Cuando le paso revista a mi adolescencia me vienen a la memoria las Fiestas de Quince. Tuvieron su esplendor en la década de los 70 del siglo pasado (ufff, ¡qué lejana parece dicho así!) y fueron durante años el primer acontecimiento en la vida de las muchachas del pueblo.
Era tan importante celebrar aquel festejo que las familias manatienses implicadas solían prepararse con mucho tiempo de antelación, tanto en el orden gastronómico como en el etílico: un lechoncito cebándose en el corral, 10 de cajas de cerveza, un par de garrafones de vino de arroz, harina para el mandar a hacer el kake, rollitos fotográfucos mandados «de afuera», en fin...
Los días previos a Los Quince eran de corre-corre. Entre las urgencias figuraban conseguir zapatos nuevos para la quinceañera y un vaporoso vestido de vuelos. También contratar los servicios de un fotógrafo. Y, por supuesto, mandar a imprimir las invitaciones y definir las parejas que bailar´kian el vals..., ¡una odisea! Pero nada, todo se hacía con buen semblante y mejor disposición. Porque, como decían madres y padres, estaban dispuestos a cualquier cosa antes que dejar de celebrarle a la niña sus Quince.
Recuerdo que las familias se enrolaban en una fraternal competencia para ver cuál era capaz de imprimirle mayor fastuosidad al convite. Se llovían las iniciativas: automóviles para trasladar a las parejas del vals, desde sus casas hasta al la sede del festejo, adornos florales de inédita factura, grupos musicales para tocar en vivo para los bailadores, fotos en colores...
Los días previos a Los Quince eran de corre-corre. Entre las urgencias figuraban conseguir zapatos nuevos para la quinceañera y un vaporoso vestido de vuelos. También contratar los servicios de un fotógrafo. Y, por supuesto, mandar a imprimir las invitaciones y definir las parejas que bailar´kian el vals..., ¡una odisea! Pero nada, todo se hacía con buen semblante y mejor disposición. Porque, como decían madres y padres, estaban dispuestos a cualquier cosa antes que dejar de celebrarle a la niña sus Quince.
Recuerdo que las familias se enrolaban en una fraternal competencia para ver cuál era capaz de imprimirle mayor fastuosidad al convite. Se llovían las iniciativas: automóviles para trasladar a las parejas del vals, desde sus casas hasta al la sede del festejo, adornos florales de inédita factura, grupos musicales para tocar en vivo para los bailadores, fotos en colores...
Tenían algo en común: ¡la colaboración de la gente del barrio! Daba gusto apreciar aquel sentido de la amistad y del compañerismo en vísperas del cumpleaños. Los vecinos asumían las más disímiles tareas, desde armar con pencas de coco el cabaret hasta buscar los panes para los bocaditos.
El momento cumbre de Los Quince era el vals. Las parejas se formaban con amigos de la homenajeada, casi siempre bajo la dirección del popularísimo Raulito Gordillo, quien montaba su coreografía a partir de los bailes de moda, con ensayos previos en los que no faltaba el traguito ni el entremés. El día de la fiesta las parejas tenían reservado un sitio para el disfrute. Y, 24 horas después, una invitación familiar exclusiva, conocida por El Pique, el último gasto de la parentela, que incluía lechón asado y abundante cerveza y ron.
En las fiestas de Quince estaban previstos hasta los aguaceros. Los de la casa -por si acaso- tenían a mano piezas de lona para cubrir la calle en caso de que San Pedro intentara sabotearlas con un chubasquito. Vi bailar más de un vals pasada la medianoche, cuando la última nube exprimía su última gota. Ningún invitado se marchaba por no hacerle un desaire a la cumpleañera.
Como muchos caraduras sin invitación solían merodear por las proximidades del agasajo para intentar «colarse» en la fiesta y consumir a sus anchas, algunos Quince eran solo para invitados. La familia debía buscar para esa función un portero a prueba de sobornos y lo suficientemente enérgico como para impedirle el paso a quien careciera de credencial para acceder al área.
Además de una bien surtida cajita con kake, bocadito, ensalada fría y croqueticas, la casa ofrecía también una cerveza. Luego comenzaba en grande la «tomadera», y se brindaba abundantemente con bebidas de la época: saoco, menta, anís, crema de vié. Todo hecho con un ron casero con el cual muchos manatienses hicimos buenas migas: la célebre «gualfarina».
Como muchos caraduras sin invitación solían merodear por las proximidades del agasajo para intentar «colarse» en la fiesta y consumir a sus anchas, algunos Quince eran solo para invitados. La familia debía buscar para esa función un portero a prueba de sobornos y lo suficientemente enérgico como para impedirle el paso a quien careciera de credencial para acceder al área.
Además de una bien surtida cajita con kake, bocadito, ensalada fría y croqueticas, la casa ofrecía también una cerveza. Luego comenzaba en grande la «tomadera», y se brindaba abundantemente con bebidas de la época: saoco, menta, anís, crema de vié. Todo hecho con un ron casero con el cual muchos manatienses hicimos buenas migas: la célebre «gualfarina».
La celebración de una fiesta de Quince dejaban en ruinas y exhaustas a las familias. Pero ninguna -¡ninguna!- se permitía dejar de celebrarla, aunque en ello le fuera el último centavo. ¡Cómo le iban hacer eso a la niña!