Allá
por los años 60 del siglo pasado, los manatienses disfrutábamos cada
año de un acontecimiento lleno de colorido, expectación y carisma: el
circo. ¡Ah, cuánto nos divertían sus presentaciones! Los niños, en
especial, celebrábamos su llegada con desmesuradas muestras de alegría.
¿Cómo no hacerlo en un batey azucarero donde nunca ocurría nada
extraordinario? Por cierto, su arribo jamás nos tomaba por sorpresa. En
efecto, unos días antes, sus representantes recorrían el pueblo para
promocionar sus presentaciones. ¿Cómo? Pues por medio de unos pasquines
de papel que traían impreso el nombre del circo y sus números más
populares. Los pegaban con engrudo en los postes del alumbrado para que
la gente los viera. ¡Conservo uno entre mis papeles de la época! Un par
de días después, el circo hacía efectiva su presencia con un desfile
por las calles del pueblo, en el que participaban tanto los artistas con
sus vestimentas como los animales (debidamente enjaulados, desde
luego). Recuerdo los nombres de algunos de aquellos circos que nos
visitaban: Santos y Artigas, Llerandi, Pubillones, Montalvo... ¿Cuál era
el mejor? No sabría decirlo. Pero todos traían algo especial. Los
circos escogían diferentes lugares para levantar sus carpas de lona,
armadas en récord de tiempo por los popularísimos tarugos. Los más
frecuentes eran el patio del Centro Escolar Orlando Canals y la cancha
del estadio de fútbol. Tan pronto se instalaban, los muchachos íbamos a
merodear por sus inmediaciones con la esperanza de ver de cerca de los
elefantes y a los monos. O, mejor aún, de admirar en ropa ligera a
algunas de las bellísimas modelos que solían acompañarlos. La noche de
la función casi estallábamos de tanto gozo. Nuestros padres sacaban
desde bien temprano las papeletas y allá íbamos temprano a tomar
asiento, lo mismo en las lunetas junto a la pista que en el llamado
gallinero, rebosante de pueblo. Luego todo era comernos con los ojos los
números que incendiaban nuestra fantasía. Los payasos figuraban entre
los artistas más carismáticos, sin menospreciar a los trapecistas, con
aquellos saltos espectaculares que nos hacían temblar de miedo ante una
posible caída. También el traga fuegos, los contorsionistas, los
malabaristas, los magos, los animales amaestrados, en fin... Había
circos que incluían en sus elencos a cantantes de moda, que se ganaban
unos pesos adicionales interpretando canciones, ahora no recuerdo si a
capela o con grabaciones. Recuerdo, en especial, a un cantante casi
olvidado, llamado Kino Morán. ¡Ni siquiera las discotecas del ayer lo
tienen en cuenta! Los circos no solían pasarse mucho tiempo en las
localidades que visitaban. A lo sumo, un par de días. Durante esas dos
jornadas –sus funciones eran de alrededor de una hora y media- no se
revelaba en la localidad suceso de mayor connotación. La última noche
nos llenaba de tristeza, pues, al salir el último espectador de la
carpa, los tarugos desmontaban la enorme lona, la cargaban en sus
camiones, tranquilizaban a los animales, tomaban carretera y... ¡hasta
el próximo año! El sitio quedaba con la huella de su presentación en
forma de cucuruchos de maní vacíos, palitos de algodón de azúcar y
papelitos de caramelos. Y nosotros retornábamos a casa cargados de
tristeza, porque sabíamos que no tendríamos más circo hasta el año
venidero.
Y VAMOS PA´L 65
-
Diciembre nos acaba de poner en el carril de los 65.
Seis décadas y media de Revolución.
Seis décadas y media de aciertos y de tropiezos, pero sin ...
Hace 2 años
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