domingo, 13 de octubre de 2019

Una anécdota beisbolera

Aquella soporífica tarde pueblerina disputaban la corona territorial de pelota el equipo local y el de una comarca vecina. Los fanáticos bullían de interés por ver a un pitcher muy famoso en las peñas beisboleras por la velocidad de espanto que solía imprimirles a sus lanzamientos.
Desde que se dio la voz de play, su «piedra» -como bala de cañón- comenzó a causar estragos entre sus rivales. «Ssssss… ¡strike tres! Ssssss… ¡cantado el tercero!», vociferaba el ampaya. Cuando habían transcurrido sin carreras los cinco primeros capítulos, el rapidísimo lanzador ya acumulaba una considerable cantidad de ponches.
Ante tamaño caos, los bateadores intercambiaban recomendaciones entre sí: «No lo pierdas de vista..., sigue su mano de lanzar..., concéntrate en la pelota..., mira su mano de lanzar...», se decían. Pero, por mucho que lo intentaban, no conseguían hacer contacto con la redonda, que, en oportunidades, parecía alcanzar velocidades supersónicas.
En el octavo capítulo, cuatro bolas malas le regalaron al bateador en turno la primera almohadilla. El juego estaba obstinadamente cerrado, pues a los visitantes tampoco les iba de maravillas a la ofensiva. Por tanto, y ante la posibilidad de un viraje de su pitcher, el inicialista extremó las precauciones en aras de impedir a toda costa que el corredor adelantara demasiado y le llegara impunemente al cojín intermedio.
A esas alturas del desafío, el lanzador permanecía imbateable y más fresco que una lechuga. Sus pelotas surcaban los 60 pies que separan el montículo del home con una lesiva carga de efectividad. Y los bateadores antagonistas –impotentes y vejados- tomaban rumbo al dogaut con la majagua deprimida y la moral en el suelo.
Así se mostraba el panorama cuando vino a consumir su turno ofensivo uno de los hombres de la llamada tanda débil, quien, para su desazón, ya había ingerido un par de amarguísimos ponches. Tomó posición, se frotó las manos, clavo sus spikes en la tierra, apretó la empuñadura del bate y centró toda su atención en la figura del pitcher. En primera base, el corredor comenzó a adelantar unos pasos.
El primer envío impactó en la mascota del receptor con la velocidad de un misil y el sonido de una bofetada. Pasó por la zona buena, pero el bateador apenas lo distinguió. «¡Strike uno!», cantó el árbitro con la voz siniestra y el brazo diestro. El corredor de primera se aventuró a avanzar otro trecho, pero, con un amago de tiro, el serpentinero lo hizo regresar de bruces a la almohadilla.
En el cajón, el hombre se ajustó la gorra, dio unos saltitos, estiró los brazos, hizo un par de swines al aire, se cuadró y aguardó con firmeza por el próximo lanzamiento. De nuevo el bólido blanco y con costuras se le encimó con la rapidez de un cañonazo. No lo vio pasar. «¡Strike dos!», le cantó el segundo el hombre de negro.
Perturbado ante la inminencia de su tercer ponchete, el hombre se llamó a contar en una suerte de monólogo interior. «Tengo que adelantar el swing –pensó-. La bola le está llegando muy rápido. Tengo que tirarle adelantado. Si no lo hago así no lograré sacar a tiempo el bate. Tengo que tirarle adelantado. No hay otra solución. Tirarle adelantado...»
Mientras, plantado sobre el montículo, el lanzador tomó el saquito de pez rubia, se situó de lado y observó las señas de su compañero de batería, todo sin dejar de vigilar de soslayo al corredor que intentaba adelantar un par de metros en primera. Un nuevo vistazo al home. Y el de la inicial ganando más terreno... «Con mi próximo lanzamiento se irá para segunda», pensó el serpentinero.
Al unísono, el bateador se debatía en su obsesión por conectarle. «Tirarle adelantado, tirarle adelantado, tirarle adelantador..», se repetía con el bate enhiesto, al tiempo que ponía todos sus sentidos, anhelos, energías, capacidades, propósitos, sentimientos, voluntades, qué sé yo, en su porfiado empeño de batear.
Fue entonces cuando el lanzador decidió no concederle más ventajas al presunto estafador, quien –confiado en sus piernas- cada vez adelantaba más. Así, miró hacia el home, hizo los movimientos de rigor y, sorpresivamente, sacó el pie y se viró para primera. El corredor retornó a la base y el árbitro lo decretó safe.
Pero, ¿y nuestro hombre en el cajón de bateo? ¿A que no aciertan qué hizo en su empecinamiento por chocar la bola tirándole adelantado? Pues lo que nadie esperaba. Tan pronto el pitcher hizo como si fuera a lanzar, y confiado en que la pelota vendría en busca del tercer strike, realizó el swing más grande de su vida, mientas la Batos descansaba dentro del mascotín del inicialista.
La carcajada fue tan grande que aquel humilde pelotero les suplicó a las mil vírgenes que se lo tragara la tierra. Jamás se le volvió a ver por un terreno de béisbol. La historia quedó ahí, confirmada por unos, negada por otros y disfrutada por todos, pero integrada por propio derecho al anecdotario de nuestro deporte nacional.

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