«Papi, ¿con qué permiso subiste a Feisbuk esa fotografía mía?», me preguntó hace poco, muy enojada, mi hija Beatriz, de 13 años de edad, al encontrar en esa red social una imagen suya tomando leche en biberón. «No lo vuelvas a hacer sin contar conmigo. Soy yo quien debe decidir». Y, acto seguido, me soltó tun denso sermón acerca de la privacidad en Internet y cuánto debemos protegerla para evitarnos amargos contratiempos.
El incidente no quedó ahí. Terminada su diatriba, me conminó a eliminar de mi muro la «dichosa» instantánea. Opuse resistencia con el argumento de que con eso privaría a nuestros conocidos de apreciar una etapa bonita de su vida. Pero ella no transigió. «¿Y mis compañeros de aula? No te imaginas el ´chucho´ que me darían si la llegan a ver», refutó. Y como su vehemente exigencia me pareció derecho legítimo, accedí a su solicitud.
Para muchos usuarios, la tentación de colgar fotos en esta red social parece constituir una suerte de irresistible acto reflejo. Yo lo hago con frecuencia, y, aunque no me obsesionan los «Me Gusta» ni me frustran los silencios, admito que una buena acogida siempre reconforta. Una imagen familiar u otra con una reunión de amigos suele ser bien recibida por quienes no tienen la posibilidad de darles un abrazo a los que allí aparecen. No deberíamos privarlos de esa alegría desde la distancia física.
Pero, aun cuando una foto en Feisbuk cumple también el objetivo de que sus destinatarios confirmen qué buena presencia tiene su protagonista, abruman las que confunden la red con una pasarela, y, en consecuencia, pierden el sentido de la perspectiva. Forzar a un amigo a celebrar «algo» de lo que la imagen carece no dejará de ser un acto de presión.
He visto comentarios a fotos que -por lo hipócritas o quizás por lo burlescos- me han causado pena. «¡Ave María, cuánta hermosura! ¡Estás como para portada de revista!», dicen de alguien con quien la naturaleza fue cicatera en el reparto de atractivos. Lo triste es que la persona que figura en la imagen se lo llega a creer y termina agradeciendo el halago. Bueno, se dice que la belleza está en los ojos de quienes miran.
Pululan en la red las fotos que, por su contenido, resultan chocantes. Como aquellas en las que ciertos compatriotas residentes allende el océano posan sosteniendo en sus manos enormes piezas de carne o en medio de bacanales llenas de exquisiteces. Tengo la certeza de que tal ostentación de bonanza alimentaria solo pretende provocar desazón y que las papilas gustativas de quienes vivimos del lado de acá entren en shock salival. Un propósito que, además de pueril, divierte.
Los teléfonos celulares de muchos visitantes solo parecen tener lentes para fotografiar o grabar nuestras penurias. Jamás enfocan una graduación universitaria ni una operación de neurocirugía. Empero, no hay deambulante andrajoso, bache callejero, local desaliñado, cartel fuera de tiempo, cola de agromercado o trifulca de barrio que se les escape. Cuando retornan a la «tierra prometida», cuelgan las instantáneas en Feisbuk y se burlan a mandíbula batiente del país que un día los vio nacer.
Está la otra cara de la moneda, desde luego. Y, por aquello de que generalizar es siempre equivocarse, gracias a Feisbuk se colocaron de nuevo ante mí –al menos por fotografías- muchos compañeros de estudio y amigos de la infancia que, por diversos motivos, se perdieron de mi brújula existencial en determinadas etapas de nuestras vidas. La red me los ha presentado en sus lugares de residencia, nostálgicos unos y satisfechos otros. Dicen que una fotografía vale por mil palabras, y es cierto.
A Feisbuk le debo, además, conocer por imágenes las ciudades más populosas del planeta, algunas de sus personalidades más relevantes y regiones remotas de extraordinaria belleza. No me sonroja reconocerme adicto a mi plataforma. Todos los días la visito varias veces y la reviso, aunque me ocurra casi siempre como al que abre su nevera una y otra vez a sabiendas de que no encontrará nada dentro.
Soy su deudor, además, por permitirme que mis amigos asistan mediante las imágenes al desarrollo de mis hijas y a sus resultados académicos; a la historia pasada y presente de su terruño; a la actualidad gráfica de cualquier detalle que me parezca interesante… Todo sin imponerles criterios estéticos ni políticos. La fotografía, además de congelar para la posteridad un instante de la vida, tiene también carácter aglutinador.
En fin, el fenómeno Feisbuk gana cada día nuevos adeptos. Esta grafía, por cierto, no constituye un disparate. A fuer de usarse como se pronuncia, el nombre de la red potenció su alcance lingüístico hasta perfiles insospechados. Hoy es factible acceder a sus dominios a través de un enlace que la incluye: www.feisbuk.es. No dudaría que la severa Real Academia de la Lengua le extienda alfombra de bienvenida.
Mientras tanto, me preparo para subir a la red social una nueva fotografía de mis hijas, ahora disfrutando a su manera de sus vacaciones escolares. Antes les pediré permiso para hacerlo. El incidente con Beatriz me enseñó a respetarles ese derecho.
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