domingo, 11 de agosto de 2019

El último traguito

Por estos días festejo mis primeros 26 años como licenciado en Periodismo. Fue en junio de 1993 cuando defendí mi tesis en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba. Es curioso, pero escribirla no me resultó tan complicado como conformarla. El Período Especial apretaba el cinto, y conseguir hasta un alfiler devenía una odisea. 
Por entonces, el acceso a una computadora o a una impresora era tan difícil como viajar a la Luna. Así, tuve que resignarme a teclear mi texto en una vieja máquina de escribir. Adquirir las hojas fue un ejercicio de persistencia. Y hallar quién me hiciera la carátula, una pesquisa digna de Sherlock Holmes. 
Varios días antes de la presentación, mi tutor revisó por última vez mis folios y dio su conformidad. «¡Listo!», dijo. Empero, yo no lo estaba por completo, pues aún tenía pendiente un detalle extra-académico también importante: garantizar «algo» espirituoso y fuerte para brindar después de la discusión. Porque, ¿alguien concibe finalizar una carrera universitaria sin celebrarlo con un cañangazo? Pero -¡ay!-, en aquel contexto, dar con un litro de ron al alcance de mi billetera era una misión muy peliaguda. 
En busca de un modesto litro de cualquier mejunje que contuviera alcohol, me aparecí en la casa de un amigo la tarde antes de la discusión. Luego del saludo, lo puse al tanto de mi trance y le rogué que, por favor, hiciera algo por mi causa y me gestionara por ahí aunque fuera un «sábado corto» de aguardiente barato. «Quiero tener algo para brindarle a la gente, tú sabes cómo es eso…», argumenté. Y él, sarcástico y pícaro, añadió: «Y para brindarte a ti mismo, que te conozco muy bien». En fin... 
Me invitó a sentarme y le pidió a su mujer que me hiciera café. «Vengo rápido, así que no te impacientes», aseguró. Y con la misma ganó la calle. Al rato regresó con una mochila de cuyo interior sacó... ¡dos botellas de ron Santiago! Madre mía, ¡el más popular de la época y el favorito de los dipsómanos! Nunca supe dónde las obtuvo (no lo pregunté) y –¡vaya alegría!- se negó a cobrármelas. «Especial para los amigos», dijo cuando me las dio. Y la frase me hizo recordar cierta película cubana. 
Después de mi efusiva gratitud, y como él no iba a estar presente en mi discusión, le propuse (quizás por pena) descorchar una botella y celebrar con un traguito –¡uno solo!- el providencial hallazgo etílico. Pensé que mi amigo rehusaría de plano. Pero, para mi sorpresa (y para mi inquietud), aceptó. «Solo uno, ¿eh?, que son para la tesis», remaché. Asintió con la cabeza. Y, acto seguido, buscó dos copas y las llenó hasta los bordes. 
«¡Por los cinco puntos que te darán mañana en la discusión!», brindó, copa en alto. Yo lo secundé. Estaba colocándole el tapón a la botella y me preparaba para marcharme cuando mi amigo, abruptamente, se interesó por conocer el tema de mi tesis. Con mi explicación a medias, advertí que las copas estaban vacías. Me pareció una mezquindad no rellenarlas. «Hermano, un trago más y ya», avisé. Repetimos el ritual del brindis. Y entonces él, conocedor de mi fanatismo por el fútbol, decidió provocarme. 
«¡Qué Messi ni Messi! Maradona es el mejor jugador de la historia», afirmó, tajante, al tiempo que le echaba mano a la indefensa Santiago y vertía de su contenido en las dos copas. No hice nada por evitarlo, pero me alarmé. «Hermano, afloja», reiteré sin mucha convicción y ya con algún mareo. Bebimos. Como discrepaba de su criterio, le refuté: «¡No, el mejor es Messi! Y con mucha ventaja!». Polemizamos un rato y nos servimos dos veces más, ya sin que yo opusiera demasiada resistencia. 
Entre copa y copa, mi amigo me repetía gangosamente: «hermano… hip… ¡mañana vas a sacar 5…! hip… ¿Tú me estás oyendo? hip… No te preocupes… hip… ¡Vas a sacar 5, que yo lo sé, compadre! hip… ¡Te lo digo yo que vas a sacar 5…! hip… Oye, atiende para acá, ¡vas a sacar 5…! hip…». Finalmente, y a pesar de la cantinela de que «ni una copa más», terminamos por bebernos todo el contenido de la botella completa. 
Animado por los tragos, propuse descorchar la segunda botella. Pero, para mi fortuna, la mujer de mi amigo salió de la cocina y me espetó, enérgica: «Usted no va a abrir nada. Arranque ahora mismo para la Universidad, que mañana tiene la discusión de su tesis». Y casi me puso de patitas en la calle. Para entonces a mi amigo se le había enredado tanto la lengua que no entendí ni media palabra de lo que me dijo a guisa de despedida. 
Recuerdo que agarré por el cuello la botella de Santiago sobreviviente, lo introduje en mi mochila y tomé rumbo a la Universidad, no muy distante de allí. Una ducha fría y unas horas de sueño bastaron para que me recuperara y amaneciera «entero». Entré a discutir la tesis sobre las 10 de la mañana. Minutos antes, y no sin recelo, le pedí a un periodista amigo que me cuidara la botella hasta que yo terminara mi exposición. 
«Compadre, cuídala como si fuera de oro. Es la única que tengo y quiero compartirla con ustedes cuando termine», casi le imploré. ¡Craso error el mío! ¿Se le puede encargar a un lobo cuidar gallinas? Tan pronto entré a discutir mi ejercicio académico, la abrió, derramó en el suelo un poco de ron «para los santos» y el resto se lo bebió con mis compañeros de carrera que aguardaban por la calificación final en las inmediaciones. 
Culminada la discusión, me acerqué al grupo. Todos, eufóricos, vinieron hacia mí. «¡Felicidades!», exclamaron a coro. «Bueno, ahora a descorchar la Santiago», propuse, feliz. «Es que ya lo hicimos –admitió con fingida pena mi colega-.Celebramos por anticipado. Pero, para que veas que te tuvimos en cuenta, mira la botella: ¡dejamos para ti el último traguito!».
Y me la mostró con una migaja, una miseria, una vergüenza, un humilde, un miserable traguito de ron en el fondo.

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