viernes, 16 de agosto de 2019

Sofía y la mala palabra

Mi hija Beatriz tenía siete años de edad aquella tarde en que vino hacia mí con cara de pocos amigos. «¿Qué te ocurre, mi amor? ¿Por qué estás brava?», le pregunté, cariñoso. «Papito, es que mi hermana Sofía no quiere jugar conmigo», se quejó, llorosa. «Mira, mi chiquitica –intenté consolarla, aunque convencido (por conocerla bien) de que resultaría inútil–, a veces las personas queremos estar solas. Nos ocurre con mucha frecuencia. Tal vez ahora ella no tenga deseos de jugar. Pero dentro de un rato quizás cambie de opinión y te llame. Ten paciencia y verás».
Lejos de convencerla, mis palabras surtieron el efecto contrario: «¡Papito, siempre defiendes a Sofía! Ella prefiere estar leyendo ahí acostada en su cama mientras yo estoy aquí aburrida. Y tú, en vez de regañarla, mira lo que me dices», replicó, indignada. Y por ahí bla bla bla…
Aguanté a pie firme su descarga, suspiré profundo y opté por quedarme callado. La miré tiernamente a los ojos, pero me apartó la vista. Quise animarla con una caricia, pero la esquivó con un manotazo. Luego abandonó la habitación con la cabeza erguida. «Es una tormenta pasajera, ya se le pasará», me dije. Y me acomodé ante mi computadora.
Acababa -¡por fin!- de escribir la primera línea de un trabajo pendiente cuando sentí que «alguien» se situaba con mucho sigilo a mis espaldas. Era Beatriz. «Papito, tengo que decirte algo importante», me susurró bajito y con un halo de misterio en la voz. Por su expresión supuse que había dejado atrás la perreta, vaya usted a saber por qué motivo. Pero pronto lo conocería. «Dime, mi niña», le dije, atrayéndola hacia mí. Entonces, casi al oído, me musitó: «Sofía dijo anoche una mala palabra de las grandes». Volví a suspirar hondo y a mirarla a los ojos. Evidentemente, quería cobrarle a su hermana su negativa a jugar. Ahhh, ¿cómo proceder cuando se es juez entre las dos criaturas que más uno ama? ¿Cómo? Traté de ensayar un sermón: «Betty, eso está mal hecho de parte de Sofía. Las niñas no deben decir malas palabras. Pero, si vuelve a ocurrir, no me lo digas. Porque si tu hermana se entera, en lo adelante no confiará más en ti, ¿entiendes? Para la próxima, la regañas. Aunque espero que eso no se repita. No obstante, hoy vamos a resolver esto. Sofía tendrá que explicarme. Dile que, por favor, venga acá».
Un destello de triunfal regocijo iluminó su rostro adorable. La escuché llamar en alta voz y tono autoritario: «¡¡Sofíaa, dice Papito que vengas acá inmediatamente!!». Lo de «inmediatamente» –ustedes lo notaron– lo puso ella con toda intención. Pero no le di importancia a ese detalle.
Sofía vino al momento, saltando como una ardillita.
Quise salir lo más rápido posible del trance recriminatorio, y le dije muy serio: «Sofía, me acabo de enterar que anoche dijiste una mala palabra grande. Eso no es lo que yo te he enseñado. Quiero que me expliques ahora mismo y bien clarito qué… ». Sus carcajadas dejaron inconclusa mi frase. Y yo, indignado y severo: « ¡Oye, Sofía, eso no me da ninguna gracia!». Y ella, como si tal cosa: «jajajajajajaja…». Y yo: « ¡Pero Sofía...!» Y ella: «jajajajajaja». Al fin se tranquilizó un poco.
«Mira, Papito, eso fue anoche y tú habías salido no sé a dónde –comenzó a contarme-. De pronto hubo un apagón tremendo y todo quedó oscuro. No teníamos velas, ni faroles ni ninguna luz en la casa. Tuvimos que acostarnos. ¿Te imaginas estar en la cama sin sueño? No podíamos ver televisor, ni jugar en la computadora, ni leer… ¡Solo estar en la cama y conversar! Y rato y rato y rato y nada de la corriente… Como a las once de la noche la lámpara del cuarto se encendió. Entonces yo…».
Volvió a partirse de la risa. «¿Entonces qué, Sofía? ¡Acaba de hablar!», le exigí. De nuevo esperé a que terminaran sus carcajadas. «Entonces, Papito, me puse tan contenta, ¡tan contenta!, que se me fue. ¡Te juro que se me fue! Exclamé muy alegre… "¡al fin llegó la luz, cojones!"».
Cuando escuché a Sofía emplear en tono de alegría la denominación vulgar de los órganos reproductores masculinos, quien por poco se parte de la risa soy yo. Ella jamás ha sido malhablada, pero, ¿a quién no se le ha escapado un exabrupto así en situaciones parecidas? ¿Por qué entonces criticárselo a ella con hipócrita puritanismo?
A nuestro lado, indignada, Beatriz me torció los ojos. Y me soltó: «Papito, así que vengo a contarte que Sofía dijo una mala palabra de las grandes y lo que te da es risa. ¡Ni siquiera un regaño! Jamás volveré a decirte nada».
Y, ni corta ni perezosa, me dio la espalda, tiró ruidosamente la puerta y se marchó a jugar con la amiguita del apartamento vecino.

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