sábado, 26 de diciembre de 2020

El parque de Manatí

 
La imagen del parque municipal de Manatí merodea con nostálgica frecuencia por mi pensamiento.  ¡Cuántos recuerdos se asocian a ese lugar entrañable, donde muchos aprendimos a querer a nuestro terruño! Según testimonios de la época, su inauguración oficial fue el 20 de mayo de 1927. Por entonces disponía de bancos prefabricados, con alguno que otro de madera, comunicados entre sí por pasillos de gravilla fina. En el centro, sobre un pedestal de dos metros de altura, emplazaron un busto de José Martí, que luego, por razones que desconozco, fue retirado junto con su pedestal. En la década de los años 50, el parque fue sometido a una remodelación capital, tarea que estuvo cargo de Rafael López, un arquitecto nativo de la localidad. Las obras previeron la colocación de un asta para izar nuestra bandera y un muro de casi tres metros de alto seis de ancho en uno de sus ángulos, al cual se le empotró un busto del Apóstol y un pensamiento suyo en letras de bronce que aún permanece allí: «Los hombres van en dos bandos, los que aman y fundan, los que odian y deshacen». (Ese muro conserva huellas de impactos de balas calibre 50 de cuando la localidad fue bombardeada por la aviación batistiana el 2 de diciembre de 1959). Los bancos antiguos se sustituyeron por bancos de granito, y se distribuyeron por toda el área, a la cual se le agregaron pasillos interiores y exteriores de hormigón. Una de las remembranzas más antiguas que tengo de nuestro parque se relaciona con la manera en que los adolescentes de mi época paseábamos en torno suyo en las noches de fines de semana: las hembras lo hacían en un sentido y los varones a la inversa. Así unos y otras nos encontrábamos de frente cada vez que completábamos un giro. La instalación fue siempre una concurrida área de juego. De pequeño solía ir por las tardes a patinar en unión de varios de mis compañeros de escuela. Lo hacíamos a riesgo de partirnos la crisma entre los bancos largos del centro, con aquellos declives suaves y aquel granito impecable moteado de negro, en los que tantas veces descabecé un sueñecito, me tumbé a leer un libro o discutí sobre fútbol con los fanáticos del pueblo. Recuerdo cómo admirábamos las habilidades de patinadora de Marilín Betancourt, quien era capaz de saltar sobre los bancos a toda velocidad sin causarse ni un rasguño. Por entonces el parque exhibía un rostro mucho más atildado que hoy, con su glorieta central cubierta de floridas enredaderas y sus áreas delimitadas por una cerca de buganvilias impecablemente atendidas por el viejo Eulogio, quien la podaba y cuidada con una devoción que no ha vuelto a repetirse. Las áreas verdes eran también una maravilla de perfección. Eulogio las regaba con aquellas tuberías de mariposa que pulverizaban el agua y la convertían en lluvia fina. Quien se atreviera a pasar sobre ellas se arriesgaba a ganarse una reprimenda. Algo curioso en nuestro parque fue la lealtad de algunos manatienses con sus bancos predilectos. Si ocasionalmente lo encontraban ocupado, preferían dar una vuelta por los alrededores, o, incluso, retornar a casa antes que recurrir a una segunda opción en uno que no fuera el suyo. También recuerdo la polémica local desatada en 1996 tras la colocación del monumento a Barbarito Diez en uno de sus ángulos. A pesar del cariño que el pueblo siente por el Príncipe del Danzón, muchos manatienses se opusieron a que se eliminara un banco y se alterara la configuración original del parque, aun con ese noble propósito de homenaje. En el año 2008 el huracán Ike le cercenó buena parte de su vegetación, incluidas las añejas palmas reales (en cuyos troncos muchos grabámos nuestros nombres cuando éramos muchachos) y los árboles de higuillo que le daba sombra a los bancos largos. Por fortuna, ya vuelve a tener presencia vegetal. Nuestro parque municipal es un sitio que nos toca la fibra de la sensibilidad. Allí crecimos, soñamos, discutimos y amamos. Ha visto transitar por la vida a varias generaciones de manatienses. Es una reliquia que merece conservarse para que quienes nos sucedan la aprecien y la admiren. (Agradezco al perfil de FB de la emisora municipal estas magníficas imágenes. En la más antigua (en blanco y negro) se aprecia al fondo el antiguo hotel, demolido en el bombardeo al que ya hice referencias).

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jueves, 24 de diciembre de 2020

El médico de El Puerto

Cuando se habla del ejercicio de la Medicina en Manatí, el nombre de José A. Benítez Gutiérrez sale a relucir por derecho propio. Los más jóvenes seguramente no lo recuerdan, pero me estoy refiriendo al popularísimo Médico del Puerto, un seguidor de Galeno que hizo época en la localidad y mucho más allá en las décadas de los años 60 y 70 del siglo pasado por sus aciertos a la hora de diagnosticar y tratar los más diversos requiebros de salud. Tenía su consultorio a la orilla del mar, muy próximo a la entrañable y recordada Playita, en un local aledaño a su vivienda, donde vivía con su familia, de la que formaban parte sus hijos Aki y Antolín. Ante la aparición de cualquier malestar en alguno de sus hijos, las madres manatienses tomaban el trencito y viajaban hasta el Puerto (18 kilómetros bien contados) para que Benítez lo examinara. Por cierto, al llegar había que echar rápido pie a tierra y correr a toda velocidad, porque solamente se repartían 20 turnos. Y, en muchas ocasiones, la demanda solía estar muy por encima de la oferta. La consulta tenía el valor de cinco pesos, pero la gente los desembolsillaba con gusto. Porque, en honor a la verdad, no había afección que Benítez no neutralizara con su sapiencia profesional: parasitismo, fiebre alta, dolores de cabeza, inapetencia, molestias óseas, afecciones estomacales... La confianza en él era absoluta, por lo que no era raro que vinieran a verlo personas desde localidades distantes Un viaje hasta la consulta de Benítez exigía dedicarle casi el día completo, pues el trencito (siempre un coche-motor) no hacía el siguiente viaje de retorno a Manatí hasta el atardecer. En consecuencia, los menesterosos tenían por costumbre llevar su almuerzo en vasijas para consumirlo sentados a la orilla de la playa, mientras les llegaba el turno para ser atendidos. Más de una vez mi buena madre me llevó hasta él. Le rogaba a todos los santos que no me prescribiera inyecciones, especialmente las de Extracto Hepático, o unas gotas con sabor horrible, llamadas Venatón. Pero casi nunca lograba salirme con la mía. Benítez me hacía acostar sobre una pequeña camita y allí me auscultaba, me reconocía y me hacía sacar la lengua. Luego se sentaba ante su vieja Remington y escribía las consabida recetas, que traían su nombre impreso en la parte superior. Conservo algunas como reliquias. Varios años después, el Médico del Puerto abandonó la medicina privada y comenzó a trabajar en nuestro hospital. La gente lo siguió prefiriendo como en otros tiempos. Tuve la suerte de hacerme su amigo. Con él solía conversar largo y tendido sobre cualquier tema, pues tenía una cultura enciclopédica. Murió hace poco más de una década. Los manatienses jamás lo olvidaremos.

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martes, 22 de diciembre de 2020

El hueco (o el hoyo) de Facundo

Allá por los años 50 del siglo pasado, un conocido ex boxeador y camionero manatiense ya fallecido, de nombre Facundo Acuña, comenzó a extraer tierra con fines comerciales en una zona próxima al actual centro telefónico del municipio. Refieren testigos de la época (entre ellos su hijo Cundi) que, primeramente, dicha labor se realizaba mediante el pico y pala, hasta que luego se apeló a los buldózeres, más rápidos y menos agotadores. Por aquellos tiempos apenas existían viviendas en sus inmediaciones. La tierra extraída -blanca, de excelente calidad y magnífica para rellenar casas, calles y caminos- fue originando poco a poco una enorme oquedad, a la cual los lugareños se dieron enseguida en llamar El hueco (o el hoyo) de Facundo. La pequeña cantera se estuvo explotando intensamente durante décadas, hasta que un día Facundo y sus operarios decidieron ponerle punto final la empresa y dedicarse a otras cosas. El hueco (o el hoyo) de Facundo quedó allí como una confirmación de los esfuerzos del hombre por aprovechar en su beneficio los recursos brindados por la naturaleza. Recuerdo que cuando llovía torrencialmente, se anegaba de agua, ocasión que aprovechaban muchos fiñes de las proximidades para utilizarlo como piscina. Tampoco faltaban por el estratégico sitio la presencia de parejitas de enamorados, que se daban cita por allí para consumar sus encuentros furtivos, fuera del alcance de chismes barrioteros y pupilas indiscretas. Más tarde, El hueco (o el hoyo) de Facundo asumió funciones menos dignas, al ser tomado como vertedero donde arrojaban desperdicios y escombros tanto el vecindario como las instituciones locales, un verdadero paraíso para los “buzos” que escarbaban entre las montañas de basura en busca de trastos y objetos inservibles para entregarlos a materia prima o para aprovecharlos vayan usted a saber en qué menester. También fue el lugar de destino para cuanto hierro viejo molestara en algunas de las áreas del ingenio. Con tal método, poco a poco el hueco se fue rellenando otra vez hasta quedar en las condiciones en que se encuentra actualmente. De la oquedad original apenas quedan vestigios, porque el tiempo se encargó de sellarla. Muchas de las casas y locales que hoy se levantan en su perímetro fueron edificadas sobre ese heterogéneo material, llegado allí de manos de los recogedores de basura y de chatarra de más de una generación. El hueco (o el hoyo) de Facundo no es un nombre abstracto para los manatienses, sino una referencia concreta y precisa para llegar a sitios muy bien determinados de la localidad. "Eso queda por allá por el Hueco de Facundo", le dicen a quien no da con una dirección. Su historia tiene que ver con movimiento de tierra y con ruido de camiones en una época donde toda esa zona estaba despoblada y virgen. Pero, historia al fin, nos trae desde la distancia una página que rellena a su manera un espacio entrañable de nuestros afectos.

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lunes, 21 de diciembre de 2020

El chalet del marqués de San Miguel de Aguayo

En 1911, un joven abogado nombrado Eduardo Diez de Ulzurrún y Alonso, Marqués de San Miguel de Aguayo y natural de la Corella, en la comunicad española de Navarra, desembarcó por la zona de Sabanalamar, en el litoral manatiense, con el propósito de comprar en la región buenas tierras donde contruir un ingenio azucarero. El lugar escogido por el recién llegado fue la finca Minas Blancas. Con mano de obra procedente de varias islas del Caribe, e, incluso, con no pocos compatriotas suyos (en especial los de origen canario), el ingenio Manatí estuvo listo en 1913, y, un año después, hizo su primera zafra. Diez de Ulzurrún fue su administrador desde el primer día hasta 1925. En esta imagen aparece un ángulo de la suntuosa residencia de estilo victoriano que se hizo construir en la parte trasera de la factoría. Era de tabloncillo machihembrado, con cubierta de tejas alicantinas de varias aguas, coronada por almenas. Disponía de dos alas, comunicadas entre sí por un pasillo central. Tenía un patio interior, y, en su parte frontal, una fuente en medio de una glorieta rodeada de columnas y plantas ornamentales. En torno suyo, una verja estéticamente concebida le otorgaba a la mansión glamur y personalidad. La residencia tuvo luego diferentes usos. En los primeros años de la década de los 60 fungió como creche, una institución parecida a los actuales círculos infantiles. Luego sirvió de sede a la Escuela Básica de Instrucción Revolucionaria (EBIR), y, años después, devino albergue para estudiantes de otros territrorios que cursaron estudios en la Secundaria Básica Dos de Diciembre. También le proporcionó espacios a las oficinas de la Empresa Agropecuria (la llamaban Agrupación) y al Museo Municipal. En la década de los años 80 un incencio casi redujo al inmueble a cenizas. Solo quedó en pie una parte, que fue utilizada por la Asociación Hermanos Saiz y sus jóvenes artistas. En la actualidad su terreno lo ocupa un organopónico.

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jueves, 6 de febrero de 2020

Una foto en Feisbuk

«Papi, ¿con qué permiso subiste a Feisbuk esa fotografía mía?», me preguntó hace poco, muy enojada, mi hija Beatriz, de 13 años de edad, al encontrar en esa red social una imagen suya tomando leche en biberón. «No lo vuelvas a hacer sin contar conmigo. Soy yo quien debe decidir». Y, acto seguido, me soltó tun denso sermón acerca de la privacidad en Internet y cuánto debemos protegerla para evitarnos amargos contratiempos. 
El incidente no quedó ahí. Terminada su diatriba, me conminó a eliminar de mi muro la «dichosa» instantánea. Opuse resistencia con el argumento de que con eso privaría a nuestros conocidos de apreciar una etapa bonita de su vida. Pero ella no transigió. «¿Y mis compañeros de aula? No te imaginas el ´chucho´ que me darían si la llegan a ver», refutó. Y como su vehemente exigencia me pareció derecho legítimo, accedí a su solicitud. 
Para muchos usuarios, la tentación de colgar fotos en esta red social parece constituir una suerte de irresistible acto reflejo. Yo lo hago con frecuencia, y, aunque no me obsesionan los «Me Gusta» ni me frustran los silencios, admito que una buena acogida siempre reconforta. Una imagen familiar u otra con una reunión de amigos suele ser bien recibida por quienes no tienen la posibilidad de darles un abrazo a los que allí aparecen. No deberíamos privarlos de esa alegría desde la distancia física. 
Pero, aun cuando una foto en Feisbuk cumple también el objetivo de que sus destinatarios confirmen qué buena presencia tiene su protagonista, abruman las que confunden la red con una pasarela, y, en consecuencia, pierden el sentido de la perspectiva. Forzar a un amigo a celebrar «algo» de lo que la imagen carece no dejará de ser un acto de presión. 
He visto comentarios a fotos que -por lo hipócritas o quizás por lo burlescos- me han causado pena. «¡Ave María, cuánta hermosura! ¡Estás como para portada de revista!», dicen de alguien con quien la naturaleza fue cicatera en el reparto de atractivos. Lo triste es que la persona que figura en la imagen se lo llega a creer y termina agradeciendo el halago. Bueno, se dice que la belleza está en los ojos de quienes miran. 
Pululan en la red las fotos que, por su contenido, resultan chocantes. Como aquellas en las que ciertos compatriotas residentes allende el océano posan sosteniendo en sus manos enormes piezas de carne o en medio de bacanales llenas de exquisiteces. Tengo la certeza de que tal ostentación de bonanza alimentaria solo pretende provocar desazón y que las papilas gustativas de quienes vivimos del lado de acá entren en shock salival. Un propósito que, además de pueril, divierte. 
Los teléfonos celulares de muchos visitantes solo parecen tener lentes para fotografiar o grabar nuestras penurias. Jamás enfocan una graduación universitaria ni una operación de neurocirugía. Empero, no hay deambulante andrajoso, bache callejero, local desaliñado, cartel fuera de tiempo, cola de agromercado o trifulca de barrio que se les escape. Cuando retornan a la «tierra prometida», cuelgan las instantáneas en Feisbuk y se burlan a mandíbula batiente del país que un día los vio nacer. 
Está la otra cara de la moneda, desde luego. Y, por aquello de que generalizar es siempre equivocarse, gracias a Feisbuk se colocaron de nuevo ante mí –al menos por fotografías- muchos compañeros de estudio y amigos de la infancia que, por diversos motivos, se perdieron de mi brújula existencial en determinadas etapas de nuestras vidas. La red me los ha presentado en sus lugares de residencia, nostálgicos unos y satisfechos otros. Dicen que una fotografía vale por mil palabras, y es cierto. 
A Feisbuk le debo, además, conocer por imágenes las ciudades más populosas del planeta, algunas de sus personalidades más relevantes y regiones remotas de extraordinaria belleza. No me sonroja reconocerme adicto a mi plataforma. Todos los días la visito varias veces y la reviso, aunque me ocurra casi siempre como al que abre su nevera una y otra vez a sabiendas de que no encontrará nada dentro. 
Soy su deudor, además, por permitirme que mis amigos asistan mediante las imágenes al desarrollo de mis hijas y a sus resultados académicos; a la historia pasada y presente de su terruño; a la actualidad gráfica de cualquier detalle que me parezca interesante… Todo sin imponerles criterios estéticos ni políticos. La fotografía, además de congelar para la posteridad un instante de la vida, tiene también carácter aglutinador. 
En fin, el fenómeno Feisbuk gana cada día nuevos adeptos. Esta grafía, por cierto, no constituye un disparate. A fuer de usarse como se pronuncia, el nombre de la red potenció su alcance lingüístico hasta perfiles insospechados. Hoy es factible acceder a sus dominios a través de un enlace que la incluye: www.feisbuk.es. No dudaría que la severa Real Academia de la Lengua le extienda alfombra de bienvenida. 
Mientras tanto, me preparo para subir a la red social una nueva fotografía de mis hijas, ahora disfrutando a su manera de sus vacaciones escolares. Antes les pediré permiso para hacerlo. El incidente con Beatriz me enseñó a respetarles ese derecho.

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