Uno de los motivos por los que me siento orgulloso de pertenecer a mi generación manatiense es por el hábito de lectura que adquirimos desde pequeños buena parte de sus miembros. ¡Qué manera de leer! Lo hacíamos con una voracidad desenfrenada, como si en ello nos fuera la vida. Y a toda hora y en cualquier sitio. Que me desmientan Corpas, César y Bernal, si es que consiguen hacerlo.
Por entonces, las bibliotecas escolares contaban con títulos acordes a nuestra edad de estudiantes de la enseñanza primaria: Simbad el Marino, Leyendas Mexicanas, Corazón, Tom Sawyer, Moby Dick, Colmillo Blanco, El llamado de la selva... Ya en la secundaria básica descubrimos a Julio Verne, Oliverio Twist, Alejandro Dumas, Agatha Crhistie, Edarg Allan Poe y Emilio Salgari, por solo citar algunos.
No pretendo consignar la relación completa de nuestros favoritismos literarios de la época, en la que debo incluir a Emile Zola, Honoré de Balzac, Víctor Hugo, Frank Kafka, Albert Camus y Fiodor Dostoiewsky. También a García Márquez, Vargas Llosa, Pérez Galdós, Horacio Quiroga, Guy de Maupassant, Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Isabel Allende y Mario Benedetti.
Esta vez solo quiero referirme a un tipo singular de lectura, muy popular en aquellos tiempos de pantalones cortos y pelado «a la malanguita»: las novelitas vaqueras. Eran, sí, seudo literatura. Pero nadie me negará que entretenían bastante y que pocos chicos de nuestras edades con inquietudes lectivas se sustraían a la tentación de zambullirse entre sus hojas con olor a pólvora.
Se trataba de unos volúmenes tan pequeños que cabían en un bolsillo del pantalón. Tenían portadas a todo color y sus tramas se desarrollaban en el lejano oeste norteamericano. Sus protagonistas solían ser tipos duros, que, por defender a los pobres y a los indios, desafiaban con balaceras de colt y de winchester al sheriff de pueblo y a los dueños de los ranchos.
En Manatí las novelitas vaqueras usadas circulaban por centenares. Las traía en un gran baúl desde Victoria de Las Tunas un trabajador que llegaba cada año al batey para hacer la zafra azucarera. Este hombre tenía un cuarto en un barracón, y hasta allá íbamos por las tardes los muchachos para alquilarles un par al precio de 20 centavos per cápita. Luego las intercambiábamos. Así leíamos más con menos. Antes, las firmábamos en una de sus páginas, para evitar que tiempo después nos las propusiera como «nuevas».
Las novelitas vaqueras las escribían autores de diferentes nacionalidades. entre ellos mexicanos, colombianos, venezolanos y españoles. Los más productivos y carismáticos de todos eran Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y Keith Luger. Algunos tenían más vuelo literario que otros. Pero todos, sin excepción, hilvanaban sus argumentos de manera muy similar.
Mi buen padre era enemigo jurado de aquellas «obritas» simplonas, que siempre tenían el mismo final, donde el bueno, inexorablemente, le ganaba la partida al malo, lo mismo en la calle que en el saloom. «Eso no enseña nada, lee otra cosa mejor», me decía. Pero, como los hijos se parecen más a su época que a sus padres, yo no le hacía el menor caso. Entonces él, comprensivo, me alquilaba varias y le decía a mi madre que me las entregara.
Coincido en que las novelitas vaqueras aportaban poco desde el punto de vista cultural. ¡Pero cuánto incendiaron nuestra fantasía de adolescentes!
Coincido en que las novelitas vaqueras aportaban poco desde el punto de vista cultural. ¡Pero cuánto incendiaron nuestra fantasía de adolescentes!
2 comentarios:
Por acá en México, cuando chamacos, lectura (o pseudolectura) que nos las hacíamos obligada eran Kalimán, Águila Solitaria, Batú, Chanoc, y otras que escapan a mi memoria, leyendas que tenían la misma esencia de las novelitas que describes. Igual, las alquilábamos cuando el dinerito escaseaba en el bolsillo. Pero no lo digo yo sino los actuales tiempos, crecimos un poco más sanos en la mente, y con ese ánimo de leer y leer. Un saludo desde Cosoleacaque, Veracruz (México).
Que bien
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