domingo, 21 de mayo de 2023

CHINOS EN CUBA


  Entre todos los emigrantes que durante más de un siglo se han establecido en territorio  cubano, los chinos figuran entre los que más le han aportado a la identidad nacional.Los estudiosos afirman que losprimeros arribaron al puerto habanero en 1847 en la fragata Oquendo. En los 100 años siguientes llegaron un total de 132 000. Por cada 10 que desembarcaron, uno falleció en la travesía.
Nuestra cultura popular tuvo en los parsimoniosos recién llegados una fuente de inspiración. Jaranero contumaz, el criollo buscó siempre la forma de tomarles el pelo. En efecto, carentes de la picardía y de la agudeza que les sobra a los nacidos en la isla caribeña, los asiáticos resultaron un blanco fácil para las bromas desde sus oficios de verduleros, sastres, lavanderos y domésticos. 

Así, buena parte del repertorio de refranes de la calle los tiene a ellos por auténticos protagonistas.Tal vez no exista en Cuba un refrán tan popular como este: «¡a ese no lo salva ni el médico chino!» Significa que para el enfermo todo está perdido. Dicen que, en efecto, hubo por acá un médico llamado Cham Bom Biam cuyos aciertos lo hicieron famoso, pues remediaba padecimientos que habían sido considerados incurables por otros colegas suyos.

Otro aforismo que no pierde vigor se relaciona con quienes andan de tropiezo en tropiezo en materia de mala fortuna. Todavía lo escucho por ahí a cada rato. «¿Así que se te volvió a perder la billetera con los documentos? Oye, despójate, que traes un chino atrás». Nadie ha podido establecer el origen de esta frase de pésimos augurios. 

Las preguntas difíciles crean situaciones embarazosas. Los cubanos esquivamos sus acometidas con una elegante verónica. Imagínese que alguien lo inquiera acerca de la cantidad de bicicletas que hay en el archipiélago. «Oiga, compadre, usted me la ha puesto en China», le responderá. Aquí, obviamente, China funciona como sinónimo de lejanía.Algunos utilizan la expresión «me quedé en China» cuando no logran entender las esencias de un problema o de un fenómeno. 

Para el enunciado «lo engañaron como a un chino» hay una explicación: las promesas que les hacían a los cantoneses que deseaban emigrar a Cuba, y que luego de llegar, confirmaban que todo había sido una mentira.

Hay más de la presencia china en nuestra cotidianidad. La salsa china y los frijolitos chinos acompañan el menú criollo hace mucho tiempo. El mentol chino, dentro de su cajita roja, nos sacó de muchos apuros. La dama china, los palitos chinos y las sombras chinescas distrajeron el aburrimiento en alguna etapa de la vida. La corneta china llamó a arrollar detrás de una conga. Y al que más o al que menos la mamá o la tía lo entretuvieron en la niñez con aquella canción que decía «un chino cayó en un pozo…». 

Pero el principal aporte asiático a nuestra historia está inscrito en un monumento ubicado en Línea y L, en la capital cubana. Tiene inscrita una frase de Gonzalo de Quesada que reconoce su rol en nuestras guerras independentistas del siglo XIX. Dice: «nunca hubo un chino cubano traidor, nunca hubo un chino cubano desertor».

Leer más...

domingo, 13 de febrero de 2022

Epitafios: la lírica de los sepulcros

Los epitafios son esos textos breves que los parientes de los difuntos -por iniciativa propia o por encargo expreso de ellos- escriben sobre sus lápidas. Los hay de la más variopinta naturaleza: poéticos, abstractos, humorísticos, nostálgicos, refraneros, literarios… Tienen su génesis en el antiguo Egipto, donde primó una cultura eminentemente necrófila. La mayoría rinde honor a sus propietarios.Epitafios que han trascendido más allá de sus mausoleos existen muchos y diversos. Cada camposanto exhibe en sus predios una generosa muestra. Abundan los que se atribuyen a hombres de letras famosos. Como regla, reproducen en síntesis la filosofía que alentó en vida a sus autores. William Skakespeare (1564-1616), el gran dramaturgo inglés, está sepultado en la iglesia de su pueblo natal. Sobre su tumba yace tendida una figura suya en mármol, con una pluma de escritor en la mano derecha. Su epitafio –afirman que dictado por él- es toda una súplica y una advertencia. Dice así: «Buen amigo, por Jesús, abstente de cavar el polvo aquí encerrado. Bendito sea el hombre que respete estas piedras y maldito el que remueva mis huesos». El comediante francés Jean-Baptiste Poquelín (Moliere), muerto en 1673 y enterrado en la necrópolis parisina Pere-Lachaise (donde reposan los restos mortales de muchos ilustres) hace gala en su cripta de un epitafio que alguien rasgueó con refinada ironía para ponderar sus dotes. Lean: «Aquí yace Moliere, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien». Un texto póstumo memorable está esculpido en el sepulcro del también francés Donatien Alphonse François de Sade, conocido por su título de Marqués de Sade (1740-1814): «Si no viví más, fue porque no me dio tiempo», afirma. Sus novelas, llenas de crueldad, originaron en 1884 el término sadismo, aceptado por la Real Academia de la Lengua. Otros renombrados autores transfirieron a la posteridad su último deseo. Como el español Miguel de Unamuno (1864-1936). Su epitafio es un contrasentido: «Solo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo». El del escritor francés Francoise Rabelais (1994-1553) implora: «Por favor, que bajen el telón, la farsa ha terminado».
En 1823, el poeta inglés Lord Byron (1788-1824) se vio atrapado por una tormenta. Llegó a casa abrasado en fiebre. Las pócimas no obraron y entró en coma. Recobró la lucidez solo para decir: «Me voy a dormir. Buenas noches».Antes de fallecer, Byron lamentó la muerte de su fiel perro Botswain. Afligido, mandó a escribir sobre la losa del animal: «Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios». ¿Cuánta gente merecería un epitafio así? Aquí les propongo esta perla del novelista norteamericano Truman Capote. Expresa así sobre su propia tumba el excelso autor de la famosa novela-reportaje A sangre fría: «Truman Capote lamenta profundamente su desaparición física».CINEASTAS, ARTISTAS, MÚSICOS…
Entre los mitos del cine desaparecidos, los epitafios proliferan. El mármol de la actriz alemana Marlene Dietrich (1901-1992) tiene grabado uno singular: «Estoy aquí, en el último escalón de mi vida». Marylín Monroe (1926-1962), otra diva del celuloide, fue tajante en el suyo: «Mi viaje termina aquí», atestó la glamorosa rubia de la pantalla.El inglés Alfred Hitchcock (1899-1980), rey del suspense, fue leal a su personalidad, y mandó a que escribieran sobre su tumba: «Esto es lo que le pasa a los chicos malos». Y Orson Welles (1915-1985), actor y director norteamericano, hizo gala de una altísima autoestima: «No es que yo fuera superior: los demás eran inferiores». Su colega Buster Keaton (1865-1966) fue más pragmático y seco: «The End». El epitafio del actor cómico mexicano Mario Moreno (1911-1993) no podía redactarse de otra manera sino con una cantinflada de las suyas. «Parece que se ha ido, pero no se ha ido», asegura el texto lapidario encima de su panteón. Entre los músicos, el epitafio en la bóveda del compositor alemán Johann Sebastián Bach (1685-1750) deviene doble sentido: «Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga», bromea post morten el artífice de ese procedimiento musical.El cantante norteamericano Frank Sinatra (1915-1998) tiene en su sepulcro, además de un paquete de cigarrillos Camel y una botella de whisky marca Jack Daniels, un epitafio extraído de una canción suya: «Lo mejor está por venir».POLÍTICOS, MILITARES, CIENTÍFICOS… Winston Churchill (1874-1965), ex Primer Ministro inglés, hizo época por la reconocida ingeniosidad de sus frases. Reservó una para que la colocaran como su epitafio encima de su sepultura londinense: «Estoy dispuesto a encontrarme con mi Creador. Ahora, si mi Creador está preparado para la gran prueba de reunirse conmigo, es otra cuestión». Otro grande, Alejandro Magno, rey de Macedonia desde 336 a. C. hasta su muerte en 356 a. C., también quiso perpetuar sobre la losa su último pensamiento. Su voraz apetito de poder quedó tallado en esta frase póstuma: «Una tumba es suficiente para quien el Universo no bastara». Benjamín Franklin (1706-1790) fue un político, científico e inventor norteamericano. Está considerado como uno de los padres fundadores de Estados Unidos. La autoría de su epitafio se le suele endilgar a un amigo, que lo glosó así: «Arrebató el rayo a los cielos y el cetro a los reyes».>ÚLTIMAS PALABRAS
Las grandes personalidades suelen enfrentar su encontronazo con la muerte como cualquier hijo de vecino: expectantes, sarcásticos, temerosos, irascibles, afligidos, resignados… Aquí va una galería, a través de sus últimas palabras.
Emily Bronte (1818-1848), novelista inglesa, murió de tuberculosis. Reacia a ser consultada por los médicos, ante la tenebrosa cercanía de la parca cambió de idea: «Si llamáis al doctor, ahora sí que estoy dispuesta a verle». Otro que enfermó de resfriado fue el filósofo alemán Karl Marx (1818-1883). El mal devino pleuresía. Casi al expirar, una criada le preguntó si tenía algo que decir. Respondió, airado: «¡Vamos, fuera! ¡Las últimas palabras son para estúpidos que todavía no han hablado lo suficiente!».>Como su obra, la frase postrera de Michel de Notre Dame, el célebre Nostradamus (1503-1566), resultó premonitoria. Cuando su mayordomo le preguntó que si se verían al día siguiente, dijo: «Mañana ya no estaré aquí». Y así ocurrió.
Edgar Alan Poe (1809-1849, autor norteamericano de novelas policíacas, padeció de alcoholismo. El 3 de octubre de 1849 lo hallaron en una callejuela de Baltimore en lamentable estado. Lo llevaron a la fuerza al hospital. Sus últimas palabras fueron: «¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!».
A Fernando Pessoa (1888-1935), figura emblemática de la lírica portuguesa, lo privó de la capacidad de hablar una crisis hepática derivada de su desenfrenada adicción al alcohol. Así que sus últimas palabras las garrapateó en un trozo de papel: «No sé qué me depara el mañana».
El norteamericano Henry Ford (1863-1947), famoso fabricante de automóviles, expresó poco antes de su deceso: «Esta noche voy a dormir bien». Pablo Picasso (1881-1973), el gran pintor malagueño, quiso darle a su inminente muerte visos de alegría: «Brinden a mi salud», dijo la víspera.
EPITAFIOS DIVERTIDOS
Algunos epitafios célebres toman distancia de la formalidad y recurren al humor. Como asegura un autor, «reír siempre ha sido un antídoto temporal contra la muerte». De manera que abundan los divertidos. En tal cuerda, Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), escritor español, ordenó poner sobre su tumba: «Si queréis los mayores elogios, moríos».
Dos íconos norteamericanos del humor, Mark Twain (1835-1910) y Groucho Mark (1890-1977), no podían hacer mutis de la vida sin epitafios que honraran su vis. Encima de la tumba de Twain –empedernido consumidor de tabacos- aparece consignado: «¡Al fin dejé de fumar!». Mientras que Groucho, en la suya, ofrece una «disculpa» a tono con su proverbial caballerosidad: «Señora, perdone que no me levante».
Entre los epitafios jocosos figuran los que se dedican cónyuges mal llevados. Una muestra en un osario mexicano: «A mi marido, fallecido después de un año de matrimonio. Su esposa, con profundo agradecimiento». Y esta otra, grabada en una suntuosa lápida en el camposanto de Salamanca, España, para un padre difunto: «Con el amor de todos tus hijos, menos de Ricardo, que no dio nada». Y el de un yerno a la madre de su esposa peruana: «Aquí descansa mi suegra, si hubiera vivido otro año más, yo ocuparía su lugar».
En un cementerio de Bogotá, Colombia, hay un epitafio que hace sonreír: Consta en la lápida un hombre que, según reseña un sitio web, llegó a pesar 140 kilogramos. Dice la nota mortuoria: «Por fin me quedé en los huesos». Y este en un camposanto de Minnesota, Estados Unidos: «Fallecido por la voluntad de Dios y con la ayuda de un médico inepto».
Los epitafios son como las cartas de presentación de los difuntos. Sus textos ponen el desnudo mundos interiores, aspiraciones frustradas, expectativas satisfechas, amores imposibles, resignaciones de último minuto… En los camposantos tienen ellos su hábitat natural. Porque, como dijo el poeta, «el cementerio es un aeropuerto de almas».

Leer más...

LAS TUNAS TUVO SU CAÑONAZO DE LAS NUEVE

La otrora Victoria de Las Tunas tuvo también su cañonazo de las nueve. El suyo no tenía el mismo propósito ni la misma connotación de la célebre descarga habanera, que a esa hora de la noche, desde la fortificación de San Carlos de la Cabaña, advertía a sus moradores el cierre de las murallas de la Villa de San Cristóbal de La Habana en tiempos de la colonia y que hoy mantiene viva la añeja tradición. No, el estampido de nuestro cañoncito –porque eso era, ¡un minúsculo cañoncito!- apenas se escuchaba en el centro de la ciudad, no le turbaba el sueño a nadie y sus pretensiones eran mucho más modestas. La diminuta pieza de artillería disparaba cartuchos y era de la marca Winchester Marked WRA Co., fabricada a principios del siglo pasado. Tenía un cañón de hierro de apenas 30 centímetros de longitud y 20 de alto, montado sobre dos ruedas. Estaba emplazada en el vestíbulo del cine-teatro Cucalambé, que desde ¿1914? hasta 1935 exhibió películas y presentó espectáculos en la calle Lucas Ortiz, esquina a Francisco Vega, justamente donde hoy se encuentra la unidad La Cadena. La instalación tenía capacidad para alrededor de 200 espectadores, y su mecenas y propietario era el emigrante asturiano don Tomás Oscoz, de grata recordación en los anales históricos de la ciudad. Cada noche, segundos antes de que los relojes marcaran las nueve, el propio Oscoz cargaba la diminuta pieza y efectuaba un disparo al aire. Su sonido era el aviso de que las puertas del teatro quedaban cerradas hasta tanto no concluyera el primer acto del espectáculo puesto en escena. Percibir la seca y efímera explosión se convirtió en un detalle pintoresco del ambiente nocturno citadino. El recordado actor tunero Alfonso Silvestre (1926-1997), quien durante buena parte de su carrera profesional se mantuvo estrechamente vinculado al panorama cultural de la ciudad, solía referirse en sus tertulias a aquel cañoncito de tantas remembranzas. En 1935, don Tomás Oscoz emprendió un nuevo negocio y dio por concluido el ciclo del cine-teatro Cucalambé. Su local se convirtió en el bar-restaurante del hotel Estrella de Cuba, demolido unos años después. La familia del emprendedor español le regaló el cañoncito a Silvestre, quien lo aceptó de buen grado. Antes de morir, lo donó para su conservación al Museo Provincial, donde todavía se exhibe, para beneplácito de los tuneros.

Leer más...

martes, 11 de enero de 2022

Juegos infantiles

Todos los fines de semana, desde bien temprano en la mañana, mi antiguo barrio manatiense se llenaba de alboroto y de niños prestos a enrolarse en los más disímiles juegos. ¡Cuántos recuerdos me traen aquellos años! Sin ánimo de comparar, creo que los muchachos de entonces nos sabíamos divertir mejor que los de ahora. Claro, nada hubiera sido igual si hubiéramos tenido teléfonos móviles y redes sociales. Pero no, por esa fecha eso no era ni siquiera ciencia ficción. Fíjense que en mi cuadra había solamente un teléfono (de aquellos de manigueta), y estaba subutilizado, pues, sencillamente, nadie tenía a quién llamar. En fin, fue lo que nos tocó, y advierto que no me quejo. Les hablaba de los juegos infantiles de mi época, la mayoría de los cuales parece haberse esfumado del repertorio recreativo de los chicos de hoy. Uno de los más populares eran las bolas (¿alguien sabe si todavía se comercializan?). Se jugaban en dos o tres sitios al mismo tiempo, y tenían variantes, como la de los huequitos, en los que algunos eran consumados especialistas. Varios de los «bolistas» de mi barrio estaban «fuera de liga», tanto por su asombrosa puntería como por su fuerza en las uñas. Con sus «mechos» (así se les decía a las bolas ofensivas) podían impactar a los rivales a cuatro o cinco metros de distancia, y en ocasiones hasta hacerlos pedacitos. ¿Ustedes recuerdan eso, Juan Peña (Guámpara), Luis Whitehorne (Güicho Pensá) y Manuel Fernández (Manolo)? Lo criticable de las bolas era cuando alguno de los participantes gritaba a todo pulmón «¡virolla!». Era la puñalada trapera a la que recurrían para recuperar las bolas perdidas en el juego. Tan pronto se dejaba escuchar la palabreja, había que lanzarse de bruces sobre la «olla» (un círculo trazado sobre la tierra, dentro del cual se colocaban las bolas en disputa) a intentar agarrar como fuera todas las que se pusieran al alcance de las manos ¡No pocas veces aquello terminaba en riña tumultuaria! Los trompos tenían también muchos simpatizantes. A la mayoría de nosotros nos los mandaban a hacer nuestros padres en la carpintería del ingenio. Eran de madera dura y los había chiquitos y grandes (trompetas). Todos usaban una punta metálica, con la cual se intentaba, lance tras lance, partir por el medio a los trompos contrarios, puestos a la defensiva en el suelo. Se hacían bailar con ayuda de una pita (un tipo de cordel), y más de una vez fui testigo de cómo algunos se zafaban e iban a estrellarse en la cabeza de un espectador desprevenido. Los buenos bailadores de trompos devenían también artistas, pues eran capaces de elevarlos para luego hacerlos aterrizar sobre la palma de una mano sin que dejaran de girar. Y las cometas..., ¿qué decir de las cometas? En la temporada correspondiente, el cielo de Manatí se engalanaba con su presencia grácil y multicolor. En mi cuadra vivía el negro Rolando (luego célebre limpiabotas), todo un artífice a la hora de fabricarlas. Hacía chivos, coroneles, cajones, secantes... Las empinaba allí mismo, frente a su casa, para beneplácito de los niños. También en el estadio o en el área deportiva del Centro Escolar Orlando Canals. Nunca logré saber de dónde sacaba Rolando tanto papel bonito ni tanta imaginación para armar aquellas maravillas aladas. Algunos «cometeros» traviesos solían colocar cuchillas de afeitar en el extremo de los rabos de sus cometas, a los que hacían evolucionar en las alturas con el propósito de picar el hilo de sus adversarias y se fueran a bolina. ¡Cosas de muchachos! Las cometas (en Manatí nunca las llamamos papalotes), por cierto, tenían un pariente pobre llamado «chiringa», que se fabricaba con un trozo de papel y se empinaba con hilo de coser. Mucha gente todavía la recuerda. Como no necesitaban áreas abiertas, se empinaban en plena calle, y no era raro que se enredaran en los cables eléctricos. ¡Una irresponsabilidad que solo el paso de los años nos hace reconocer! Si algo marca la infancia con caracteres imborrables son los juegos. Algunos podrían recuperarse para el disfrute de los niños de hoy. Me atrevo a asegurar que ellos lo agradecerían. Aunque, pensándolo bien, no estoy tan seguro.

Leer más...

viernes, 20 de agosto de 2021

Nelva Rosario, medio siglo después

El primero de septiembre de 1971 abrió sus puertas en la otrora Victoria de Las Tunas el llamado bachillerato. Previo a ese suceso, los alumnos que vencían la secundaria básica debían matricular en centros de otras provincias para poder continuar estudios. Una precisión: antes de 1959 existían en la ciudad dos colegios privados con franquicias para formar bachilleres. Las clases corrían a cargo de profesores locales. Al finalizar cada ciclo, los muchachos —pocos, y todos provenientes de familias acomodadas— debían viajar a Holguín, en cuya sede académica se les sometía a exámenes. 
Fue el comandante Faure Chomón Mediavilla, primer secretario del Partido en el por entonces territorio Tunas-Puerto Padre, quien le dio calor a la idea de poner a funcionar un instituto preuniversitario. «Aquí no hay personal docente preparado para eso», objetaron los detractores de la idea. Y él, decidido, les replicó: «Lo hay. Y si no aparece, tomamos la tiza nosotros».
Gilberto Ávila, a la sazón educador del Comité Territorial del Partido, tuvo que discutir con las autoridades de Educación de la provincia de Oriente, negadas a la apertura del centro. Alegaban que, según las normas, un pre debía abrir con 240 alumnos, y el previsto para Las Tunas apenas llegaba a 90. Tampoco había presupuesto asignado. Finalmente, autorizaron. 
Nelva Rosario Peña, educadora que dedicó 37 años a la enseñanza, conoce a fondo el proyecto, porque estuvo entre las primeras personas que lo acogieron y valoraron. A ella le correspondió no solamente fundar, sino también dirigir a lo largo de toda una década la encomienda, que abriría para el territorio de Las Tunas prometedoras perspectivas de desarrollo. 
«La idea comenzó en agosto de 1971 —recuerda—. Estábamos aún de vacaciones cuando un grupo de profesores de diferentes escuelas y asignaturas fuimos citados a la Dirección Territorial de Educación. ¿Razones? Conocer nuestra disposición para integrar el claustro de un instituto preuniversitario que se pensaba abrir. A pesar de que ninguno había impartido clases en esa enseñanza, todos dijimos que sí. El primero de de septiembre comenzamos el curso. Solo con onceno grado, pues cuando aquello la secundaria era hasta el décimo y el preuniversitario hasta el decimotercero. Trabajábamos en lo que es hoy el Museo Provincial. Además de los de la ciudad, teníamos alumnos de Puerto Padre, Jesús Menéndez, Amancio, Jobabo, Manatí… Estaban en calidad de becados en la secundaria Jesús Suárez Gayol. Una guagua los llevaba y los traía a cada sesión de clases. 
«El día inaugural, el subdirector de Educación me llamó y me dijo: “Nelva, prepárate, que vas a ser la subdirectora docente”. Imagínese, ¡y yo sin experiencia en la enseñanza! Como el director nombrado nunca asumió el cargo, alterné la subdirección con la dirección, hasta que me nombraron directora dos o tres meses después». 
Nelva habla de que por esa época apenas tenía 30 años de edad. Su claustro era también joven. Como su pre carecía de nombre, hicieron una consulta entre los estudiantes y les presentaron varias opciones de figuras relevantes de la historia nacional y local. Ellos optaron por el nombre de Luis Urquiza Jorge, joven revolucionario muerto en un accidente. «Estrechamos la relación de la escuela con la familia del mártir —asegura—. Sus miembros participaban con nosotros en actividades. Incluso Carlos Tamayo, destacado alumno de aquel grupo, montaba cada año exposiciones con prendas de vestir y objetos personales de Luis Urquiza Jorge que la misma familia del muchacho nos facilitó. El alumnado conocía en detalle su biografía. La organización estudiantil desempeñó un importante rol. Se insertó en nuestros proyectos y ayudó a concretarlos. Recuerdo que el primer presidente de la FEEM del pre fue Rafael Hernández Hidalgo, hoy directivo de ETECSA. Estuvo con nosotros durante tres cursos y siempre fue reelegido. Se agenció el primer expediente de su grupo». 
La primera graduación se efectuó en el Teatro Tunas, en 1974. Para entonces ya el centro contaba con estudiantes de otros grados. «La explosión de matrícula fue tal que el antiguo Ayuntamiento nos quedó pequeño. Así que nos autorizaron a utilizar la parte posterior del edificio, donde hoy radica la Dirección Provincial de Cultura. Pero ni así resolvimos el problema. Decidimos que los estudiantes del decimotercer grado recibieran sus clases de noche. Para entonces había disminuido la cantidad de becados, pues se había fundado el preuniversitario Alejo Tomás, en Puerto Padre. 
«Por entonces la dirección del Partido se planteó constituir una filial universitaria capaz de formar profesionales. Se decidió entregar para ese propósito nuestro local del antiguo Ayuntamiento. Así, nos trasladamos para la secundaria básica Jesús Suárez Gayol. Allí estuvimos dos cursos. Las condiciones no eran las mejores. ¡Y de nuevo la mudanza!». Esta vez el preuniversitario fue a parar, con su claustro, archivos, equipamiento y alumnos, a las instalaciones donde funciona actualmente el Politécnico de Economía, próximas al estadio Ángel López. Tenía mejores condiciones. Pero la filial universitaria no paraba de crecer… ¡y necesitaba también aquel local! 
«Un día Faure me dijo que en la ciudad se estaban construyendo dos secundarias —recuerda Nelva—. Me animó a que visitara los locales y me decidiera por uno para que fuera nuestro pre en el próximo curso. Junto a otros compañeros, visité primero la de Buena Vista, que es ahora la ESBU Carlos Baliño. Pero no me entusiasmó. Fui a la otra, donde está hoy el IPVCE Luis Urquiza Jorge, y quedé fascinada. “¡Es esta!”, exclamé. El lugar me encantó desde la primera ojeada, como ocurre con los amores a primera vista. Estaba en lo alto y, como suelo ser muy soñadora, me imaginé la escuela con una escalinata y los estudiantes subiendo como en la Universidad de La Habana. Hice algunas sugerencias constructivas y me las aceptaron. Además, su ubicación a la entrada de la ciudad favorecía mucho el urbanismo de la zona. Así fue como nació el actual IPVCE Luis Urquiza Jorge. 
«Vivo orgullosa de aquella etapa, a la que dediqué diez años —dice—. Fue la mejor de mi vida profesional. Con un claustro competente en lo académico. Pero también exigente en la creación de valores en los educandos, como puntualidad, patriotismo, honestidad, disciplina, colectivismo… En aquel primer curso nadie cobró un centavo. Lo trabajamos de forma voluntaria. El germen de la enseñanza preuniversitaria tunera fue aquel inolvidable grupo de profesores y alumnos». 
Añade que el colectivo estudiantil del Luis Urquiza Jorge resultó siempre un paradigma de participación en actividades diversas. Tenían grupos musicales, elencos de teatro, equipos deportivos… Tomaban parte en festivales, movilizaciones y actos con un frenesí desbordante. Y en cuanto al rendimiento, sus resultados eran de primer nivel. Tenían fama de estar bien preparados. 
«Cada año los directores de pre teníamos una reunión con los rectores de las universidades. Ellos siempre nos decían que los egresados del Urquiza nunca tenían problemas. Incluso algunos muchachos llegaron a impartir clases a sus compañeros —acota—. Como Carlos Tamayo, monitor de Español y Literatura. Cuando enfermó el profesor Barciela, antiguo docente de una de las academias privadas, quien trabajó con nosotros, Carlos iba en sesión contraria a ver al convaleciente para recibir sus orientaciones y que nadie quedara sin recibir la docencia. «En el cuidado de la propiedad social no tenían rivales —atestigua—. Al preuniversitario llegaban los inspectores nacionales y me preguntaban que si el mobiliario escolar era nuevo. Les decía que no. Se admiraban de no encontrar un rayón ni un escrito en los pupitres. Teníamos un trabajo muy serio en eso. El cumplimiento del reglamento era estricto. ¡Yo hasta bajé falsos de faldas muy cortas y mandé a rectificar pelados mal hechos! Ellos ahora lo agradecen. 
«Recuerdo la actividad que hicieron los alumnos de aquel primer curso cuando el preuniversitario cumplió 30 años de fundado —prosigue—. Vinieron de todas partes de Cuba. Incluso, hasta algunos radicados en el exterior. Pernoctaron en las casas de sus compañeros y financiaron de sus bolsillos los encuentros. Fue en la sede de la Asociación de Economistas. Se abrazaban, se contaban historias, brindaban… Y en eso comenzó a caer un aguacero. ¿Y qué crees que hicieron? ¡Pues bailar bajo la lluvia, contentos y felices! Hembras y varones, hermanados como en los mejores tiempos del pre. Me regalaron un libro firmado por todos con esta dedicatoria: "Para nuestra directora de siempre"».
Nelva revisa un folio de mensajes electrónicos recibidos de diversas partes. Son de ex alumnos del pre que ella acunó e hizo crecer. De pronto me pregunta. «¿Me publicarías un breve texto dirigido a ellos y a quienes me acompañaron?». Le digo que sí. Y entonces me dicta: «Mis afectos a los ex alumnos del Instituto Preuniversitario Luis Urquiza Jorge. Siempre he sentido el orgullo de haber participado en la formación de sus vidas. De igual forma, mi agradecimiento a los docentes y trabajadores que me acompañaron durante aquellos diez años en que laboramos juntos. Les aseguro que nunca los olvidaré».
Los tuneros tampoco te olvidan, Nelva.

Leer más...
 
CUBA JUAN © 2010 Realizado por Diseño de Blogs