Carlos (derecha) y yo, en la UO, en 1990 |
Lo conocí
en septiembre de 1988 en la Universidad de Oriente, en Santiago de
Cuba. «Bueno, compadre, me llamo Carlos Remedios. Si vamos a estar
juntos cinco años, lo mejor es irnos conociendo» -me dijo con
familiaridad en la antesala de la Secretaría Docente de la antigua
Facultad de Artes y Letras. Los dos acabábamos de matricularnos en el
curso regular diurno para estudiar Periodismo.
Me
presenté también lo mejor que pude, aunque con el recelo propio de la
primera vez. Luego del apretón de manos, conversamos un rato y hasta nos
tomamos un café por allí cerca. Finalmente, emprendimos juntos el
ascenso de la escalinata que conduce hasta la residencia estudiantil, en
los altos de Quintero. «Soy de Banes –me contó entre peldaño y
peldaño-. Pero no del mismo Banes, sino de Cañadón, un pueblo de por
allí, cerca de la playa Guardalavaca». Yo le referí también mis
coordenadas existenciales, y así continuamos la cháchara como amigos de
toda la vida.
A primera vista me
pareció un tipo chévere. El tiempo me confirmó que, en
efecto, lo era. Tendría a la sazón unos 23 años de edad y, según me hizo saber,
acababa de cumplir su período de Servicio Militar General, donde se ganó una plaza
para estudiar la carrera por la Orden 18 de las FAR.
Era un joven bien parecido, sin dudas. Vestía a la moda, con un jean azul, pulóver de rayas y zapatillas deportivas, algo que la mayoría de los estudiantes cubanos de la época ni soñábamos tener. Pero lo hacía con naturalidad y sin ninguna ostentación. Se peinaba hacia atrás el pelo negrísimo, color también del grueso bigote que se rasuró cursos después, cuando se enamoró. Se reía estrepitosamente, y con una franqueza tal que uno tenía que hacer lo mismo, aunque no existieran motivos para el desternille. Hicimos buenas migas. Tantas, que aquella noche universitaria inaugural, ya instalados en nuestros respectivos cubículos del Edificio F, y a manera de «coctel de bienvenida» organizado por nosotros mismos, compartimos tragos, confesiones y chistes verdes.
Era un joven bien parecido, sin dudas. Vestía a la moda, con un jean azul, pulóver de rayas y zapatillas deportivas, algo que la mayoría de los estudiantes cubanos de la época ni soñábamos tener. Pero lo hacía con naturalidad y sin ninguna ostentación. Se peinaba hacia atrás el pelo negrísimo, color también del grueso bigote que se rasuró cursos después, cuando se enamoró. Se reía estrepitosamente, y con una franqueza tal que uno tenía que hacer lo mismo, aunque no existieran motivos para el desternille. Hicimos buenas migas. Tantas, que aquella noche universitaria inaugural, ya instalados en nuestros respectivos cubículos del Edificio F, y a manera de «coctel de bienvenida» organizado por nosotros mismos, compartimos tragos, confesiones y chistes verdes.
En torno a la botella de ron barato
tomaron asiento también otros «novicios» del grupo: Ricardo Ronquillo Bello, Osvaldo Sánchez, Yanuris Gutiérrez Luis, Armando Tejeda (fallecido), Isaías Campos Díaz... Y, aunque no puedo asegurarlo, hicieron lo propio Liuba Martínez Corona, Migdalis Pérez, Barbara Brby Llamos,
Aymeé Amargós y otras chicas del piquete, también aspirantes al
pergamino académico de periodistas. En tanto el alcohol realziaba su
catársico efecto, íbamos contando nuestras historias personales.
Frisaba la madrugada cuando nos retiramos a dormir.
Conquistador incorregible, Carlos permaneció en el balcón un rato más,
conversando con una muchacha recién conocida. Al día siguiente, ya en
una de las aulas a las que llamaban «polleras», la amistad exhibió visos
afectivos. Así, mi nombre «Juan» lo convirtió en «Guancho». Y con tal
apelativo me llamó durante los cinco períodos que compartimos. Pronto
hizo visible su faceta de jodedor incansable y de bromista congénito. Su
«víctima» principal era Armando Céspedes, el benjamín del grupo. Más de
una vez lo hizo rabiar con hilarantes tomaduras de pelo, pero siempre
terminaban amigos.
A los profesores también los «trajinaba» cada vez que podía. Como a aquel vejete que impartía Fotografía, Cela de apellido, a quien rozó intencionalmente el trasero cuando el docente había apagado la luz del laboratorio para que nosotros apreciáramos en qué condiciones se efectuaba el revelado de los rollos fotográficos. Jamás apareció el culpable. Pero todos en el grupo sabíamos que había sido Carlos.
A los profesores también los «trajinaba» cada vez que podía. Como a aquel vejete que impartía Fotografía, Cela de apellido, a quien rozó intencionalmente el trasero cuando el docente había apagado la luz del laboratorio para que nosotros apreciáramos en qué condiciones se efectuaba el revelado de los rollos fotográficos. Jamás apareció el culpable. Pero todos en el grupo sabíamos que había sido Carlos.
En
los estudios no era ni el más aplicado ni el último. Eso sí, solía
llegar tarde a clases con las más extravagantes justificaciones, siempre
con los cuadernos enrollados y embutidos en un bolsillo trasero del
pantalón. También lo recuerdo a toda carrera rumbo al comedor, para
llegar justo antes de que expirara el horario de desayuno. O repasando a
última hora el contenido del seminario que una exigente profesora desarrollaría al día siguiente, y de cuyas preguntas Carlos
jamás conseguía salir ileso.
En cuanto a los deportes, en honor a la verdad debo decir que nunca fue un gran practicante. Ni siquiera un conocedor de sus estadísticas. Y miren ustedes lo que es la vida: de tanto escucharnos a Isaías y a mí hablar del tema, y de tanto asistir con nosotros al estadio Guillermón Moncada a disfrutar de los juegos de béisbol, se aficionó y terminó ejerciendo el periodismo deportivo en la holguinera Tele Cristal.
Era generoso a la hora de compartir. Las escasas fotografías que conservo de la época (como esta de 1990, donde aparecemos juntos -él a la derecha- en el balcón del Edifico F, en la Universidad de Oriente) fueron realizadas en blanco y negro con su vieja cámara Zenith de rollitos. Carlos financiaba y regalaba copias a quienes aparecíamos retratados.
En cuanto a los deportes, en honor a la verdad debo decir que nunca fue un gran practicante. Ni siquiera un conocedor de sus estadísticas. Y miren ustedes lo que es la vida: de tanto escucharnos a Isaías y a mí hablar del tema, y de tanto asistir con nosotros al estadio Guillermón Moncada a disfrutar de los juegos de béisbol, se aficionó y terminó ejerciendo el periodismo deportivo en la holguinera Tele Cristal.
Era generoso a la hora de compartir. Las escasas fotografías que conservo de la época (como esta de 1990, donde aparecemos juntos -él a la derecha- en el balcón del Edifico F, en la Universidad de Oriente) fueron realizadas en blanco y negro con su vieja cámara Zenith de rollitos. Carlos financiaba y regalaba copias a quienes aparecíamos retratados.
En
el tercer año de la carrera se enamoró de Marel González, otra de
nuestro grupo. La bella muchacha, también enamorada, consumó la proeza
de enmendarlo y Carlos se hizo más responsable y menos bullanguero. Tomó
más en serio los estudios y consagró a ella sus piropos. Se casaron y
formaron una bonita pareja. Juntos redactaron el Trabajo de Diploma para
finalizar la especialidad, juntos cumplieron su servicio social en
Radio Banes y juntos partieron a conquistar las televisión de Holguín.
A pesar de nuestra
cercanía geográfica –unos 76 kilómetros-, en los últimos 20 años nos
vimos solo una vez, cuando él vino a Las Tunas a jugar softbol en unión
de otros colegas de su provincia. Todavía me pregunto si fue el director
de su equipo quien lo dejó fuera de la alineación por su bajo
rendimiento deportivo, o si fue el propio Carlos el que solicitó no
saltar al terreno para poder tomarse en las gradas media botella de ron
conmigo y conocer a mis pequeñas hijas Sofía y Beatriz. Conversamos de
lo humano y lo divino. Y trajimos desde el pasado un montón de anécdotas
que nos hicieron reír a mandíbula batiente. Fue la última vez que lo
vi. Después supe de él por sus reportes al Noticiero Nacional Deportivo o
por amistades comunes que se lo topaban en algún evento.
La
noticia de su divorcio de Marel no me sorprendió tanto como la de su repentina enfermedad. «¿Carlos enfermo? –me extrañé cuando me lo dijeron-. ¡Pero
si es el tipo más saludable que he conocido!» Me equivocaba de plano. Hay
males que no reparan en apariencias, y seleccionan a sus víctimas a su
libérrimo capricho. Luego de hacerlo padecer horriblemente durante
varios meses, el cáncer, con metástasis incluida, lo derrotó este 30 de
enero. Eso a pesar de los esfuerzos especializados de los médicos y de
las encomiendas desesperadas de sus familiares. Tenía apenas 48 años de
edad y unos extraordinarios deseos de vivir.
Más
de una vez pensé visitarlo en su lecho de moribundo. Pero siempre
deseché la idea. Hice bien, creo. A él no le hubiera agradado que lo
viera así. Yo -y esto no es retórica- prefiero recordarlo tal y como lo
conocí en la Universidad de Oriente: vivaracho, alegre, entusiasta,
optimista, jodedor, cumbanchero... Carlos, amigo, colega, hermano,
descansa en paz y que Dios te acoja. Un abrazo entrañable y... ¡hasta
más ver!
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