carrera o mantenerse delgada. Es ejercer la vocación sin descanso, siempre con la cantaleta de que se laven los dientes, se acuesten temprano, saquen buenas notas, no fumen, organicen sus cosas, seleccionen bien sus amigos... Es preocuparse de las vacunas, la limpieza de las orejas, los estudios, las palabrotas, los noviazgos, sin ofenderse cuando la mandan a callar o le dan un desplante. Es quedarse desvelada esperando que vuelva el hijo de la fiesta y, cuando llega, hacerse la dormida para no fastidiar. Es temblar cuando anda en moto, se afeita, se enamora, presenta exámenes o le sacan las amígdalas. Es sonreír cuando lo ve contento y apretar los dientes cuando lo ve sufriendo. Es servir de niñera, maestra, cocinera, alcahuete, cómplice, lavandera, médico, policía y confesora. Es entregar amor y tiempo sin esperar que se lo agradezcan. Es decir que "son cosas de la edad" cuando intenta justificar un error. Madre es alguien que nos quiere y nos cuida toda la vida y que llora de emoción porque uno se acuerda de ella una vez al año, es decir, el segundo domingo de mayo. Como dijo Balzac, el corazón de una madre es un abismo en cuyo fondo siempre hallarás perdón. Es el único capital que nunca quiebra y con el que se puede contar todo el tiempo. Como dijo Martí, no cree el hombre en la muerte hasta que su madre no se le va de entre los brazos. Precisamente, ese es su peor defecto: que mueren antes de que los hijos les retribuyamos una ínfima parte de lo que hicieron por nosotros. Nos dejan desvalidos, culpables, indefensos, desorientados e irremisiblemente huérfanos. Por suerte hay una sola madre. Porque nadie, ni siquiera el más fuerte, soportaría el dolor de perderla dos veces.

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sábado, 28 de abril de 2018

Murió el caballero de Las Tunas

Un absurdo accidente de tránsito le cercenó la vida el pasado viernes 20 de abril a un auténtico personaje de la capital tunera. En efecto, a pesar del esfuerzo de los médicos que lo atendieron después de ser atropellado por un motociclista, falleció y fue sepultado en el cementerio municipal Alberto Álvarez Jaramillo, el popular Comandante, quien durante más de medio siglo deambuló por nuestras calles y se insertó en ellas como uno de sus símbolos más genuinos.
Resultó una pésima noticia para la gente que tanto lo quiso y respetó. Y eso se reflejó en las múltiples ofrendas florales que fueron depositadas junto a su féretro, el cual, para honra de su criollísima cubanía, fue cubierto por la bandera nacional. Tenía 78 años de edad este hombre taciturno y cavilador.
En lo adelante, la ciudad y el imaginario callejero sentirán su ausencia. Les propongo leer esta crónica que hace algunos años escribí sobre él. Deviene ahora mi homenaje a un ícono que, por propio derecho, ya pertenece a la posteridad. Atención, escritores y artistas locales: ahí tienen un buen tema de inspiración para perpetuar su memoria.

EL CABALLERO DE... LAS TUNAS

Cuando la ciudad de Las Tunas despierta entre las brumas del amanecer, Alberto Álvarez Jaramillo ─popularmente conocido por El Comandante─ se asoma a la calle a reencontrarse con lo cotidiano. Gasta pantalón y camisa verde olivos, charreteras militares y boina carmesí. Deambula sin destino fijo, igual dirigiéndose a un auditorio imaginario que adoptando sofisticada pose de tribuno. Sí, El Comandante es un remedo de Quijote provinciano, una suerte de Caballero de París fantasioso y tranquilo.
Su edad es imposible de establecer, pues parece como detenido en el tiempo. Tampoco se puede calcular la cantidad y naturaleza de los objetos que almacena con hermético celo en los bolsillos a guisa de patrimonio, y que van desde «documentos secretos» hasta pedazos de madera, trocitos de cuerdas, recortes de periódicos, sorullos de cartón y mochos de lápices recogidos en plena vía pública o regalos de transeúntes piadosos.
Presume de su «alta jerarquía» militar y a nadie le admite ambigüedades con respecto los galones que alguien con alma samaritana le colocó sobre los hombros. Si no se le quiere enojar, que no se le trate de capitán o de teniente: ¡Co-man-dan-te! Y cuando escuchen su silbato romper el silencio del mediodía, atiedan porque será el preludio de una de sus chácharas llenas de chiflada sabiduría.
Un familiar de El Comandante me contó cierta vez que nuestro hombre fue, en sus buenos tiempos, un joven dispuesto, trabajador, hacendoso y amigo de hacer el bien. Pero un medicamento mal administrado y peor asimilado le perturbó las entendederas. Desde entonces cada mañana recorre las calles del centro histórico citadino vestido de militar, reminiscencia tal vez de su efímero tránsito por la vida de uniforme.
Sin embargo, y a pesar de su discapacidad mental, El Comandante es capaz de mantener con el interlocutor que lo respete una conversación coherente y fluida. Lo he observado en el parque Vicente García disertar sobre temas del pasado o de la actualidad, ante el asombro de sus contertulios. Y si de dignidad se trata, él la tiene por arrobas. Nunca pide limosnas ni duerme fuera de casa. Tampoco acepta chucherías ni refrigerios de desconocidos.
La ciudadanía lo acepta como a uno más de los suyos. Aunque si alguien osara tomarle el pelo, él lo enfrentaría y lo pondría en su lugar. El Comandante puede montar en cólera ante las burlas de los guasones, y ¡ay si alguno se le aproxima! Más de uno ha tenido que sufrir en su anatomía el precio del agravio por la vía de un merecido y oportuno puñetazo.
Alberto Álvarez Jaramillo, El Comandante, tal vez ignore que él es un auténtico personaje de las calles tuneras. Un símbolo legítimo que improvisa pies forzados, respeta a los niños, detesta a los delincuentes, ofrece los buenos días, socorre a los ancianos, viste de limpio, saluda la bandera y ama a su tierra. ¿Se le puede pedir mayor cordura a un hombre?

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