domingo, 31 de enero de 2021

La carretera vieja

A pesar de las dificultades y los infortunios que se padecen hoy con el transporte terrestre para viajar entre Manatí y Tunas, nada se compara (¡ni remotamente!) con lo que se sufría en el mismo trayecto hasta hace poco más de 40 años. ¿Motivos? Por entonces aún no existía la carretera directa que enlaza a esos territorios (entró en servicios a inicios de los años 80 del siglo pasado), y que cruza por las cercanías de comunidades rurales otrora ignoradas por el pavimento, como Dumañuecos, La Guinea y el Cerro de Caisimú. Cierto es que por aquella época no escaseaba tanto el combustible como ahora, y que los precios del pasaje eran mucho más económicos. Pero solo una necesidad o un trámite impostergables eran capaces de decidir a alguien a desplazarse hasta la capital provincial por la tristemente célebre carretera vieja. Desconozco la fecha exacta en que fue construida, aunque imagino que haya sido en los tiempos en que comenzó a producir azúcar el desaparecido ingenio. Tiene una extensión de 42 insoportables y extenuantes kilómetros hasta su entronque con la Carretera Central (por la zona de Lebanón), a los cuales se les suman los únicos 16 kilómetros de sosiego con los que cuenta el itinerario hasta Tunas. Dudo que algún manatiense menor de 60 años haya utilizado ni siquiera una vez esa decrépita vía. Pero quienes superamos esa friolera (¡sin que nadie nos quite lo bailado!) bastante que lo hicimos cuando los horarios del ferrocarril no se ajustaban a nuestras urgencias. Los viajes los realizaban los transportes serranos, popularmente conocidos por el simpático sobrenombre de «guarandingas». Se trataba de camiones soviéticos como el de la foto, habilitados para acomodar -es un decir- a unas 25 personas sentadas y a cualquier cantidad apretujada en el pasillo y en la escalera. Los equipajes de los viajeros se amontonaban encima del techo. En ocasiones algunos se venían abajo por el traqueteo y sus propietarios solo se percataban de su falta al terminar el viaje. ¡Demasiado tarde! Por cierto, en el citado Entronque de Lebanon uno de estos vehículos fue colisionado por un tren procedente de La Habana el 20 de septiembre de 1965, con saldo de 22 muertos y numerosos heridos. Por entonces no existía el elevado ferroviario que luego de construyó allí. Pero sigo con la carretera vieja, la guarandinga y el recorrido Manatí-Tunas y Tunas-Manatí. La tormentosa permanencia a bordo duraba aproximadamente dos horas y media, tanto en una como en otra dirección. Y todo en medio de múltiples paradas, sorteo de cunetas, evasión de baches, roturas imprevistas e interminables baños de polvo. Y si San Pedro le daba por llegar, bueno… ¡llovía más en el interior que afuera! Así pasaba La Victoria, La Aita, Gratitud, Laura, La Vega, El Rincón, El 24, Villanueva y otras comunidades cuyos nombres ya no recuerdo. Solo la llegada a Tunas ofrecía el ansiado respiro. Pero solo por un rato, porque al atardecer, después de cumplida la diligencia, el viajero debía enfrentar y padecer los mismos tormentos en el viaje de retorno. La nueva carretera transformó el estado de cosas en beneficio público. La carretera vieja quedó ahí, ahora con categoría de intransitable terraplén o de casi guardarraya invadida por la vegetación, como testimonio de una época dejada atrás por los almanaques.


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domingo, 24 de enero de 2021

¡Llegó el circo!

Allá por los años 60 del siglo pasado, los manatienses disfrutábamos cada año de un acontecimiento lleno de colorido, expectación y carisma: el circo. ¡Ah, cuánto nos divertían sus presentaciones! Los niños, en especial, celebrábamos su llegada con desmesuradas muestras de alegría. ¿Cómo no hacerlo en un batey azucarero donde nunca ocurría nada extraordinario? Por cierto, su arribo jamás nos tomaba por sorpresa. En efecto, unos días antes, sus representantes recorrían el pueblo para promocionar sus presentaciones. ¿Cómo? Pues por medio de unos pasquines de papel que traían impreso el nombre del circo y sus números más populares. Los pegaban con engrudo en los postes del alumbrado para que la gente los viera. ¡Conservo uno entre mis papeles de la época! Un par de días después, el circo hacía efectiva su presencia con un desfile por las calles del pueblo, en el que participaban tanto los artistas con sus vestimentas como los animales (debidamente enjaulados, desde luego). Recuerdo los nombres de algunos de aquellos circos que nos visitaban: Santos y Artigas, Llerandi, Pubillones, Montalvo... ¿Cuál era el mejor? No sabría decirlo. Pero todos traían algo especial. Los circos escogían diferentes lugares para levantar sus carpas de lona, armadas en récord de tiempo por los popularísimos tarugos. Los más frecuentes eran el patio del Centro Escolar Orlando Canals y la cancha del estadio de fútbol. Tan pronto se instalaban, los muchachos íbamos a merodear por sus inmediaciones con la esperanza de ver de cerca de los elefantes y a los monos. O, mejor aún, de admirar en ropa ligera a algunas de las bellísimas modelos que solían acompañarlos. La noche de la función casi estallábamos de tanto gozo. Nuestros padres sacaban desde bien temprano las papeletas y allá íbamos temprano a tomar asiento, lo mismo en las lunetas junto a la pista que en el llamado gallinero, rebosante de pueblo. Luego todo era comernos con los ojos los números que incendiaban nuestra fantasía. Los payasos figuraban entre los artistas más carismáticos, sin menospreciar a los trapecistas, con aquellos saltos espectaculares que nos hacían temblar de miedo ante una posible caída. También el traga fuegos, los contorsionistas, los malabaristas, los magos, los animales amaestrados, en fin... Había circos que incluían en sus elencos a cantantes de moda, que se ganaban unos pesos adicionales interpretando canciones, ahora no recuerdo si a capela o con grabaciones. Recuerdo, en especial, a un cantante casi olvidado, llamado Kino Morán. ¡Ni siquiera las discotecas del ayer lo tienen en cuenta! Los circos no solían pasarse mucho tiempo en las localidades que visitaban. A lo sumo, un par de días. Durante esas dos jornadas –sus funciones eran de alrededor de una hora y media- no se revelaba en la localidad suceso de mayor connotación. La última noche nos llenaba de tristeza, pues, al salir el último espectador de la carpa, los tarugos desmontaban la enorme lona, la cargaban en sus camiones, tranquilizaban a los animales, tomaban carretera y... ¡hasta el próximo año! El sitio quedaba con la huella de su presentación en forma de cucuruchos de maní vacíos, palitos de algodón de azúcar y papelitos de caramelos. Y nosotros retornábamos a casa cargados de tristeza, porque sabíamos que no tendríamos más circo hasta el año venidero.

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lunes, 18 de enero de 2021

Las becas en el recuerdo

Las becas fueron para los estudiantes de mi generación una de esas experiencias que jamás se olvidan. Quienes nos acogimos a su severo régimen en aquellos tiempos—finales de los años 60 y toda la década de los 70— no teníamos otra opción al terminar la enseñanza secundaria, pues en Manatí no existían posibilidades de llegar más lejos: carecía de politécnicos y de preuniversitarios y ni hablar de facultades universitarias. En toda la provincia no había EIDE, vocacionales, centros de arte, tecnológicos… ¡ni escuelas-talleres! Entonces, los que estábamos dispuestos a continuar estudios «a como fuera», debíamos emigrar, y unos lo hacían para La Habana (preuniversitarios Carlos Marx, Manuel Bisbé y Arbelio Ramírez), otros para Santiago y los más para Holguín, en especial para el instituto Juan José Fornet. Además de lo que significaron en el orden académico, las becas fueron para nosotros una gran escuela existencial. En sus albergues aprendimos muchas cosas que en predios familiares jamás nos enseñaron, como lavar la ropa. Me enfrenté con esta tarea tan pronto me bequé en septiembre de 1971 nada menos que en Topes de Collantes, en lo alto de la Cordillera del Escambray. Mi amigo y hermano Humberto Vázquez y yo (ambos con solo 15 años de edad) habíamos solicitado plazas para estudiar Educación Física en La Habana. Y, sin previo aviso, nos cambiaron la seña (como se dice en pelota) y, en lugar de la capital, nos enviaron para aquellas montañas donde el frío casi nos calaba los huesos. Allá arriba me enfrenté por primera vez con la ropa sucia. Por entonces, los becados usábamos uniformes de caqui carmelitas (¿los recuerdan?), con una banda color chocolate en los bordes de las mangas. Había que lavarlos cada cierto tiempo, porque allí no teníamos a mamá para que lo hiciera por nosotros. Y los pases eran cada dos meses. De manera que, o lavábamos nosotros mismos, o elegíamos andar churrosos. Y —¡qué remedio!—, optamos por lo primero. Honestamente, el lavado de mis uniformes (entregaban dos) no me quitó jamás el sueño. Yo los empapaba bajo la llave, los enjabonaba un poco, los estregaba no mucho, los enjuagaba y finalmente, mojados y sin exprimir (para que no se estrujaran demasiado), los ponía a secar en perchas en el balcón de mi edificio. Como por entonces nadie llevaba a las becas una plancha eléctrica, la solución para que los pantalones quedaran más o menos estirados y con filo era acomodarlos entre el bastidor de cartón de la litera y la colchoneta. No quedaban perfectos, pero resolvíamos. En materia de porte y aspecto, nos pelábamos entre nosotros mismos, en ocasiones con un singular peine felizmente desaparecido al que llamaban barberito, que utilizaba dos cuchillas de afeitar y que, en manos de un improvisado, era capaz de llenarle la cabeza de cucarachas a cualquiera. Algo a lo que me tuve que adaptar a toda prisa fue a levantarme temprano. Dormilón incorregible en casa, en mi nuevo destino me vi obligado a dejar la cama a las seis de la mañana, tenderla bien para que no me reportaran en la inspección matutina, correr a la formación en la plaza y desayunar a toda velocidad, pues para eso el reglamento había establecido un tiempo brevísimo. Por cierto, la litera que me tocó era de tres pisos (¡jamás había visto una igual!), y la parte que me asignaron fue la más alta, a la que accedía por una escalerita situada en uno de sus laterales. ¡Todo era novedad! En materia gastronómica, los becados melindrosos tuvimos que aprender a comer de todo, so pena de morir de inanición. Recuerdo aquellos famosos Tres Mosqueteros –arroz, chícharo y pan- que signaban el menú cotidiano de las becas durante muchos años. Eso sí, cuando íbamos a la casa, nuestros padres nos pertrechaban de suministros de campaña, como azúcar, limones, turrones de coco, leche condensada hervida, paniqueques y cuanta cosa pudiera aplacarnos el hambre, todo bien guardado dentro de aquellas maletas de madera que se usaban (¡no había otras!) en la época. Las comunicaciones con nuestras familias eran solamente por cartas (demoraban casi un mes en llegarnos) o telegramas (casi siempre se perdían), pues no había teléfonos. Con el paso de los años, las becas se fueron haciendo menos rígidas y más permisivas. Los pases ya no eran tan espaciados ni el rigor tan severo. Francamente, conservo buenos recuerdos de mis años como becado, que no fueron pocos, pues luego de aquel debut lejos de casa en el Escambray, transité por otros escenarios, y de todos extraje enseñanzas. En las becas hice muchos amigos, cometí travesuras, me quitaron pases y adquirí independencia. A estas alturas de mi vida, siento por aquellas etapas un sentimiento de gratitud.

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