UNA RECARGA DE FELICIDAD
La última semana de julio figura en el archivo de mis recuerdos como una de las más felices de mi etapa reciente. ¿Razones? Durante algunas de sus adorables jornadas tuve a mi hija Sofía casi a tiempo completo bajo mi techo. Hablamos hasta por los codos sobre nuestras cotidianidades, nos divertimos de lo lindo por cualquier bobada, nos llamamos por los mil apodos que nos endilgamos... Ella está de vacaciones luego de concluir el segundo año de Lengua Francesa en la Universidad de La Habana. Desde hace meses me había advertido: «Cuando vaya para Las Tunas quiero cocinarte para que pruebes mi sazón». Y así lo hizo, en efecto. A pesar de carecer de evidencias sobre esa faceta suya —a todas luces adquirida a la fuerza al independizarse— puse mis papilas gustativas a sus órdenes. Tan pronto llegó a casa, y luego de los abrazos que nunca nos faltan, tomó posesión de la cocina como si ese hubiera sido siempre su lugar de operaciones. Los resultados fueron —en comidas sucesivas— los espaguetis más ricos que he probado y un congrí de frijoles negros que quedó como para chuparse los dedos. Ella combinó la elaboración con una clase "magistral" de técnica culinaria, unida a un rosario de regaños que estuvieron a punto de sacarme de paso. «Papi, debes comprar un estropajo metálico, para raspar las vasijas en el fondo», me dijo mientras fregaba un jarro. Al percatarse de que una «cacharra» plástica tenía un salidero, me exigió adquirir una nueva. Con los pomos del agua fue implacable: «¡Mira qué sucios están, papi! ¿Qué esperas para cambiarlos?» Y a seguidas: «Cuando saques un alimento del refrigerador, toma solo la parte que vas a consumir, ¡no lo calientes todo!». Luego criticó los trapos de cocina y me instó a reemplazarlos. Y yo escuchando a pie firme, sin decir «ni esta boca es mía». El momento de preparar los espaguetis devino ejercicio de arte: picó muy finos y simétricos los ajíes, el cebollino y el ajo puerro. Los sofrió por orden en la sartén y me explicó por qué debe hacerse así. Pidió puré y le di uno recién comprado. Cuando lo agregó a la salsa y la probó, otro sermón: «¡Ese puré está ácido, papi, debes tener cuidado a quién se lo compras!» Ante la nueva reprimenda, mi umbral de tolerancia llegó a su tope. Me rebelé. «¡Por favor, Sofía, ni un regaño más, ¿qué te has pensado? Parece que La Habana te ha cambiado mucho…». Ahí nos dijimos tres o cuatro cosas —ninguna hiriente—, pero, pasados unos minutos, nos reconciliamos. Las disputas forman parte de nuestros afectos. Sigo con el tema. Al quedar descartada por «ácida» la salsa del puré, y por expresas instrucciones suyas, salí a la calle a comprar una lata del producto («¡que sea de fábrica!», me exigió), una cabeza de ajo y una cebolla para sustituir al cebollino y al ajo puerro («no me convencen ninguno de los dos», confesó). Con lo que le traje elaboró una nueva salsa, la vertió sobre los espaguetis y minutos después estábamos degustando unas pastas dignas de un restaurante italiano. Sofía y yo somos perro y gato. ¡Nos encanta llevarnos la contraria! Pero dudo que haya padre e hija que se amen más y que compartan tantos caprichos. Siento un orgullo por ella que no tiene límites. Sabe lo que quiere y no da un paso atrás. En La Habana a veces camina cuadras y cuadras para llegar —exhausta— a la Facultad donde estudia y jamás se lamenta. Al contrario, enfrenta con buen talante los agobios y los infortunios. Sofía es un cascabel, una mariposa que transmite alegría donde quiera que llega. Me reconforta saber que sabe alternar los deberes con la recreación. Siempre que puede va a la playa, a una galería, al cine o a un bar con Denis (su novio avileño que estudia Ingeniería Nuclear) a escuchar música o a tomarse una cerveza. Eso sin olvidar su hábito de lectura. Sus profesores y sus amistades la adoran. Hace pocos días se fue para Ciego de Ávila a visitar a su prometido y a sus suegros. Permanecí a su lado hasta que la guagua arrancó y tomó carretera. En el trayecto me fue dando partes desde su inseparable teléfono celular: «Vamos por Camagüey, papi; ahora estamos llegando a Florida…», en fin… A punto de cumplir 21 años, no ha dejado de ser niña. Durante los días que permaneció en nuestra casa, dormimos juntos, ella con sus piernas tiradas por encima de mi cuerpo —como hacía cuando era una chiquilla— u ocupando casi toda la cama sin apenas dejarme espacio. En estos tiempos complicados y estresantes, reencontrarme con Sofía me devolvió la sonrisa y devino oportuna recarga de felicidad. ¡Buena falta que me hacía!
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