sábado, 27 de octubre de 2007

Aquella visita de Jorge Negrete

Tal vez muchos de los cubanos contemporáneos de Jorge Negrete desconozcan que este gran cantante y actor mexicano nacido en Guanajuato el 30 de noviembre de 1911, abrazó la carrera militar antes de consagrarse a sus corridos, boleros y rancheras que le franquearon luego el camino de la fama.
En efecto, Jorge Alberto Negrete Moreno -su nombre completo- vistió de uniforme en su juventud, quizás por herencia familiar, en tanto fue el segundo hijo del coronel David Negrete Fernández, y descendiente, además, de ilustres hombres de armas que ocupan un importante lugar en la historia contemnporánea de México: por la vía paterna, del General Miguel Negrete, quien enfrentó a los franceses en la batalla del 5 de Mayo de l862; y por vía materna, del General Pedro María Anaya, defensor del convento de Churubusco durante la invasión norteamericana al país azteca, el 20 de Agosto de l847.
Por si fuera poco, y tomando como referencia su frondoso árbol genealógico, casi todos sus biógrafos aseguran que los orígenes del apellido Negrete se remontan a una tribu de tez morena clara cuyos miembros pelearon a favor de la Corona española con tal lealtad y valentía que el mismísimo Rey Carlos V decidió armarlos caballeros y los apodó, afectuosamente, «Los Negretes».
Pues bien, en tiempos en que el carismático artista vestía uniforme, gorra y polainas con grados de subteniente, hubo de recorrer parte del territorio cubano. En uno de sus movimientos por el interior de la isla, el tren en el cual viajaba hizo escala por un par de horas en la otrora ciudad de Victoria de Las Tunas, poco más de 700 kilómetros al este de La Habana. Elia Marchán, una tunera con una memoria a prueba de almanaques, recuerda como si fuera hoy lo ocurrido aquel día, y, gentilmente, lo reseña de esta manera:
«Para matar el aburrimiento que le produciría sin dudas la espera, Negrete decidió estirar las piernas por los alrededores –precisa-. Y, casi sin saberlo, se dirigió hacia el cuartel de la Guardia Rural, situado por entonces en la calle Lucas Ortiz, entre Villalón y Avenida Dos de Diciembre, no lejos de la terminal ferroviaria de la ciudad.
“Antes de llegar al recinto militar, divisó en las proximidades un pequeño establecimiento donde expendían, entre otras cosas, bebidas alcohólicas. Era el negocio que la familia Perea Torres tenía donde hoy se encuentra la funeraria provincial. Negrete se detuvo allí a tomarse una copa. Estaba a punto de apurar el trago, pagar y seguir rumbo a su destino cuando escuchó a alguien tocar el piano desde el interior de la casa-vivienda».
-¿Quién toca tan bien ahí dentro? –preguntó, admirado.
Y la joven del mostrador le respondió enseguida:
-Se trata de mi hermana Teté, señor.
Negrete solicitó permiso para pasar a verla y, ya ante la muchacha, se presentó formalmente. La noticia de que Jorge Negrete en persona estaba en la casa de los Perea Torres corrió como reguero de pólvora por todo el vecindario. Y, como ya era muy popular en Cuba por su talento artístico y su calidad interpretativa, en cuestión de minutos el inmueble se abarrotó de admiradores. A solicitud de ellos, cantó una de sus más conocidas rancheras acompañado al piano por la sorprendida y halagada Teté. Luego apuró otra copa de ron, se despidió, saludó a los presentes y se marchó.
En ese preciso momento, otra de las hermanas Perea Torres llamada Margot, se acordó del vaso todavía sin fregar donde había bebido su trago de ron Bacardí el popularísimo intérprete de Allá en el rancho grande y de ¡Ay, Jalisco, no te rajes! A falta de fotografías que perpetuaran el momento, quiso tener un recuerdo de tan memorable visita, por lo cual tomó el recipiente de cristal, lo introdujo en un nylon de calcetines Casino, le ató la boca con una cinta de falla y lo guardó en una gaveta para la posteridad. Elia Marchán da fe de que la última vez que vio a Margot viva, hace alrededor de una década, todavía conservaba en su poder el envoltorio.
Jorge Negrete falleció de cirrosis hepática el 5 de diciembre del año 1953 en Los Ángeles, Estados Unidos. El día en que se produjo su muerte hubo duelo nacional en México y se guardaron cinco minutos de silencio en todos los cines del país. Sus restos mortales fueron esperados en el populoso aeropuerto de la capital azteca por más de 10 mil personas. Los tuneros lo recordaremos siempre no solo por lo que el Charro de Oro fue artísticamente, sino también por aquella breve estancia suya en casa de las Perea Torres.

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miércoles, 24 de octubre de 2007

En mulo hasta La Estrella Polar

La primera cabalgata en mulo de mi vida la hice a través de las montañas de la intensamente fría región guatemalteca de Nebaj, mientras daba cobertura periodística al trabajo de los médicos cubanos en la hermosa y hospitalaria república centroamericana. Conocía por referencias que los animales de su especie son tercos a más no poder y cascarrabias cual vejetes solterones. Algo sabía también acerca de su linaje híbrido, fruto de los amoríos carnales entre un burro y una yegua. Pero montarlos, lo que se dice ponerme a horcajadas sobre el lomo de uno de ellos y ponerlo luego al galope, jamás. No pienso hacerlo por segunda vez, por cierto.
El mayor trance antes de iniciar la marcha fue treparme a la montura. ¿Motivo? Sencillo: al animal no le dio la gana de permitírmelo. Cuando calculó que iba a poner el pie en el estribo, comenzó a girar y a girar y a girar... Tuvo que acudir un indígena y sujetarlo de la brida para que el muy bellaco interrumpiera su alegoría de rechazo. Solo entonces conseguí subir y acomodarme en lo alto de la silla, no sin antes agarrarme con fuerza de su crin.
Tan pronto don Lulo, alcalde de Nebaj, ordenó ponernos en camino con rumbo a una aldea indígena llamada La Estrella Polar, cometí el error del jinete principiante: le clavé las espuelas en los flancos al animal. ¡Fue el acabóse! Aquella bestia comenzó a patear y a encabritarse como un demonio al punto de que fue a dar casi al borde del abismo. «¡Sujétate, sujétate fuerte...!», me gritó, asustado, don Baudilio, el otro miembro de la comitiva. Por supuesto que lo hice con todas mis energías. Así y todo, faltó poco para que la bestia me lanzara por los aires. Afortunadamente, la cosa no pasó de ahí.
Al restablecerse la calma, todos reímos a mandíbula batiente. Pero, por si acaso, me quité las espuelas y las guardé en la mochila. No tenía intenciones de repetirle el agravio al noble bruto. Además, para evitar casualidades, esta vez mi único «acelerador» fue un leve chasquido bucal: «puch, puch, puch..» Al escucharlo, el cuadrúpedo reemprendió sin objeciones la marcha y olvidó sus malas pulgas. Poco después, la naturaleza chapina se desplegó ante nosotros en toda su exuberancia, belleza y esplendor. Guatemala es una nación sumamente favorecida en ese sentido por la Providencia.
Al rato de andar por entre la selva, me percaté de algo: a los mulos no se les pueden imponer itinerarios. Su tozudez carece de sentido común. El mío ignoraba ofensivamente mis tirones de riendas, y tomaba siempre por donde le dictaban sus caprichos. «Déjalo, que él sabe», me indicó don Lulo. Seguí sus consejos, aunque no sin pasar más de un sofocón. Como el de aquel barranco, cará. Resultó ese uno de los momentos tensos de todo el recorrido. Por instante pensé que nos despeñaríamos. «¡Apóyate fuerte en los estribos!», chilló don Baudilio, al darse cuenta de las intenciones del animal de lanzarse del peñasco. Cuando vine a darme cuenta, ya estábamos en el aire. «Nos matamos», me persigné durante el descenso. Pero no hubo ni siquiera un descalabro. Periodista y cabalgadura aterrizaron sin contratiempos... metro y medio más abajo.
Trotamos un buen rato en fila india por senderos rodeados de precipicios. Don Lulo me contó que los trillos datan de tiempos muy remotos, y que, originalmente, fueron trazados... ¡por mulos! En efecto, los indígenas procedían a soltarlos desde lo alto de las montañas, y los animales, con su congénito instinto para buscar los sitios de más fácil acceso, iban configurando lo que luego devendría derrotero público. A esa altura del diálogo, a mi mulo le dio por defecar. No sé de qué manera su cola se enredó con las heces que iban en caída y, de un abanicazo, envió —irrespetuoso— un fétido pegote hasta el rostro del alcalde de Nebaj, que iba detrás de mí en la columna. Todos reímos a carcajadas... menos don Lulo.
Un par de horas después llegamos a la aldea de Chel, de la etnia ixil. A sus pies se desliza un río de amplio caudal y repleto de piedras enormes, sobre las cuales las mujeres indígenas lavan sus cortes y se bañan semidesnudas. Sorprendimos a don Baudilio mirándolas a hurtadillas. «¡Don Baudiliooooo...!», lo recriminó pícaramente su compadre don Lulo. Y el chapín, sorprendido in fraganti, enrojeció hasta la médula en medio de nuestras risas.
Mientras, por nuestro lado, pasaban cual sombras grupos de ixiles cargados de bultos de leña, canastas de mimbre, bandejas con tortillas y sacos de maíz con destino al mercado. Mis guías propusieron echar pie a tierra por unos minutos, cosa que agradecí sobremanera, pues, de tanto cabalgar, ya comenzaba a dolerme el sitio donde la espalda pierde su noble nombre.
Me desmonté sin problemas junto a una de las tiendas del poblado indígena. «El mulo no se ha portado mal, después de todo», le comenté a mis acompañantes, al tiempo que me disponía a amarrarlo a un poste cercano. Perdí una magnifica oportunidad para haberme quedado callado, porque, casi en ese mismo momento, el muy hijo de yegua —lo es estrictamente, ¿no?— me lanzó un mordisco que por poco me arranca el dedo meñique de la mano derecha. No satisfecho con eso, dio media vuelta y me dedicó una andanada de coces con una y otra patas. Por fortuna, se fue en blanco en su intento de venganza y no pudo hacer diana en mi anatomía. Don Lulo dobló una cuerda y le dio tal paliza al díscolo animal que lo hizo entrar en cintura. Fue una cura de caballo —digo, de mulo—, porque no volvió a fastidiar durante el resto del trayecto.
Me falta espacio para reseñar todas las peripecias de las seis horas de cabalgata. Subimos cuestas, sorteamos laderas, desbrozamos selva, topamos con serpientes y divisamos un puma. Mi bestia continuó tomando por el camino que mejor le pareció. Yo la dejé en paz y le permití sin ofuscarme sus malcriadeces. Al vencer un promontorio, don Lulo me indicó: «mira, aquello que se ve allá es La Estrella Polar». Una hora después me fundía en un abrazo con dos médicos cubanos allí destacados. «¿Cómo te fue en el mulo?», me preguntaron. Y yo, recordando un singular medio de transporte colectivo utilizado en Cuba al que, por su forma exterior, el pueblo lo llama jocosamente así: camello, respondí: «Mal, muy mal. Si tengo que escoger, me quedo con el camello». Y ambos, divertidísimos, rubricaron mi punto de vista.

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sábado, 20 de octubre de 2007

Palestina en el corazón

Transcurría el año 1927 cuando a Abder Rahman Mahmus Shehadek alguien le hizo en su natal Palestina -a la sazón ocupada por los colonialistas ingleses- la siguiente propuesta: «¡vámonos para América!».Trotamundo por naturaleza, bohemio por vocación, la idea de un viaje tan sugerente y atractivo no le resultó en lo absoluto extravagante. De manera que semanas después, en compañía de un grupo de compatriotas, se hizo a la mar desde un punto del litoral mediterráneo. Luego de azarosas jornadas navegando a todo trapo, su barco lanzó escalerillas sobre un espigón de la rada habanera. Había llegado a Cuba, nación que, sin imaginarlo todavía el joven árabe, iba a convertirse, con el tiempo, en su patria adoptiva.
Pero Abder Rahman Mahmus Shehadek era una retahíla de nombres y apellidos demasiado complicada para la noble pronunciación de un hispanohablante. Así que, a poco de poner los pies sobre la capital de la Perla del Caribe, Abder permutó para el castizo Alberto, y Shehadek, por su parte, pasó a ser, simplemente, Chejada. Eso explica cómo este palestino venido al mundo en la cisjordana comarca de Beil-Nuba, que había paseado sus ínfulas cosmopolitas por Turquía, Egipto, Marruecos, Inglaterra, Francia y Venezuela, se convirtió, de pronto en Alberto Chejada.
«A La Habana llegué de 22 años de edad –recuerda con no cierta dificultad en su domicilio de Las Tunas el hijo del Levante, ahora con 95 almanaques sobre la espalda-. Una ciudad muy bonita y llena de gente. Desde que pisé tierra comencé a moverme por la zona de los grandes almacenes del puerto, pues lo mío fue siempre el comercio y esas cosas. Luego me fui para San Juan y Martínez, en Pinar del Río. Allá me casé y tuve hijos. Me mantuve 20 años por aquella zona, hasta 1947. Pero el palestino es como es. Y cierto día...»
Empacó el equipaje y regresó a Palestina. Según él, «con el propósito de quedarse». Pero su hijo Alberto asegura que, realmente, no estuvo mucho tiempo por allá. «Tal vez fueron unos cuatro o cinco años», dice. Le había picado el bichito del trópico. Se había enamorado de su canícula. Así que no anduvo por las ramas cuando decidió retornar a América. En un inicio, se estableció en la morocha Venezuela, donde intentó montar un negocio particular. Pero -¡ay!-, las autoridades migratorias de allá le negaron la residencia. Optó por volver a la hospitalaria y multiétnica Cuba. Y entonces otra vez los almacenes, y el comercio, y los recorridos... En 1954 llegó a Victoria de Las Tunas.
«Aquí en Tunas conocí a mi actual esposa –rememora en un arranque de lucidez y todavía arrastrando el rrrrrrrrrr de los árabes-. Luego de un tiempo de noviazgo, nos casamos. Tuvimos a Fátima y a Alberto, nuestros dos hijos. ¿Lo de Fátima? Es por una virgen que se llama así allá en Palestina. Por cierto, ese tapiz que usted ve ahí en la pared lo traje de mi país. Retrata el nacimiento del niño Jesús. También conservo este turbante blanco que me he puesto para complacerlo a usted. Son recuerdos de la patria, ¿sabe?»
Por unos instantes, queda sumido en el silencio. Se sumerge en el mar de sus reflexiones hasta quién sabe qué profundidades. Está absorto, pensativo, como ensimismado tal vez en alguna visión de su heroico y abnegado pueblo. Su hijo Alberto hace algunas precisiones: «A lo mejor ahora mismo tiene la mente puesta en Palestina –conjetura-. Papi siempre la tiene presente. Durante muchos años se ha mantenido actualizado de lo que sucede en su tierra . Tanto que, hasta hace poco, no se perdía un noticiero de la onda corta sobre temas del Medio Oriente.» Y su hija Fátima: «Sufrió muchísimo la Guerra del Golfo Pérsico y el ensañamiento contra Irak –apunta-. Ah, y su ídolo es el líder de la OLP Yasser Arafat. ¡Siempre lo está mencionando! Desde pequeña fui testigo de su devoción por la causa palestina. Si, los musulmanes son muy fieles.»
«Sí, yo soy musulmán –confirma enérgicamente el viejo Chejada al tiempo que emerge de sus cavilaciones-. ¡Musulmán de toda la vida! Y mi enemigo es Israel, que nos ha quitado gran parte de nuestro territorio. Pero a los israelíes les vamos a ganar la guerra. ¡Se la vamos a ganar! Los palestinos somos bravos y lucharemos hasta tener nuestra propia patria. »
Durante la jornada conversamos sobre variados temas. Por ejemplo, de su insistencia en conservar sus tradiciones, tales como la de comer quippi -una mezcla de carne de carnero con trigo- y la de consumir muchos vegetales. Eso sí, nada de carne de cerdo, prohibida por el Islam. Hablamos, además, de las visitas que le hacen algunos de los palestinos que pasan por Las Tunas, de cómo crió a sus hijos, de la añoranza por la patria...
«Papi se jubiló a los 80 años –interviene de nuevo su hijo Alberto, mientras distribuye tacitas con café-. Fue dependiente en las tiendas de aquí de la ciudad. Nunca dejó de laborar con el Estado. Le dieron la medalla Fernando Chenard por más de 25 años en el sector del Comercio. Es una persona muy seria y un excelente padre de familia. Le faltan cinco años para llegar a la centena, pero se mantiene físicamente bien. Claro, la mente no es la de antes.»
Desde que abandona el lecho hasta que se retira a descansar, el viejo Chejada maldice y oprobia a los israelíes «que quieren dejarnos sin patria.» Es su Intifada personal contra los agresores de su pueblo. La conferencia de solidaridad con Palestina recién celebrada en la capital es una muestra de cómo los cubanos estamos de parte suya. ¡En cuerpo y alma, Abder Rahman Mahmus Shehadek! ¡En cualquier circunstancia, Alberto Chejada!

Nota: Esta entrevista fue realizada el miércoles 6 de junio del año 2001. Dos días después, Alberto Chejada murió como consecuencia de un ataque cardíaco. Sirva este trabajo para rendirle homenaje a todos los que, como él, le han hecho aportes a la nacionalidad cubana a pesar de haber nacido en otras tierras.

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viernes, 19 de octubre de 2007

Del caballito al caballete

Cuando la caravana de la vuelta ciclística a Cuba cruzaba como una exhalación de colores por la avenida próxima a su casa, la mirada infantil de Marcial Flores dejaba escapar a los pedalistas para fugarse –fascinada- tras las motos patrulleras. «¡Ahhh, cuánto me gustaría montarme en una!», decía para sí el niño santiaguero.
Sus simpatías por estas apuestas máquinas de dos ruedas no eran, por cierto, amor a primera vista. Su hermano mayor, miembro del MININT, tenía amigos entre los populares caballitos. Algunos solían visitarlo en su hogar, y ahí Marcial se daba gusto con las manos y con los ojos delante de aquellos equipos Guzzi de la época que tanto admiraba.
De entonces acá, 30 calendarios agotaron sus hojas. En el ínterin, Marcial se radicó en Nuevitas, matriculó en un curso básico de la Policía Nacional Revolucionaria y, obsesivo con sus preferencias, optó por la especialidad de tránsito. En 1995, la tradición tunera en el motocross lo sedujo. Así, un mañana hizo las maletas, cogió carretera y... «aquí estoy, como uno más entre ustedes», dice.
-Marcial, a quienes ejercen tu profesión se les conoce en la calle con el nombre de caballitos, ¿es así como se les debe llamar?
-Las denominaciones oficiales son ciclista de tránsito y agente motorizado. Sin embargo, no me molesta en lo absoluto que me llamen caballito. No tiene nada de ofensivo ni de irrespetuoso. Algunos nos identifican también como «los caballeros de la vía», quizás por la elegancia de nuestros uniformes y el porte de nuestros vehículos. Pero eso es secundario. Lo principal es garantizar orden y disciplina en la vía, y, en especial, aplicar con rigor los artículos de la Ley 60 o Código de Vialidad de Tránsito. Así contribuimos a educar a los conductores y a prevenir accidentes. Es un trabajo donde la ética, el ejemplo, la autoridad, la decencia, el respeto y la justicia son esenciales. Por eso tiene tanto prestigio nuestra institución.
-¿Alguna vez has tenido que arreglártelas de manera atípica para resolver un caso? Quizás tengas una anécdota...
-Cierto domingo estoy patrullando cerca del municipio de Majibacoa cuando, de pronto, escucho por la radio de la moto que el conductor de un jeep marca Susuki se ha dado a la fuga en un tramo de la carretera Holguín-Las Tunas. Recibo la orden de colaborar para interceptarlo y, al rato, lo ubico a la altura del poblado de Arroyo El Muerto. Salgo en su persecución con las precauciones de rigor. El prófugo, ansioso por escapar, abandona la vía, dobla a toda velocidad por un terraplén y se mete por El Mijial, Piedra Hueca, El Roble y otros asentamientos rurales. Pero con tan mala suerte que el carro se le atasca en un pantano. Entonces, al verse atrapado, se baja y echa a correr hacia un cañaveral. Yo me tiro también de mi Yamaha y me monto en un caballo que andaba por allí. Luego de casi un par de horas de galopar tras él entre los plantones, el fugitivo desiste de la huída y entonces lo detengo. Aquello fue cosa de película. ¡Del caballito al caballo! Así es en ocasiones nuestro trabajo.
-Sí, fuiste del caballito al caballo, aunque me han dicho que también vas del caballito al caballete, porque eres caricaturista...
-Me encantan las artes plásticas. Adquirí la afición en mi niñez, cuando trataba de reproducir sobre un papel los dibujos que hacía mi madre costurera y los diseños de muebles de papá en la carpintería. Cuando en la escuela dejaba de interesarme una clase, sacaba una hoja y me ponía a pintar cualquier cosa. Lo de las caricaturas vino luego. Les hice a casi todas mis maestras, a mis vecinos, a mis parientes y hasta al bodeguero de la esquina. Y se las regalaba para que las tuvieran de recuerdo. Tal vez algunos de ellos las conserven todavía. ¡Era mi hobby, junto con las motos! Al parecer no lo hacía muy mal, porque me alentaban con frecuencia para que estudiara pintura. En aquella época de primaria y secundaria llegué a participar en varios concursos de dibujo a diferentes niveles. Pero fue aquí, en Las Tunas, cuando comencé a tomarme en serio lo de las caricaturas.
-Háblame de esa etapa de tu carrera como diletante, ¿cuáles fueron las motivaciones y en qué temas te inspiraste?
-Yo me había alejado del dibujo. Hasta que una tarde las musas me obsequiaron un filón para el retorno: acababa de establecerse el uso de cascos protectores para los motoristas, y, como aún no se comercializaban en grandes cantidades, aparecieron diversos modelos: de constructor, de pelotero, de ciclista, de bombero y hasta de vikingo. Dije para mí: «Esto merece caricaturizarse». Fue tal la motivación que en una semana dejé listas 10 obras. Cargué con ellas para la galería-taller, se las mostré a los expertos...¡y las aceptaron! Así monté mi primera exposición, titulada Humor de tránsito. Después vino otra sobre la campaña contra el aedes aegypti, en la Oficina del Historiador de la Ciudad. Una tercera en la Casa de la Prensa abordó el cacareado Plan Busch contra Cuba. Y algunas más. La que dediqué al bloqueo fue solicitada por las provincias de Granma y Holguín para mostrarlas en sus instituciones. A todas las considero más reflexivas que humorísticas. Aunque, para ser franco, lo mismo le saco partido a una canción de Fabré que a una telenovela brasileña.
-¿Aprecias algún antagonismo entre tu profesión de policía y tu afición a la caricatura? ¿Qué dicen los conductores de eso?
-Ser caricaturista no le crea conflictos al policía que soy, porque quienes están al tanto de esa faceta mía saben cuánta importancia le doy a mi trabajo. La responsabilidad no excluye las simpatías por el arte. Además, sé cómo proceder en cada circunstancia. Los choferes conocen muy bien mi manera de actuar. A veces, una charla causa mejor efecto que una multa. Por cierto, con varios tengo amistad y algunos hasta asisten a mis exposiciones. En una oportunidad un conductor al que estaba notificando me dijo: «Oiga, agente, ahora sé por qué usted escribe tan rápido las multas. No digo yo..., ¡con la mano que tiene para dibujar!» Tuve que reírme. Otra vez un camionero paró su vehículo y me preguntó desde la ventanilla: «Permítame, ¿usted es el que hace los muñequitos de la galería?». Le dije que sí con la cabeza. Y él: «Ahhh, ya sabía yo...» Y prosiguió la marcha.
-¿Cómo acogen tus compañeros en general y tus jefes en particular esta faceta artística tuya tan inusual en tu profesión?
-Con mucho entusiasmo. Recuerdo un mediodía en el comedor de la Jefatura. El teniente coronel César –amigo de las bromas- vino hasta mí para proponerme en secreto que les hiciera caricaturas a algunos compañeros con motivo de sus cumpleaños. Me pidió guardar absoluta discreción, pues de otro modo no funcionaría la sorpresa. Como la idea me pareció simpática, acepté. Pero el gran compromiso estaba por llegar: En el grupo de los caricaturizables figuraba... ¡el coronel Benítez, segundo jefe del MININT en la provincia! Enseguida pensé, receloso «Bueno, ¿y si no le ve la gracia a la broma y se pone bravo conmigo? Porque la soga revienta siempre por el lado más débil. ¿Y si lo toma como una falta de respeto de mi parte?» Le planteé a César mis preocupaciones. Y él: «No, chico, no, tú verás que no pasa nada, te lo garantizo...» ¿Y qué iba a hacer yo? ¡Jugármela! Me mostró varias fotos del coronel en la pantalla de la computadora. Seleccioné la que más me convenía y, a partir de la imagen, hice con sumo cuidado la caricatura. El día del cumpleaños, atrajeron al coronel con no sé qué pretexto hasta el sitio donde la habían colocado. Para mi tranquilidad, le gustó, se emocionó y hasta me felicitó.
-¿Te encuentras afiliado a alguna organización relacionada con las artes plásticas o trabajas tu obra de manera independiente?
-Debo reconocer que tengo muchísimo que aprender en materia de pintura, pues carezco de formación académica. Así que, a instancias de un artista plástico local, me sumé a un proyecto muy interesante llamado Perspectiva. Lo integran por lo general, campesinos, obreros, profesores, jubilados, amas de casa... También hay algunos profesionales. Nos reunimos periódicamente y lo mismo organizamos una exposición en una cerca de alambres que en un barrio periférico de la ciudad. Se hacen miniaturas, caricaturas, poesía, artesanía... En cada encuentro con el grupo incorporo conocimientos nuevos. Ahora trabajo con cartulina, lápices de colores, lapiceros, centropenes... Pero, sobre todo, con muchos deseos de hacer las cosas bien. Tengo varios planes rondándome en la cabeza. Cuando disponga del tiempo suficiente, quisiera ponerlos en práctica. Son ideas que se me ocurren. A veces, en la vía, apreso algunas en un papelito.
-Para terminar, ¿te ha ocurrido algo curioso que implique tu doble condición de policía y de caricaturista?
-Voy con otra anécdota. Una tarde me presenté vestido de policía en la oficina del Historiador de la Ciudad con el propósito de coordinar allí una exposición de caricaturas. Por entonces no tenía el gusto de conocer en persona al licenciado Víctor Marrero, el historiador. Pregunté por él y me lo fueron a buscar al fondo del local. Le dijeron: «Víctor, allá afuera hay un policía del tránsito que te anda buscando». Cuando lo tuve ante mí, lo saludé y le dije muy serio: «Vengo por lo del casco». Se puso pálido, preocupado tal vez porque yo le recriminara haber manejado en algún momento sin casco el pequeño ciclomotor que tiene asignado. Pero le aclaré enseguida: «No, Víctor, por el casco protector no. Vengo por el asunto del casco histórico de la ciudad. Para que usted, que sabe tanto sobre ese tema, me explique algunas cosas.» Y los dos nos morimos de la risa.

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domingo, 14 de octubre de 2007

El caballero de... Las Tunas

Cuando nuestra ciudad se despereza entre la neblina del amanecer, Alberto Álvarez Jaramillo –El Comandante- sale a la calle a reencontrarse con lo cotidiano. Gasta pantalón y camisa verdeolivos, charreteras militares y boina carmesí. Anda sin destino fijo, inmerso en sus propias cavilaciones, igual dirigiéndose a un auditorio imaginario que adoptando sofisticada pose de tribuno. El Comandante es un remedo de Quijote provinciano, de Caballero de París fantasioso y tranquilo.
Su edad no es fácil de establecer, pues desde hace muchos años parece como detenido en el tiempo. Se le puede suponer tal vez un poco más de la media rueda, aunque es muy posible que rebase ya los 60. Tampoco se puede calcular la cantidad y la naturaleza de los objetos de todo tipo que almacena en los bolsillos, y que van desde «documentos secretos» hasta pedazos de madera y mochos de lápices recogidos en plena vía.
Presume de su «alta jerarquía» castrense y no admite ambigüedades con sus galones. Si no se le quiere ver airado, que nadie lo trate de capitán o de teniente: ¡Co-man-dan-te! Y cuando escuchen su silbato herir el silencio del mediodía, presten atención, porque será casi seguro el preludio de una de sus parrafadas llenas de fantasiosa sabiduría.
Un familiar de El Comandante me contó una vez que nuestro hombre fue en sus buenos tiempos un joven dispuesto, emprendedor y amigo de hacer el bien a sus semejantes. Pero un medicamento mal administrado le perturbó las entendederas en cuestión de pocos meses y desde entonces recorre incansablemente las calles de Las Tunas vestido de militar, reminiscencia tal vez de su breve paso por la vida de uniforme.
Sin embargo, y a pesar de sus limitaciones mentales, El Comandante es muy capaz de mantener con cualquiera una conversación coherente y fluida. Lo he visto en el parque Vicente García disertar sobre temas del pasado o de la actualidad, ante el asombro de sus interlocutores. Y si de dignidad se trata, él la tiene por arrobas. Nunca pide limosnas ni pernocta fuera de casa. Tampoco acepta chucherías ni refrigerios en su itinerario citadino.
Y otra cosa: la ciudadanía lo respeta y lo acepta como a uno más. Aunque si alguien pretendiera tomarle el pelo, él le subiría la parada, de eso no quepan dudas. Puede montar en cólera ante las burlas de los guasones, que nuca faltan, y ¡ay si alguno de ellos se le acerca! Más de uno ha tenido que sufrir en su propia anatomía el precio del agravio.
Alberto Álvarez Jaramillo, El Comandante, tal vez no sepa que él es un personaje de las calles tuneras. Un símbolo legítimo que improvisa pies forzados, respeta a los niños, detesta a los delincuentes, viste de limpio, saluda a la bandera y ama a su tierra. Y ahora usted dígame, ¿se le puede pedir mayor cordura a un hombre?

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