Eran los tiempos de la famosa Zafra de los 10 Millones, aquella cruzada que en 1970 pretendió, sin conseguirlo, producir en los ingenios del país la cifra récord de 10 millones de toneladas de azúcar. La machacona propaganda televisiva y radial en torno a la campaña caló profundo en su subconsciente y finalmente lo sedujo. Juan comenzó a repetir aquí, allá y acullá algunas de las consignas, combinadas con repentinos y violentos accesos de furia. Un anónimo guasón del pueblo lo bautizó así: Juan a la Mocha.
No he logrado explicarme jamás por qué ciertas personas disfrutan mortificando a los dementes y a los deambulantes. En Manatí a Juan le hicieron la vida imposible hasta convertirlo en un loco sumamente peligroso, capaz de romperle la crisma a cualquiera de una pedrada. Muchas veces, al no poder descalabrar a quienes lo martirizaban, hacía añicos los cristales del cine o de la tienda grande.
Cuando entraba en crisis había que huir de sus alrededores, porque se convertía en una fiera agresiva. Comenzaba a proferir insultos e improperios de todo tipo. Solo la llegada de la Policía atenuaba su belicosidad. Entonces, sin oponer la más mínima resistencia, se dejaba conducir por los agentes del orden hasta la unidad. Allí le daban una reprimenda, un buen baño, un plato de comida y una muda de ropa limpia. Juan lo agradecía con un par de frases incoherentes. Después lo soltaban y... ¡de nuevo a las andadas, a vagabundear!
Juan a la Mocha fue uno de los personajes más populares de Manatí durante los años en que dejó ver su maltrecha figura por el pueblo, con su saco de yute a cuestas, sus fétidos efluvios y su atropellada palabrería. Llegué a creer que le gustaban las chanzas y las provocaciones de la gente. Porque, ¿de qué otra forma explicarme su permanente peregrinar por los sitios más concurridos?
Murió en su pocilga de cuartería donde siempre malvivió, atestada de inmundicias y de cucarachas, el ambiente natural que le dio abrigo por espacio de varias décadas. Un vecino de infortunio lo advirtió una tarde. En efecto, allí estaba su cadáver, tirado de bruces en el suelo y con los ojos desmesuradamente abiertos, como si en el minuto mismo del adiós definitivo hubiera pretendido llevarse en la retina la imagen postrera de lo que fue su mundo de alucinaciones.
Juan Molina Hernández, alias Juan a la Mocha, no dejó una fotografía para la posteridad y solo unos pocos parientes lo acompañaron en su último viaje hasta el cementerio municipal. Nadie de palabra fácil despidió su duelo con frases bonitas junto a la tierra recién abierta. Tampoco sus despojos fueron a descansar en un panteón con una lápida grabada en su memoria. No, nada de eso. Sus restos mortales yacen -ignorados para siempre- en algún desconocido y humilde recodo del camposanto manatiense. A mí, sin embargo, se me ocurre ahora rescatarlo del olvido y, al menos por un instante, conferirle significado a su relativa insignificancia. Él nunca lo hubiera creído.