sábado, 5 de diciembre de 2009

Manatí: fútbol y estrellas

A pesar de su levedad en la geografía nacional, Manatí le ha tributado al fútbol cubano más de una figura ilustre. Desde que se introdujo su práctica en la localidad allá por el primer cuarto del pasado siglo –dicen que fue obra de los tripulantes de un barco noruego fondeado en el vecino puerto- el bien llamado deporte de las multitudes conquistó las simpatías de sus habitantes. Eso explica por qué los goles son allí más populares que los jonrones.
Futbolistas manatienses hubo que llegaron a ostentar la gloria de integrar la selección nacional. Los pioneros en tener semejante honor fueron dos primos de grata recordación: José (Pepito) Verdecia, centro delantero de gran talento goleador; y Brígido Ochoa, legendario guardameta a quien apodaron El hombre goma por su descomunal saltabilidad. Ambos jugaron a fines de los años 60 e inicios de los 70. Juntos asistieron a los Juegos Deportivos Panamericanos celebrados en la ciudad de Winnipeg, Canadá, en 1967.
De Pepito se cuenta que anotaba goles insólitos desde cualquier posición en la cancha, lo mismo con las piernas que con la cabeza. Desarrollaba una velocidad asombrosa, de la que ya había hecho gala en sus tiempos de pelotero, deporte en el que también descolló jugando en los jardines. En su etapa como miembro del equipo grande cubano nadie le hizo sombra en su posición de centrodelantero titular. Siempre fue un auténtico ídolo para los manatienses que se iniciaban en el fútbol.
Brígido no queda a la zaga en cuanto a la leyenda. Lo vi jugar muchas veces y todavía conservo en mi retina imágenes de algunas de sus asombrosas atajadas bajo los tres palos. Se cuenta que cierta mañana, en La Habana, fue a cruzar una calle muy transitada y no advirtió la cercanía de un automóvil que venía hacia él a toda velocidad. Alguien lo alertó con un grito. Brígido despegó hacia arriba como un muelle, puso una mano sobre el capó del vehículo, rodó por encima del techo e impidió así que lo atropellara. Se lesionó, pero salvó la vida.
Otro arquero nacido y criado en el terruño que también formó parte del CUBA en los años 70 fue William Bennet (Batalla). Entre sus atributos técnicos figuraban su seguridad para detener balones por alto y para anular contrataques rivales. El azar quiso que coincidiera en la selección con muy buenos guardametas, como Lázaro Pedroso y José Francisco Reynoso, por lo cual fue siempre jugador de cambio. Aun así, Batalla se mantuvo al más alto nivel durante varias temporadas. Hizo luego carrera como técnico de equipos juveniles y del cuadro nacional.
El trágicamente desaparecido Pedro Fenton Herrera (Puyuyo) resultó un fuera de serie en la media cancha durante su efímero paso por la selección cubana de fútbol. Le imprimía a sus piernas una velocidad de vértigo, con o sin balón. Y cuando se iba al ataque por sobre las líneas laterales de cal no había defensa que lo neutralizara. Recuerdo bien cuánto deslumbró a los expertos por su espectacularidad en los Juegos Deportivos Panamericanos celebrados en San Juan, Puerto Rico, en 1979, donde Cuba conquistó nada menos que la presea de plata al perder 4-1 en la final frente a Brasil.
Y claro, Ramón Núñez Armas… Tal vez algún coterráneo discrepe, pero opino que, hasta hoy, ha sido el más grande futbolista en la pródiga historia manatiense de ese deporte y uno de los más relevantes a escala nacional en cualquier época. Vistió la casaca del equipo cubano por espacio de toda una década. Monguín, sobrenombre por el que se le conoce en la patria chica, fue agraciado por la providencia con un refinado olfato para marcar goles, atributo este que le propició anotar más de 300 durante su brillante carrera dentro de la cancha.
Ramón Núñez Armas nació en Manatí, el 19 de abril de 1953. Desde pequeño comenzó a exhibir habilidades y a provocar admiración cuando jugaba en plena calle con sus amigos del barrio. El chiquillo realizaba fintas, túneles y regates por instinto natural y con una facilidad pasmosa. Cierto día un entrenador de la localidad lo descubrió y le mejoró la técnica. Al poco tiempo el nombre del muchacho circulaba de boca en boca como sinónimo de excelencia deportiva.
Después vinieron las competencias infantiles y su ingreso como estudiante-atleta en la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE) «Capitán Orestes Acosta», en la ciudad de Santiago de Cuba. Allí tomó parte en juegos nacionales como miembro, indistintamente, de los célebres equipos Oriente y Mineros. Ya se percibía en su desempeño sobre la cancha al gran centro delantero que sería después.
Luego de transitar con inusitado éxito por las categorías juveniles, Monguín irrumpió en el equipo CUBA de mayores en 1974. Fue tal su empuje en cada oportunidad recibida que en unos meses abandonó el banquillo de la reserva y se convirtió en jugador titular. En esa condición llegó a los Juegos Olímpicos de Montreal, en 1976. Allí Cuba fue eliminada en la primera ronda sin anotar ni una sola vez, luego de empatar a cero goles con Polonia y caer 1-0 frente a Irán.
No fue su única experiencia olímpica, por cierto. En 1980 asistió con la selección cubana a la cita de Moscú. En el partido inaugural derrotaron 1-0 a la africana Zambia. Un par de jornadas después doblegaron 2-1 a Venezuela, saldo que los envió a cuartos de finales. El segundo gol de este partido salió del botín de Núñez Armas. El sueño llegó hasta ahí, pues luego perdieron un par de veces sin anotar: los soviéticos los golearon 8-0 y los checoslovacos –a la postre campeones- 3-0.
Soy del criterio de que el momento de más brillo en la carrera de Monguín fue el torneo hexagonal celebrado en Honduras en 1981. Allí lidiaron por dos plazas para el Campeonato Mundial de España´82 la selección local junto a las de Cuba, Canadá, Haití, México y El Salvador. Para sorpresa de los especialistas, los favoritos aztecas fueron eliminados. Los boletos los lograron salvadoreños y hondureños. Cuba quedó en la quinta plaza, con un partido ganado (vs. Haití), dos empates, un par de fracasos, cuatro goles a favor y ocho en contra.
Núñez Armas rubricó la mitad de las anotaciones cubanas y jugó a tal nivel que los scout de dos equipos de Costa Rica –Liga Deportiva Alajuelense y Deportivo Saprissa- se le acercaron para proponerle jugosos contratos, que él rechazó. Al final integró el Todos Estrellas del torneo como el mejor centro delantero, por delante de Hugo Sánchez, el mexicano que jugó luego en el Real Madrid de la liga española, donde conquistó varios premios Pichichi como máximo goleador.
La prensa hondureña de la época destacó en grandes titulares el rendimiento futbolístico de Monguín. Por cierto, el diario El Heraldo, editado en Tegucigalpa, capital del país, divulgó en sus páginas una información que, por lo absurda, no recibió el menor crédito. La publicación aseguró que Núñez –de piel blanca y ojos azules- era, realmente, un infiltrado ruso dentro del equipo cubano, compuesto abrumadoramente entonces por jugadores de la raza negra.
Además de las citas olímpicas y de las eliminatorias mundialistas mencionadas, Ramón Núñez Armas tomó parte en varios juegos deportivos panamericanos y centroamericanos durante su destacada carrera futbolística. También participó en infinidad de encuentros amistosos y giras de preparación por diversos países de Europa, Asia, África y América, siempre con la camiseta con el número 10 en la espalda. En todos los casos exhibió calidad y sencillez.
Jamás dejó de jugar con su equipo, Las Tunas, en los campeonatos nacionales de primera categoría, en uno de los cuales -1977- terminó como líder goleador, con 7 anotaciones a su cuenta. Su retiro (VER FOTOS) devino uno de los sucesos deportivos más extraordinarios ocurridos en el estadio Ovidio Torres. Centenares de manatienses lo ovacionaron cerradamente desde las gradas durante varios minutos.
A los 55 años de edad, Ramón Núñez Armas –Monguín-, continúa amando con particular intensidad al fútbol, a Manatí y a su gente. He visto a pocos deportistas de su nivel profesar tamaño cariño por su patria chica. Eso lo ennoblece y lo hace todavía más grande.

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domingo, 8 de noviembre de 2009

Montañismo en Tuxhilá

Cuando el día 25 de febrero de 2002 llegué en menesteres periodísticos al municipio guatemalteco de La Tinta, en el departamento de Alta Verapaz, lo primero que me encantó fue el verdor de su entorno y la hospitalidad de su gente. La visita tuvo una recompensa mayor: compartir por cinco días con la brigada médica cubana destacada allí. Resultó una experiencia inolvidable.
La Tinta tiene una geografía singular, pues está encerrada dentro de un macizo montañoso compuesto por la Sierra de las Minas y la Sierra de Santa Cruz, con sus cumbres de Jucupen, San Francisco, Jolomijix y Chinajá. Existe una cadena montañosa perteneciente a la Sierra de Xucaneb, que atraviesa el municipio de oeste a este.
Uno de nuestros galenos me invitó a escalar una de aquellas regias elevaciones. «Allá arriba vive una comunidad de descendientes mayas –me informó-. Todas las semanas subo a consultar a los enfermos. Así que si desea estar por un rato más cerca de Dios, venga conmigo». La propuesta me resultó muy tentadora y, por supuesto, acepté.
A la mañana siguiente, al filo de las seis, una pequeña camioneta, a la que llaman por allá pickup, nos dejó en 30 minutos junto al firme de la cordillera. El sol se desperezaba aún sobre sus penachos coronados de vegetación. Mi guía me señaló un sendero que nacía a nuestros pies y reptaba loma arriba entre montículos y sinuosidades. Tenía cabida para una persona. «Es por aquí», me dijo. Y emprendimos el ascenso.
Cuando habíamos trepado sin interrupciones durante 10 larguísimos minutos por aquel trillo casi perpendicular –al menos así me lo pareció a mí-, confirmé que no podría derrotar al doctor, tal y como se lo había pronosticado la noche antes. Desoyendo la voz de mi orgullo, decidí pasar por las horcas caudinas y le solicité con humildad un primer respiro. Más que pedirlo, mis fatigados pulmones lo exigieron. Culpé de mi agotamiento al mal de las alturas, a mi hábito de fumar, a mi condición de hombre del llano y a mil justificaciones más.
La recuperación duró solamente unos instantes. Los aproveché para respirar a mis anchas y para atiborrar de aire fresco cuanto alvéolo estuviera disponible. A hurtadillas miré a mi amigo el médico, que aguardaba por mí rehabilitación un poco más arriba, junto a una enorme roca. Nada, ¡fresco como una lechuga! Tal vez fueron prejuicios míos, pero me pareció verle retozar en su semblante una sonrisa burlona.
Reanudamos el ascenso, pero ahora con un poco de pausa, lo cual agradecí. «No hay por qué apurarse tanto», justifiqué para mis adentros el nuevo ritmo de caminata. Mi amigo trepaba con la agilidad de un chivo montés. ¡Y sin mostrar señal alguna de agotamiento! Se lo reconocí. «Es que este viaje lo realizo una vez a la semana, así que estoy entrenado», respondió, tal vez para consolarme un poco.
La subida nos reservaba una tremenda «humillación»: una mujer indígena, septuagenaria y de aspecto débil, nos dio alcance en el sendero. Con la decencia que caracteriza a los de su raza, pidió permiso para que le hiciéramos espacio para pasar. Y, sin reducir la celeridad de sus pies descalzos, nos adelantó como una exhalación. Estábamos a mitad de camino y la anciana apenas se dio por enterada.
Pero el momento más dramático de la jornada –al menos para mí- estaba todavía por acontecer. Sobrevino cuando el médico se me distanció varios metros loma arriba y yo intenté a toda costa no quedarme demasiado rezagado. Quise darle alcance con un par de zancadas y… ¡resbalé! Fue solo un desliz, pero casi me vi en el fondo del abismo. Ufff, qué susto. A dudas penas restablecí el equilibrio.
Al rato, exhaustos por el esfuerzo realizado y luego de haber descansado varias veces en el escabroso trayecto, hicimos entrada en la aldea de Tuxhilá, en la parte más encumbrada de la montaña. Un sitio pródigo en árboles frutales y en animales domésticos. «¿Por qué diablos vive tan alto esta gente?», me pregunté mientras me daba fricciones en los pies, en medio del ladrido de los perros y el canto de los pájaros.
La india Filomena, patrona del villorrio, nos ofreció sendos vasos de un café con sabor a rayos. El doctor se percató de mis escrúpulos para beberme aquel mejunje y me hizo una seña para que esperara. Tan pronto la mujer dio la espalda, aprovechamos para escurrir el líquido precipicio abajo. Hacerlo delante de ella, o rechazárselo, hubiera sido un desaire que los descendientes de mayas casi nunca perdonan.
Mientras el galeno hacía preguntas en dialecto q’eqchì´, auscultaba y repartía pastilllas, jarabes y ungüentos entre los lugareños dentro de una choza devenida consultorio, hice un recorrido por los alrededores Asombro: seis niños de la aldea jugaban fútbol casi en los contorno del abismo. No sé cómo se las arreglaban para que el balón no se les fuera alguna que otra vez montaña abajo. Cuestión de habilidades.
Un poco más allá, al lado de una cabaña de tallos de maíz, una mujer lavaba su ropa en una enorme batea con su recién nacido colgado de su espalda dentro de un jolongo multicolor. Y en un conuco adyacente, saludable y parida, adivine usted qué encontré: ¡pues nada menos que una mata de plátanos burros! Su dueña nos regaló algunos para que hiciéramos tostones. Fueron los primeros que comí en Guatemala.
En Tuxhilá abundan los niños. Las mujeres mayas suelen comenzar a parir muy jóvenes y tener una numerosa prole. «¿Con este cuántos van?», le preguntó el doctor a una embarazada de 32 años. «Ocho», respondió ella humildemente. «Vaya –dijo, ahora en español y en tono de broma el galeno-, te falta uno para completar un equipo de béisbol». Al vernos reír, la muchacha también dejó mostrar su dentadura repleta de casquillos dorados, costumbre bastante arraigada por estas latitudes.
Una muchacha de la aldea nos invitó a comer tortillas de maíz, la reina de la gastronomía chapina, acompañadas con salsa y carne. Aceptamos el menú, pues ya nuestros estómagos comenzaban a protestar. Por cierto, la mujer envió por aceite a uno de chicos a una tienda ubicada en la base de la montaña. Subió y bajo en tres cuartos de hora. ¡Vaya vergüenza! Nosotros la escalamos en casi dos y media.
El doctor terminó de consultar aproximadamente a media tarde. Nos despedimos de la gente y emprendimos el regreso. El descenso no fue menos difícil que el ascenso. Hay que bajar frenado todo el tiempo, y uno se siente el dolor del esfuerzo en los brazos, las piernas, la mente y hasta en el alma. «Se nos queman las pieles de los frenos», exclamó en broma el médico. Pero para abajo todos los santos ayudan.
De vuelta a La Tinta, frescos en mi recuerdo las peripecias de lo vivido, me puse a pensar en un detalle en el que no había reparado: mi subida a Tuxhilá tal vez no volvería a reeditarse jamás. Sin embargo, para los médicos cubanos esos eran hechos cotidiano. Me dije, convencido: «Ellos si que son montañistas auténticos, porque ascienden a lo más alto de la gloria en un ejercicio de alpinismo de la solidaridad».

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martes, 3 de noviembre de 2009

Réquiem por Sapi-Sapi


No existe pueblo o ciudad cuyas calles no registren los pasos de los deambulantes, esos seres perturbados que caminan sin destino fijo, ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Por su manera indiferente, pacífica y silenciosa de comportarse, algunos pasan casi inadvertidos. Pero otros trascienden su estado para convertirse en personajes.
Allá por la primera mitad de la década de los años 60 del siglo pasado exhibió sus miserias y desventuras por la otrora Victoria de Las Tunas un deambulante cincuentón al que todos llamaban Sapi-Sapi. A pesar de mis pesquisas entre quienes lo conocieron de cerca, no he conseguido dar con una explicación convincente acerca del origen de semejante mote. Casi todos lo atribuyen a los sonidos ininteligibles que caracterizaban su forma de hablar. En efecto, al tal Sapi-Sapi muy pocos lograban entenderlo.
Se ignora cómo llegó a la ciudad aquel individuo de complexión fuerte, barba larga y enmarañada, rasgos duros, hedor insoportable y mediano tamaño. También cuál era su verdadero nombre o si tenía familiares. Lo cierto es que Sapi- Sapi estuvo recorriendo las calles durante varios años vestido de andrajos, con un saco a cuestas y viviendo de la caridad pública. No pocos tuneros lo recuerdan en aquella deplorable situación.
Cierto día desapareció y la gente comenzó a hacer mil conjeturas. Cobró fuerza una versión que alcanzó gran popularidad. Tanta que llega hasta nuestros días. Sostiene que Sapi-Sapi era, en realidad, un oficial alemán prófugo sobre quien pesaban delitos cometidos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era oficial nazi, y que había sido reconocido e identificado por unos militares soviéticos destacados aquí en tiempos de la Crisis de Octubre de 1962, llamada también la Crisis de los Misiles. Agrega, además, que los soviéticos le habían echado el guante para solicitarle a Cuba su inmediata extradición y entregarlo luego a la justicia de su país para que lo juzgara por crímenes de guerra.
En lo personal, nunca la he tomado muy en serio, pues deja sin responder algunas preguntas: ¿A dónde fue a parar Sapi Sapi? ¿Tenía en realidad las facultades mentales perturbadas? ¿O solo se trataba de un simulador evadido de la justicia de su país? ¿Lo entregaron sus captores a los tribunales militares o lo dejaron en libertad? ¿Pudieron haberse equivocado quienes aseguraron reconocerlo? ¿O acaso la historia no pasó de ser una pincelada más en nuestro imaginario, tan inclinado a las fantasías?
Lo único irrefutable es que Sapi-Sapi se esfumó un día sin dejar rastros del pueblo por donde deambuló durante quién sabe cuánto tiempo.

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sábado, 31 de octubre de 2009

El cementerio de Las Tunas

La historia de los cementerios viaja asociada a la propia historia del hombre. Estos sitios imperturbables -«lo más penoso de la muerte es el silencio»-, escribió el escritor francés Romain Rolland─ llegaron hasta hoy no solo para filosofar en torno al último día, sino también para pasarle revista a la vida.
El término cementerio proviene del griego koimetérion, que significa dormitorio. Según la creencia de la religión cristiana, allí los cuerpos duermen hasta el día de la resurrección. Los católicos lo denominan también camposanto. Se dice que cuando las autoridades sanitarias ordenaron clausurar el cementerio de Pisa -construido dentro de la ciudad en el siglo XIII-, el terreno que ocupaba fue cubierto con tierra traída por las galeras pisanas de los lugares santos de Jerusalén.
Las Tunas cuenta en sus anales con interesantes referencias en materia de camposantos. La génesis de los servicios necrológicos aquí se remonta a siglos atrás, cuando era tradición universal entre los cristianos sepultur a los difuntos en los patios de las iglesias.
En Cuba esta práctica debutó en La Habana, al erigir los españoles la Parroquial Mayor, pionera de las iglesias capitalinas y primera donde se inhumaron personas fallecidas. Como por entonces no existían los libros parroquiales que registraban las defunciones desde 1519 -los piratas los habían incinerado-, se adoptó como enterramiento primigenio en el país el de María Magdalena Comadre, ocurrido el 24 de enero de 1613.
Nuestros aborígenes procedían diferente a la hora de otorgarles destino final a sus muertos. Un estudio del licenciado José A. López, del Centro Nacional de Información de Ciencias Médicas, asegura al respecto:
«Antes del arribo de los europeos a Cuba, el problema social que significaba separar los muertos de los vivos se resolvía por los indios siboneyes mediante la disección de los cadáveres hasta dejarlos como momias. Para la conservación de los huesos utilizaban estatuas de madera hueca, que adquirían el nombre de las personas a las que pertenecían. Entre los taínos eran más comunes los enterramientos en lugares apartados, aunque también practicaban la cremación.»
España, por Real Cédula, puso fin a esta costumbre en el siglo XVIII. Cuba le siguió, pues, «el crecimiento de su población incrementó también las defunciones, con la consiguiente escasez de espacio para las inhumaciones. A ello se agregó la infestación. Era tan insoportable el hedor que despedían los cadáveres en descomposición que resultaba imposible permanecer mucho tiempo dentro de las iglesias. Tal situación, además de conspirar contra el culto religioso, llegó a constituir una amenaza para la salud pública. De ahí que, con el tiempo, los templos dejaran de ser sede de los enterramientos.»
Durante la etapa en que gobernó Don Salvador de Muro y Salazar, Marqués de Someruelos, se construyeron en el país los primeros camposantos fuera de los templos. El primero fue el Cementerio General de La Habana, conocido luego por Cementerio de Espada.
Aunque la comarca tunero tuvo ermita católica desde 1690, esta no alcanzó rango de iglesia hasta 1752. Años antes, el Obispo don Jerónimo Valdés autorizó erigirla al heredero del hato de Las Tunas, Diego Clemente del Rivero. Por entonces la población se encontraba muy dispersa, por lo que no hubo enterramientos allí hasta 1790.
Aquella parroquia fundacional estaba en el mismo sitio donde radica hoy la iglesia principal de la ciudad. Su patio incluía la zona actual del parque Vicente García y de la tienda Casa Azul. En esta área funcionó el primer cementerio que tuvo la ciudad. Anónimos y seculares, reposan allí desde entonces los restos mortales de quién sabe cuántos tuneros.
En 1847, el camposanto se mudó para la zona donde se encuentra hoy. En aquella etapa se llamaba Cementerio de Colón, como su homólogo habanero. No fue hasta el siglo XX que pasó a identificarse como Cementerio Municipal Mayor General Vicente García.
Cuando se construyó sus dimensiones eran de 45 varas de fondo por 44 de frente, con fachada de mampostería y tapias de tablas de jiquí. En la Guerra Grande los españoles lo utilizaron como área de defensa y fue escenario de feroces combates. En 1945 se creó el Patronato pro-reconstrucción, aumento y mejoramiento del cementerio, que, presidido por el Dr. Rafael Arenas, recaudó mil 177 pesos para las obras.
Su estado constructivo mejoró, pero causó que muchas tumbas de la parte delantera se perdieran. De los sepulcros que se conservan, el más antiguo es el de la francesa Victoria Martinell, fallecida en 1860. Era la madre de Iria Mayo, la compañera de Charles Peiso, el colaborador de los mambises que tomó parte en la Comuna de París.
El cementerio tiene un área de cuatro mil metros cuadrados y está dividido en 12 patios, con unas 500 tumbas cada uno. Su estilo es ecléctico. Casi todas las esculturas funerarias son obra del español Nicasio Menza, quien radicó por acá durante varios años, y la mayoría de los panteones abovedados, del marmolista cubano José Domínguez.
Algunas de las más relevantes figuras tuneras de los dos últimos siglos están sepultadas aquí. El mausoleo del Mayor General Vicente García clasifica como uno de los más visitados. Está hecho de mármol de Carrara y es la ofrenda de Las Tunas a su hijo más ilustre.

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jueves, 29 de octubre de 2009

El último interlocutor de Camilo

Este 28 de octubre se cumplieron 50 años de la desaparición física del comandante Camilo Cienfuegos. Aquel hecho con visos de tragedia sumió en el dolor al pueblo cubano. Y se vincula de alguna manera con Las Tunas, pues la última persona que habló desde tierra con el Héroe de Yaguajay fue un tunero: Eusebio González Rodríguez, quien desde los meses iniciales de 1959 trabajaba a sus órdenes como miembro de un grupo especial coordinado por el también desaparecido y gratamente recordado comandante Cristino Naranjo.
Todo comenzó días antes del drama, en la madrugada del 21 de octubre, cuando poco más de una veintena de personas, junto a Camilo y a Cristino, despegaron del aeropuerto de Ciudad Libertad rumbo a la ciudad de Camagüey. El grupo y su carismático líder volaban a la tierra de los tinajones para enfrentar y poner coto a los intentos de sedición del comandante Huber Matos, jefe militar de la provincia, cuya conducta divisionista había provocado profundo rechazo entre la población agramontina. Camilo tenía órdenes expresas de arrestarlo.
La situación se solventó sin disparar un tiro aquella misma mañana en el Regimiento Ignacio Agramonte. Camilo regresó por aire a La Habana el 25 de octubre. Al día siguiente pronunció desde la terraza norte del Palacio Presidencial su discurso donde los conocidos versos del poeta Bonifacio Byrne alcanzaron inusitadas dimensiones: «Si deshecha en menudos pedazos / se llega a ver mi bandera algún día / nuestros muertos alzando los brazos / la sabrán defender todavía». No sospechaba el guerrillero de la sonrisa y el sombrero alón que la encendida arenga iba a ser su testamento político.
La noche siguiente cenó en el restaurante Rancho Luna con Jorge Enrique Mendoza, entonces delegado provincial del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) en Camagüey. Le dijo: «Mañana vuelvo a tu zona para resolver de una vez y por todas la confusión que dejó allá la maniobra de Huber Matos. Me voy temprano y pienso estar de regreso al atardecer.» Así lo hizo, y a las cinco de la tarde en punto estaba listo para subir al Cessna para el retorno habanero.
Según dijeron a la prensa de la época varios testigos, durante su fugaz estancia en la terminal aérea camagüeyana Camilo se bebió una malta y compró varios tabacos. Un trabajador del aeropuerto declaró años después: «En la pista estaba estacionado un avión del tipo DC-3 y Camilo fue hasta allí a saludar a su tripulación. El capitán de la aeronave lo invitó para que hiciera el viaje con él, pero Camilo se negó. Fariñas, el piloto del Cessna, aseguró que el combustible que tenía en el tanque alcanzaba para llegar sin problemas a La Habana.»
El pequeño avión bimotor despegó a las seis y un minuto de la tarde. Sus únicos pasajeros eran el comandante Camilo Cienfuegos, el piloto Luciano Fariñas y el soldado rebelde Félix Rodríguez. Algunos detalles de aquella infausta jornada se los explicó años más tarde al periódico Juventud Rebelde el tunero Eusebio González, quien había llegado ese mismo día a Camagüey después de trasladar por tierra a Isla de Pinos a un grupo de oficiales comprometidos en el caso de Hubert Matos.
«Eran alrededor de las cuatro de la tarde cuando Camilo me mandó a buscar a una oficina y me encargó llevar para La Habana a un sujeto que había estado alzado y cometido varios crímenes –declaró-. Me ordenó que lo dejara en la prisión de Torrens. Luego me entregó las llaves de dos carros. "Te espero mañana temprano en el Estado Mayor", me dijo en la despedida. Mi gente y yo arrancamos hora y media después.
«Al anochecer, una de los autos hizo un cortocircuito y tuvimos que detenernos Llamé por microonda a la torre de control de Camagüey, porque pensé que debía informar a Camilo que no llegaríamos a la capital a la hora prevista. Unos 40 minutos después, el avión suyo hizo contacto con nosotros, que íbamos ya por territorio villareño. Félix preguntó si habíamos resuelto el problema y le dije que sí. Entonces oigo a Fariñas, el piloto, que dice: "nos tenemos que desviar".
«Al oír eso exigí que me pusieran al habla con Camilo, quien parecía que estaba leyendo o algo así. Me dijo: "No, no hay problemas, Eusebio, no te preocupes. Dice el piloto que nos desviamos porque hay una tormenta..., que nos tenemos que desviar o no sé qué... Nos desviamos...» Y ahí se cortó la comunicación. Insistí una y otra vez, pero la torre de control de Camagüey no pudo restablecerla».
Durante el resto del viaje hasta La Habana, Eusebio intentó conocer si Camilo había llegado sin contratiempos. Pero sus interlocutores le decían que todavía no. Cuando cumplió la misión de llevar y entregar al detenido en la cárcel de Torrens, se fue hasta el Estado Mayor. Allí lo aguardaba una sorpresa: ¡todos los oficiales confiaban en que Camilo viajaba con él en los automóviles! Al comprobar que eso no era cierto, Eusebio fue testigo de sentidas expresiones de dolor.
Lo que vino después, por lo trágico, resulta conocido. Como diría la edición de Juventud Rebelde, «cada pedazo de agua y tierra entre La Habana y Camagüey fue minuciosamente inspeccionado. En el rastreo participaron aviones y avionetas, helicópteros, lanchas y miles de personas que exploraron en el mar, los cayos, los pantanos y las zonas cenagosas de la costa. Pero en vano: la certidumbre de la pérdida crecía inexorablemente». Y así fue reconocida luego.
A pesar del tiempo transcurrido, Eusebio González Rodríguez –ahora con 77 años de edad- recuerda a su malogrado jefe con el mismo aprecio y respeto de los años en que fue su subordinado. Piensa que la fortuna estuvo de parte suya aquel 28 de octubre de 1959, cuando quiso que fuera él la última persona en tierra en hablar con Camilo.
«Yo cierro los ojos y me parece verlo con su uniforme verdeolivo, jaraneando con la gente o dando órdenes precisas –asegura-. Sabía comunicarse lo mismo con un campesino analfabeto que con un graduado universitario. Tenía ese don. Nunca olvidaré la vez en que me echó en el bolsillo unas novelitas vaqueras de aquellas que se publicaban antes. “Eso es para que leas”, me dijo. Y se batió de la risa».
Eusebio evoca que hace algunos años atrás, durante una entrevista periodística, el reportero le preguntó: «¿A quién le gustaría que se parecieran sus hijos?» Y le respondió, resuelto: «Quisiera que fueran como Camilo». Porque para este hombre lleno de condecoraciones y de reminiscencias, el Señor de la Vanguardia será siempre paradigma y referente para quienes aspiren a ser revolucionarios cabales.
«Camilo fue un cubano de pura cepa –acota-. De esos que inventan una broma en el aire, juegan pelota en cualquier solar o ayudan a los necesitados con sus propios recursos. Pero también de los que saben vestirse de héroes y apretar filas cuando la Patria los convoca».
La desaparición del Señor de la Vanguardia devino extraordinaria pérdida. ¡Ni siquiera sus restos mortales se encontraron! Pero, como acotó en sentidas imágenes el citado diario, «el pueblo encontró la manera de darle un homenaje en esas mismas aguas donde duerme, y millares de flores van a parar al mar cada año en busca de Camilo. Y le llegan, no importa donde esté».

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jueves, 22 de octubre de 2009

Van 50 mil visitantes

El pasado 20 de octubre CUBA JUAN arribó a la cifra de 50 mil visitantes. ¡Cuánto ha llovido desde aquel 9 de diciembre de 2005 en que la página se asomó con la timidez del principiante al enigma de Internet! El post del debut fue una entrevista periodística que le realicé al tunero Héctor Despaigne, el latinoamericano que sobrevivió más tiempo -¡20 años!- con un corazón ajeno. Falleció ocho meses después del diálogo.
Esta breve reseña quiere agradecerles a todos los que estuvieron por aquí en algún momento la gentileza de haberle dedicado un instante o una hora de su tiempo a mi blog. Muchos -la mayoría, seguramente- solo fueron aves de paso que se posaron y remontaron enseguida vuelo. Otros franquearon la puerta de entrada y husmearon en cada recoveco. Apuesto a que hubo también quienes hicieron escala por azar, curiosidad o simple despiste. A esos también les extiendo mi gratitud.
Dentro de ese conglomerado de 50 mil visitantes conocí virtualmente a personas de los más variados rasgos sicológicos. Desde el emigrante nostálgico que sueña con retornar un día a la Patria que lo vio nacer, hasta el resentido que destila bilis con solo escuchar el nombre de Cuba; desde el fiel amigo que mantiene incólumes sus sentimientos por encima de las ideologías, hasta el que alguna vez lo fue y ahora lo reniega solo porque cree haber llegado a la Tierra Prometida.
Algunos dejaron plasmadas sus opiniones -a favor o en contra de mi proyecto comunicativo- en comentarios a pie de post o en las páginas de mi Libro de Visitas. Es una pena que varios prefirieran no identificarse. Nunca sabré a quién perteneció la mano que escribió el elogio o el insulto. Los anónimos son así, hijos de padres desconocidos. Creo que quien recurre a esa práctica tiene siempre algo que ocultar.
Lo que más me satisface de esta etapa -y de esta cifra- es el aliento recibido de muchísimas personas radicadas en las más insospechadas partes del mundo. Los manatienses, en particular, acogieron a CUBA JUAN con inmenso entusiasmo. Para no pocos de los oriundos de mi pueblo la página devino sitio para el diálogo y opción para el reencuentro. También conducto para mantenerse al día de las buenas y las malas noticias generadas por una localidad perdida en el mapa de Cuba, pero a la que no pueden -ni quieren- apartar de sus corazones.
En fin, CUBA JUAN continúa su camino. Proseguiremos interactuando desde sus páginas. Un abrazo fraternal desde la Patria.

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domingo, 18 de octubre de 2009

Himno, cultura y cubanía

Este 20 de octubre, el Himno Nacional de Cuba cumple 141 años. Ese día de 1868 los primeros mambises criollos, al mando de Carlos Manuel de Céspedes, ocuparon la ciudad de Bayamo, 10 jornadas después de que el patricio se alzara en armas y les diera la libertad a sus esclavos en su ingenio La Demajagua.
Cuentan que durante el combate los bayameses comenzaron a tararear cierta marcha compuesta por un abogado local. No conformes con eso, pidieron al propio autor –Perucho Figueredo– una letra para cantarla. «Es allí –dice un autor- donde Perucho, acosado por el tumulto que le solicitaba a gritos la letra de nuestro himno, sacó lápiz y papel de su bolsillo y, cruzando una pierna sobre la montura de su corcel, vació en los moldes del verso la melodía ardorosa de sus estrofas y pronto, volando la copia de mano en mano, a coro con la música, brotó de cien labios a la vez el himno a la Patria.»
La marcha, nombrada inicialmente La Bayamesa, tuvo un suceso previo. El 14 de agosto de 1867 se dieron cita en la residencia de Perucho Figueredo los patriotas Francisco Maceo Osorio y Francisco Vicente Aguilera. Este último le pidió al anfitrión que compusiera un himno de corte emancipador. Perucho aceptó y esa misma madrugada quedó lista la partitura del Himno de Bayamo, evocación de La Marsellesa, entonces símbolo universal de rebeldía.
Como no conocía mucho de orquestación, el autor le entregó la flamante marcha -concebida para ejecutarse al piano- al maestro Manuel Muñoz Cedeño. Soñaba con oírla en un lugar público. La oportunidad se le presentó el 11 de junio de 1868, durante la fiesta del Corpus Christi, en la Iglesia Mayor de San Salvador de Bayamo, celebración oficiada por el sacerdote José Diego Batista.
La pieza fue escuchada por el gobernador y jefe militar de la ciudad, teniente coronel Julián Udaeta, presente en el templo junto a su séquito. Perucho fue llamado ante el oficial para que rindiera cuenta. Ante la reclamación, el patriota le expresó: «Señor Gobernador, no me equivoco al asegurar que no es usted músico. Por lo tanto, nada autoriza a usted para decirme que es un canto patriótico». El español le replicó: «Dice usted bien: no soy músico. Pero tenga la seguridad de que no me engañó. Puede usted retirarse con esa certidumbre».
Para el bardo bayamés fue de gran alegría, pues comprobó que hasta el enemigo había captado el mensaje. Aunque desde entonces La Bayamesa fue el himno de la revolución en ciernes, ningún texto constitucional en armas lo reconoció oficialmente como tal. No fue hasta la Constitución de 1940 cuando los delegados aprobaron como el Himno Nacional de Cuba sus primeras dos estrofas.
Los historiadores especializados en el tema consideran que aquel himno de 1868, en tanto «canto pleno a la insurrección libertadora y a la abolición de la esclavitud, (...) además de expresión y símbolo más alto y genuino de nuestra cultura nacional», protagonizó, precisamente, uno de los primeros grandes actos culturales y nacionales de nuestra historia patria en el más amplio sentido.
José Martí insertó la letra del himno en Patria, órgano del Partido Revolucionario Cubano, el 25 de junio de 1892, en versión para voz y piano bajo la firma de de Emilio Agramonte. Lo reprodujo nuevamente el 21 de enero y el 14 de octubre de 1893, en un claro intento de que las generaciones nuevas lo conocieran.
Dijo el Apóstol que lo hacía «para que lo entonen todos los labios y lo guarden todos los hogares; para que corran, de pena y de amor las lágrimas de los que lo oyeron en el combate sublime por primera vez; para que espolee la sangre en las venas juveniles, el himno a cuyos acordes, en la hora más bella y solemne de nuestra patria, se alzó el decoro dormido en el pecho de los hombres.»
Aunque en sus orígenes tuvo seis estrofas, el Himno Nacional de Cuba figura hoy entre los más breves del mundo. Más de una vez fue objeto de arreglos armónicos y poéticos. En 1889 un grupo de expertos propuso a la Asamblea de la República suprimir los versos que aludían a España, porque ya había concluido la guerra. Por eso son casi desconocidas esas estrofas donde se pide «no temer a los iberos».
Fue el músico cubano Antonio Rodríguez Ferrer (1864-1935) quien más contribuyó a la introducción marcial del himno. Utilizó para ese fin la copia autógrafa que el propio Perucho Figueredo le regalara a la niña Adela Morel, hija de un simpatizante de los insurrectos. Además de su inestimable valor histórico, esa pieza es la única que se conserva de él. Salió a la luz pública en 1900 y se encuentra en exhibición en el Museo Nacional de la Música.
Finalmente, en 1983, el investigador y musicólogo cubano Odilio Urfé presentó a la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba una ponencia con la versión definitiva de nuestro Himno Nacional. La pieza fue refrendada por la Ley de los Símbolos Nacionales y editada en partitura y fonograma para que fuera del conocimiento público.
La vida de Perucho Figueredo estuvo ligada en pleno a la libertad de su Patria. Lo capturaron en las proximidades de Jobabo, aquí en Las Tunas. Tenía los pies tan llagados que apenas podía dar un paso. Así lo llevaron hasta Santiago de Cuba. Condenado a muerte, solicitó un coche para ir al pelotón de fusilamiento. Solo le ofrecieron un burro. «No es el primer redentor que cabalga sobre un asno», dijo a sus captores. Lo fusilaron el 17 de agosto de 1870.
Cuba instituyó el 20 de octubre Día de la Cultura Cubana. Se trata de una fecha histórico-cultural, porque, como ya se ha dicho, «conmemoramos la ocasión en que nuestro Himno Nacional se cantó por primera vez y alimentó el patriotismo del pueblo».

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sábado, 10 de octubre de 2009

Un Nobel de la Paz apresurado

El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz 2009 a Barak Obama ha sido -y valga la comparación- como adjudicarle un sitio en el codiciado Hall de la Fama de Cooperstown a un novato por su primera temporada como jugador de las Ligas Mayores del béisbol. ¡Un desaguisado!
Para conjurar cualquier suspicacia de prejuicios ideológicos, aclaro que pensaría igual si Obama fuera ruso, nepalés, mongol, libio, boliviano o de la mismísima Conchinchina. Mi criterio no tiene nada que ver con nacionalidades. Tampoco con que él sea el presidente de los Estados Unidos.
Se trata de un dignatario joven en quien se cifran enormes esperanzas Pero tan inexperto en la alta política que todavía anda a tientas en el complejo panorama de las relaciones internacionales. En materia de paz -y de guerra- no tiene aún nada que exhibir.
Algo que causa extrañeza en los más heterogéneos círculos globales y centros de poder es que Obama llevaba solamente 9 días ocupando el sillón presidencial de la Casa Blanca cuando el Comité Nobel dio por cerrado el plazo establecido para recibir candidaturas.
Es obvio que en tan breve tiempo no pudo haber hecho lo que le reconoce el dictamen: “sus esfuerzos extraordinarios para reforzar la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. Y una mención a su labor por “un mundo sin armas nucleares”. Según el testamento de Alfredo Nobel, su creador, este premio se otorga a la persona o institución que hayan trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz. En el caso de Obama, son proyectos y no hechos consumados. Pienso que los académicos noruegos le hicieron un flaco favor al carismático líder al conferirle -de manera unánime- la distinción. Obama se verá ahora en situación incómoda y presionado a tomar iniciativas que tal vez no figuraban en su agenda inmediata. Otros candidatos nominados -instituciones y personalidades- reunían aval para aspirar con mayor justicia al premio. Como la Coalición contra las Armas con Munición de Fragmentación, que lucha desde hace años por la destrucción de las minas antipersonales. A la insistencia de esta organización -junto a la ONG Handicap International- se debe el tratado que prohíbe el uso de este tipo de minas en casi 100 países. Es una pena que los principales productores -Estados Unidos, Rusia y China- no lo hayan rubricado. Otra buena opción era la de la colombo-francesa Ingrid Betancourt, ex candidata presidencial y ex rehén de las FARC, la guerrilla izquierdista de Colombia. Estuvo secuestrada durante seis años en la selva sudamericana, y, desde su liberación por un operativo militar, se dedica a promover por todas partes el entendimiento en su país. En la lista habían más nombres ilustres: el príncipe jordano Ghazi Bin Muhammad, paladín del diálogo inter-religiones; el médico congolés Denis Mukwege, fundador del hospital para mujeres víctimas de la violencia sexual; y la doctora Sima Simar, abogada de los derechos humanos en Afganistán. Cualquiera de ellos pudo ser premiado.
Pero no todos están en contra del premio. La revista colombiana Semana asegura que mucha gente lo respalda. Y basa sus argumentos en que "desde la toma de posesión de Obama el 20 de enero, el tono de la política internacional ha cambiado radicalmente”. La publicación sudamericana agrega que ”atrás quedaron los días en los que el mundo musulmán miraba de reojo al presidente George W. Bush y en los que Estados Unidos era una nación que despertaba una desconfianza monumental en el continente europeo". Recuerda luego que una encuesta del Pew Research Center, aplicada en 25 países entre mayo y junio pasados, reveló que el 93 por ciento de los alemanes, el 91 por ciento de los franceses y el 86 por ciento de los ingleses creen que Obama va a tomar las decisiones correctas. En tiempos en que ocupaba el Salón Oval el presidente George W. Bush, esos porcentajes eran del 14, el 12 y el 16, respectivamente.
En fin, no es que Obama no se merezca el Nobel de la Paz -en lo personal estoy entre sus simpatizantes-, sino que es una guirnalda precipitada para su palmarés en construcción. Tal vez en lo estratégico surta efecto y devenga acicate para lograr la concordia mundial. Pero en lo táctico, todavía me mantiene boquiabierto.

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lunes, 5 de octubre de 2009

Los Mártires de Barbados

Pocos actos terroristas en la historia de la humanidad han indignado y conmovido tanto a la opinión pública del planeta como el perpetrado contra una aeronave de Cubana de Aviación en pleno vuelo el día 6 de octubre del año 1976, minutos después de despegar del aeropuerto de Seawell, en la caribeña isla de Barbados.
Aquel crimen horrendo, en el que murieron 73 personas, será por los siglos de los siglos una herida a prueba de cicatrices en el corazón mismo de la Patria. Su mentor confeso, el asesino y torturador Luis Posada Carriles, regodea hoy su impunidad en algún lugar de Miami. ¡Qué afrenta! «Tal vez es ley –dijo Martí, aludiendo a los Estados Unidos- que en la raíz de los árboles grandes aniden los gusanos».
Entre las víctimas del monstruoso sabotaje figuraron los miembros del equipo juvenil de esgrima de Cuba, que retornaban a casa desde Venezuela luego de conquistar en su capital los máximos honores en el Campeonato Centroamericano y del Caribe de la especialidad. Eran 24 deportistas, 16 de los cuales apenas promediaban 20 años de edad.
Rotman, el oficial a cargo de la torre de control del aeropuerto de Seawell, declararía a la prensa dos días después de la tragedia: «Pero, ¿quién odiaba a esos muchachos? Casi todos en ese avión eran jóvenes. No, no señor, no solamente los deportistas, digo que casi todos. Los deportistas, los tripulantes, los guyaneses. Ocho guyaneses eran estudiantes y otros tres eran abuela, hija y nieta. La niña, de solo nueve años. Todos inocentes y sanos. Y si una cosa así ha podido suceder, ¿quién púede estar tranquilo en este mundo?»
LEONARDO Y CARLITOS
Dos de aquellos jóvenes esgrimistas eran tuneros. Leonardo Mackenzie Grant tenía apenas 22 años de edad y un creciente prestigio internacional; Carlos Leyva González acababa de cumplir 19 primaveras y en él estaban cifradas grandes esperanzas para el ciclo olímpico. Sus familias quedaron destrozadas por la tragedia.
«Mi mamá no pudo superar jamás aquel golpe –declaró tiempo después Maricela, hermana de Carlitos-. ¡Hasta tuvo que dejar el trabajo! Aseguraba que lo veía en la puerta de la oficina, como cuando él iba a verla allí. Ella murió de una trombosis cerebral, con su enorme dolor por dentro. Mi padre sufrió un infarto y falleció en 1979, a los tres años del sabotaje. Tampoco logró reponerse del trauma.»
Para honrar eternamente la memoria de Leonardo y Carlitos, existe en Las Tunas el Museo Memorial Mártires de Barbados. Es la única institución de su tipo en el país, y encarna per se la voluntad de propiciarle al visitante un acercamiento a sus biografías a partir de documentos, fotos, trofeos, medallas y objetos personales suyos. El recinto constituye también una importante fuente referencial en torno a las atroces circunstancias en que se consumó el crimen.
ASÍ NACIÓ EL MEMORIAL
Fue el comandante Faure Chomón, por aquel entonces primer secretario del Partido en Las Tunas, quien tuvo la idea de concebir un museo que perpetuara en la comarca el recuerdo de ambos mártires. La casa donde residía la familia de Carlitos se pintaba de maravillas para tal propósito, tanto por su simbolismo como por su construcción: un inmueble de dos niveles, forrado de madera y con techo de cinc, que el padre del esgrimista –carpintero de oficio- había levantado en las proximidades del río Hórmigo, a pocas cuadras del centro histórico de la ciudad. Se habló sobre el tema con sus inquilinos y ellos, de buen grado y voluntariamente, aceptaron mudarse para otra vivienda.
«A los pocos días de concertado el acuerdo, Faure me llamó para que me hiciera cargo de la restauración del local –rememora el laureado escultor Rafael Ferrero-. Las obras allí tomaron algún tiempo, porque, como la estructura estaba medio hundida, primero hubo que enderezarla y hasta sustituir las tablas de las paredes y las losas del piso. Pero valió la pena, pues el resultado no pudo ser mejor.»
A Ferrero le aguardaba todavía una nueva tarea: ¡construir en el patio del memorial una academia de esgrima para niños! «Se hizo con el objetivo de vincular sobre sus plataformas el conocimiento de la historia con la práctica del deporte –precisa-. Y, por cierto, entre los primeros matriculados en el área figuraban parientes de Carlitos y de Mackenzie, dispuestos a ocupar su lugar con los floretes!
RADIOGRAFÍA DEL MEMORIAL
El museo abrió sus puertas el 2 de julio de 1977, luego de un intenso período de búsqueda de información y de acopio de muestras para nutrir anaqueles y vitrinas. Tan pronto franquea el visitante la puerta de acceso, recibe un impacto visual: las fotos de las 73 víctimas del sabotaje, incluyendo las de cinco coreanos y 11 guyaneses, técnicos y deportistas. Eriza la piel, emociona hasta los tuétanos contemplar tantos rostros llenos de vida. Solo alguien con alma de monstruo, orfandad de sentimientos y entrañas de hiena pudo matar a personas así y arrebatarles de un zarpazo la sonrisa.
Junto a las imágenes ordenadas en filas, una pintura remeda al DC-843 de Cubana y, al lado, la cronología desde que despegó en Guyana, sus escalas en Trinidad-Tobago y Barbados, y, finalmente, su caída al mar frente a una playa repleta de bañistas atónitos ante la tragedia. Un croquis reproduce la ruta del avión, según la captó el radar del aeropuerto de Seawell. Desde un sencillo pedestal, un trozo de fuselaje rescatado en el océano acusa a los asesinos.
Hay pertenencias de los mártires por doquier. Aquí, una instantánea de Carlitos a los 35 días de nacido. Allá, su carné de la UJC y el de usuario de la biblioteca. También una libreta con notas de clases y su diario de entrenamiento. Una postal dedicada de su puño y letra a su mamá por el Día de las Madres hace humedecer las pupilas.
Desde un mural aledaño, un certificado emitido por el Comité Olímpico Mexicano reconoce las dotes de floretista de Leonardo. También son suyos trofeos, placas, ropa, un radiograma dirigido a su hermano médico, armas, un comprobante del Servicio Militar, llaveros, cartas de referencias, su carné de identidad...
MEDALLAS, ESCULTURA Y ACADEMIA
Algo que el museo-memorial exhibe con particular orgullo son las medallas Soles sin Manchas, entregadas por el Comandante en Jefe Fidel Castro a los familiares de las víctimas al cumplirse 25 años del crimen. Ya lo había adelantado en la despedida de duelo: «...sus medallas de oro no yacerán en el fondo del océano, se levantan ya como soles sin manchas y como símbolos en el firmamento de Cuba».
En el patio del museo, una escultura se levanta, desafiante, como una advertencia al enemigo. Inspirada en las víctimas del acto terrorista, se nombra Nuestros muertos alzando los brazos, y es obra del matancero Juan Esnard Heydrich, quien la donó a la institución en 1978. Para crearla apeló al famoso verso de Bonifacio Byrne que la identifica, emblema de la hidalguía y el valor del pueblo cubano.
La pieza está facturada en metal soldado, cuyas asperezas le conceden un singular dramatismo. Recrea desgarradoramente un cuerpo humano hecho pedazos y consumido por el fuego, pero erguido a pesar de todo, con un brazo en alto y el puño cerrado, dispuesto a defender a ultranza el suelo, la dignidad y la soberanía de la Patria. La estructura le otorga extraordinario simbolismo al entorno.
En la parte trasera del inmueble principal, donde una vez estuvo el taller de carpintería del padre de Carlos Leyva, el área de esgrima es toda una alegoría a los caídos en aquella salvaje masacre aérea del 6 de octubre de 1976. Allí se han formado varias generaciones de esgrimistas, casi todas bajo la mirada experta de Delio Pavón, quien fuera también entrenador de Leonardo y de Carlitos.
EL MUSEO PUERTAS AFUERA
Pero el memorial Mártires de Barbados es más que fotografías, vitrinas, esculturas y anaqueles. Entre sus propósitos fundamentales figura insertarse en la comunidad para hacerla partícipe activa de la historia de un crimen que, 31 años después, continúa lacerando con la intensidad del primer día la sensibilidad de los cubanos.
«Tenemos varias actividades que nos caracterizan –asegura Francilia Frías Olazábal, la única fundadora que queda en la institución-. La Estocada Cultural, por ejemplo, está dirigida a los jóvenes. Acordes, tiene de protagonistas a los discapacitados del Hogar de Día. Con los niños desarrollamos un encuentro llamado Uno, dos, tres, alé, con variados juegos de participación y comentarios sobre efemérides relacionadas con las víctimas. También hacemos extensión hasta hogares maternos y casas de los abuelos de la ciudad. En fin...»
La especialista Nidia Moreno, por su parte, opina que el museo podría hacer mucho más y convertirse en referencia nacional. «Pero para eso necesitamos la colaboración de familiares de las víctimas de otras provincias –agrega-. Aquí tenemos las exposiciones fijas de Carlos y Leonardo, pero si quisiéramos montar una muestra transitoria el día del nacimiento de Nancy Uranga, por ejemplo, no tenemos nada de ella, excepto su foto y su biografía. La única que ha cooperado es la madre de José Ángel Fernández, que trajo algunas donaciones.»
A MANERA DE EPÍLOGO
Cuando estoy a punto de marcharme, varios niños irrumpen desde la calle. Son alumnos de la escuela especial Camilo Cienfuegos, que, como cada semana, vienen al museo a codearse con la historia.
«Lo que aprenden aquí lo llevan después al aula –asegura Belkis Sedeño, su maestra-. ¡Tendría usted que verlos con sus propios ojos! Todos saben cuánto daño le ha hecho el terrorismo a Cuba. Y si por casualidad alguien menciona en su presencia a Posada Carriles, ¡se ponen frenéticos! Ellos saben por sus visitas al museo que sobre su conciencia –aunque dudo que la tenga- pesa el crimen de Barbados.

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miércoles, 23 de septiembre de 2009

De todo y de algo

Ahora que acabamos de celebrar en Las Tunas el Festival Provincial de la Prensa Escrita, acude a mi memoria algo que le escuché a un profesor durante una conferencia, allá por mi época de estudiante en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba: «Los periodistas –dijo con acento enfático- deben saber algo de todo y todo de algo».
El retruécano me agradó tanto por su ingenio como por su mensaje Pero un detalle no me satisfizo: ¿y por qué solo los periodistas? ¿Por qué dejar fuera a quienes son ajenos a la tinta, la cámara y el micrófono? El lector coincidirá en que en materia de saber –de todo o de algo- hay mucha gente en el mundo con deudas por saldar.
Están los estudiantes secundarios, por ejemplo. Abundan los padres y maestros preocupados por la formación cultural de esos chicos aún inexpertos. Y no me refiero a la formación que se realiza en el aula. Aludo a la que solo se conquista trabando amistad con los libros, el cine, los museos... Para ser culto es necesario tener un hambre voraz por conocer algo nuevo. Pero debemos admitir que buena parte de los jóvenes de hoy no dan indicios de tener ese apetito.
La insuficiencia, por cierto, no es exclusiva de la gente joven. He tropezado con profesionales competentes en lo suyo, pero con una ignorancia colosal en temas que desbordan su especialidad. Personas capaces de disertar sobre los cambios climáticos, pero que palidecen cuando le preguntan si leyeron el último libro de José Saramago.
¿A quién culpar? Pues a la propia persona. A la escuela no se le debe tildar de irresponsable por no asumir una función que se le va de las manos. Lo más que se le puede exigir es orientar, sugerir buenas lecturas, recomendar un buen filme... Pero hasta ahí. Porque la cultura general no se adquiere por decreto. Requiere voluntad de quien la necesita. Lo otro corre a cuentas de la avidez de cada quien por procurarse un volumen de conocimientos generales suficientes como para no hacer el ridículo cuando se hable de un asunto difícil.
¿Quién dice que solo los filólogos deben conocer las sutilezas de la lengua materna? ¿Quién insiste en darle la exclusividad a los historiadores para explicar la batalla de Waterloo ¿Quién sostiene que a nadie, sino a los políticos, les corresponde estar al tanto de las relaciones internacionales y de su acontecer noticioso? Se trata de un tema en el que los padres deben incidir como paradigmas. Uno de ellos me dijo hace poco tiempo: «A mi hijo no le gusta leer como a otros chicos». Le pregunté: «¿Y a ti te gusta?» Me confesó que no.
Muchos de los padres actuales nacieron y se criaron en el último medio siglo. Ellos no pueden justificar que no tuvieron ocasiones de adquirir el hábito de leer por imperativos extradocentes. Si en algún momento de sus vidas renegaron de la escuela o no se dejaron cautivar por el encanto de la lectura, no pueden pretender ahora que sus hijos hagan lo contrario. Aunque nunca es tarde para intentarlo si se predica con el ejemplo. Los libros están ahí para apoyarlos.
Estas reflexiones me hicieron recordar aquella observación de mi profesor en la universidad: «Los periodistas debes saber algo de todo y todo de algo». Recuerdo que al terminar la conferencia me le acerqué y le dije: «Profesor, ¿no le parece que la frase quedaría mejor si en lugar de periodistas pusiéramos personas?» Él me miró un momento, meditó y finalmente me dijo: «Estoy de acuerdo».

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jueves, 10 de septiembre de 2009

El yerno cubano de Carlos Marx

Las casualidades suelen ser muy caprichosas y ubicuas. Una de ellas quiso que un compatriota nuestro fuera yerno del mismísimo Carlos Marx, el fundador del llamado socialismo científico.
Su nombraba Pablo Lafargue y vino al mundo en Santiago de Cuba el 15 de enero de 1842. «Hijo único de una antigua familia de plantadores», como le escribió Marx a su amigo Federico Engels, descendía de un judío francés y de una mulata haitiana instalados en la ciudad oriental luego de escapar de la violencia reinante en Haití en tiempos de la rebelión anticolonialista.
Pablo cursó sus primeros estudios en Cuba. Luego su padre abandonó su próspero negocio de café en la isla y se mudó con la familia a Francia. Años después el joven ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de París. Pero su participación en un congreso estudiantil en la ciudad belga de Lieja provocó que todas las universidades francesas le prohibieran acceder a sus aulas. Tuvo que marchar a Londres para reiniciar allí sus estudios superiores.
En la capital inglesa se convirtió en un asiduo visitante de la casa de Marx.
En una oportunidad en que le realizó una visita de cortesía, «el muchacho empezó a encariñarse conmigo, pero pronto traspasó el cariño del padre a la hija», escribió de nuevo Marx a su amigo Engels. Se trataba de Laura, la segunda descendiente del famoso pensador alemán, con la cual Pablo formalizó relaciones amorosas en 1866.
Los jóvenes acordaron que el matrimonio no se celebraría hasta tanto él no culminara su carrera de médico en la universidad londinense. En 1868 la terminó y se efectuó la boda. Carlos Marx no solo encontró en Pablo a un yerno que haría feliz a su hija, sino también a un auxiliar capaz e inteligente y a un intérprete fiel de su obra.
Lafargue escribios varios libros. El más conocido y polémico de todos fue El derecho a la pereza (1880), uno de los más difundidos de la literatura socialista mundial, probablemente solo superado en ese aspecto por el Manifiesto Comunista, de Marx y Engels.
El 25 de noviembre de 1911, convencidos ambos de que habían vivido ya el tiempo suficiente, Pablo y Laura Lafargue se suicidaron de común acuerdo, luego de haber pasado una espléndida tarde en un cine de París y de haberse regalado unos pasteles de hojaldre.
Ante sus tumbas hablaron personalidades tan relevantes como Jean Jaurés, la máxima figura del socialismo francés, y un revolucionario ruso exiliado que respondía al nombre de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido en aquellos predios por el seudónimo de Lenin.
En su carta testamento, hecha pública después, Pablo Lafargue explicó las razones de su sorprendente e inesperada decisión:
«Sano de cuerpo y espíritu, me doy muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras de otro los placeres y goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico».

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martes, 1 de septiembre de 2009

Sofía en prescolar

Mi pequeña Sofía asiste hoy por primera vez a la escuela ¡Qué bonita luce mi princesa mayor con su uniforme de estreno y su sonrisa feliz! Ayer se la pasó hablando -en su hablar- de lo que será para ella esta nueva etapa de su vida: «Papito, ya estoy en preescolar, ¡ahora soy grande…!», me dijo, alborozada. Y yo, incapaz de asimilar dentro de mi pecho ni una onza más de paternal orgullo, la apreté fuerte contra mi corazón.
Cuando al filo de las ocho de la mañana llegó al círculo infantil para participar en el acto de inicio de curso, depositó una flor ante el busto de Martí. Las manos de mi hija -de mis hijas- traen siempre una ofrenda de pétalos para el autor de La Edad de Oro, ese hermoso libro que ella conoce tan bien. Luego Sofía tomó del brazo a Beatriz, su hermanita menor, y ambas partieron a conocer lo desconocido.
En el patio de la guardería se encontró con sus compañeritos de salón, igualmente atildados y eufóricos. Y con sus padres y madres, también henchidos de satisfacción por el acontecimiento. Son los mismos chiquitines que comparten con Sofi la cotidianidad desde que apagaron su primera velita y rasgaron su primera piñata. El círculo infantil Las Tres Casitas resultó desde entonces su segundo hogar; y las educadoras y auxiliares, sus madres de circunstancia.
Acaba de desplegarse ante Sofía una linda etapa cuajada de expectativas. La tía deviene ahora maestra; y el juego, aprendizaje. Dentro de poco establecerá nexos con las letras y los números. Aprenderá a simplificar, a leer y a escribir. Conocerá el mundo y a sus criaturas. Todos los días retornará a casa con un conocimiento nuevo, presta a ejercer su flamante y adorable magisterio. Y yo -padre incorregible y afortunado- volveré a sentirme otra vez discípulo.

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lunes, 31 de agosto de 2009

Correctivos escolares


«La letra con sangre entra», sentenciaba así, tajante y sin derecho a réplica, un anacrónico proverbio docente atribuido a Apeles, famoso pintor de la Grecia clásica. En mi etapa de estudiante de la enseñanza primaria confirmé cientos de veces la «efectividad» de tan pavoroso precepto. Pero eran tiempos muy diferentes aquellos años 60 del siglo pasado.
En honor a la verdad, los maestros y maestras de mi niñez no se andaban por las ramas a la hora de aplicar «correctivos» ejemplarizantes a los alumnos díscolos. Ahhh, ¿conque no realizaste la tarea orientada? Pues allá te va un pellizco que te hará ver las estrellas. ¿Risas furtivas y burlas en clase? Eso merece un tirón de orejas. ¿Falta de respeto al profesor? Bueno… ¡el acabóse!
Aún sonrío al recordar a cierta maestra manatiense que impartía lecciones -¡y lesiones!- en el aula de quinto grado del Centro Escolar Orlando Canals. Era severísima con los indisciplinados. Y para hacerlos entrar en cintura apelaba a un recurso infalible: una regla de madera -que alguna vez fue tablilla de persiana- a la cual puso por nombre «doña Juana». ¡Qué malas pulgas se gastaba la doña!
Pero no supongan los más jóvenes que los padres montaban en cólera y corrían a exigirles explicaciones a los maestros por tamaños excesos con sus hijos. ¡Nooo! Por el contrario, ocurría a menudo que la zurra en el aula tenía una segunda parte: la paliza al llegar a la casa. Papá y mamá decían que «por no portarse bien y ser desobediente».
Los chicos que durante el curso escolar eran evaluados por sus maestros como recalcitrantes y desaplicados no solían hacerse acreedores de unas «merecidas vacaciones», como reza el lugar común. Para «domar» a aquellas fierecillas sus progenitores recurrían a las célebres escuelas particulares, que funcionaban en casas de familias con licencia para enseñar y educar a como diera lugar.
En estos centros alternativos las tácticas y las estrategias para allanar el camino del «saber» eran como para persignarse. A la menor insubordinación se echaba mano a castigos singularísimos Entre los más temidos y «refinados» figuraba obligar al rebelde a ponerse de rodillas durante una laaaaaaaarga media hora sobre las caras estriadas de dos chapillas de botellas. Aquellas protuberancias metálicas penetraban piel adentro hasta hacerlo rabiar de dolor.
Los castigos podían ser, además de físicos, caligráficos. Para los chicos con errores (¡horrores!) ortográficos, los maestros concibieron una forma radical de enmendarlos: las famosas «líneas». Consistían en escribir mil, dos mil, tres mil veces sobre una hoja de papel «vaca se escribe con v». ¿Así quién olvidaba la ortografía de la palabra?
Lo admirable de semejantes prácticas era que tanto en las escuelas oficiales como en las particulares se establecía una suerte de acuerdo tácito entre padres y maestros, donde aquellos les manifestaban a estos cuando se referían al tratamiento a sus hijos: «Lo que ustedes hagan con ellos estará bien hecho. Tienen nuestra autorización».
Hoy tal vez no exista un maestro en Cuba –¡ni uno!- que se atreva a ponerle un dedo encima a un estudiante indisciplinado. Ni siquiera a alzarle la voz. Y no solo porque se trate de métodos antipedagógicos y obsoletos, sino también porque tendría que vérselas con padres furibundos que lo buscarían para pedirle cuentas.
Sin embargo, aquellos correctivos escolares de décadas pretéritas se instalaron en los anales no como un precedente bochornoso, sino como un componente del folclor didáctico cubano. No los evoco con rabia, sino con la certeza de que respondieron a una coyuntura dejada definitivamente atrás por las ciencias pedagógicas modernas.
«La letra con sangre entra», reza el proverbio docente que vaya usted a saber en qué contexto pronunció por primera vez el citado artista helénico. ¿Tendrá algo de cierto? No tengo vocación de masoquista. Pero, ppsssss, aquí, entre usted y yo, en ciertos momentos un coscorrón les abre las entendederas al más pinto. ¡Sí señor!

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jueves, 27 de agosto de 2009

El pequeño patriota paduano

Este cuento es una versión del que aparece en el libro Corazón, de Edmundo de Amiscis. Es una joya que quiero compartir con mis lectores.

Un navío zarpó de Barcelona para Génova. Llevaba a bordo franceses, españoles y suizos. Había, entre otros, un niño italiano de 11 años de edad, solo y mal vestido, que estaba siempre aislado como animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y con razón, pues hacía dos años que sus padres lo habían vendido al jefe de una compañía de titiriteros, quien, después de enseñarle a hacer varios juegos a fuerza de puñetazos y ayunos, lo llevó por Francia y España pegándole siempre y teniéndolo hambriento.
Llegado a Barcelona, y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado tan lamentable que inspiraba compasión, se escapó de su carcelero y fue a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, lo había embarcado en aquel navío, dándole una carta para el alcalde en Génova, quien debía enviarlo a sus padres, aquellos mismos que lo habían vendido como una bestia.
El pobre niño estaba lacerado y enfermo. Viajaba con pasaje de segunda clase. Todos lo miraban, algunos le preguntaban, pero él no respondía y parecía odiar a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes durante esos años!
A fuerza de insistencia, tres de los viajeros que hacían la travesía lo hicieron hablar, y en pocas palabras torpemente dichas, mezcla de italiano, español y francés, el muchacho les contó su triste y desgarradora historia. Parte por piedad, parte por excitación del vino, le dieron algunas monedas, instándolo a que contara más.
-¡Toma, toma más! -le decían mientras le entregaban las monedas.
El muchacho las recogió todas, dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo. Después de dos años de no comer nada más que pan, podría por fin comprarse una chaqueta apenas desembarcara en Génova.
Aquel dinero era para él una fortuna y en esto pensaba mientras los tres viajeros conversaban y bebían sentados en la mesa. Se los oía de hablar de sus viajes y de los países que habían visto. Y de conversación en conversación vinieron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de su ferrocarril y luego todos, animados, hablaron mal de todo. De los estafadores, bandidos, farsantes, comentaban que los empleados no sabían leer…
-Es un país de ignorantes - dijo el primero, enérgico.
-Un pueblo sucio - añadió el segundo con voz gangosa.
-La… - exclamó el tercero, que iba a decir ladrón….
Pero no pudo terminar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre las cabezas y espaldas de los tres, y descargó en la mesa y el suelo con un ruido infernal. Los tres se levantaron furiosos, mirando hacia arriba, y recibiendo aún un puñado de monedas en la cara.
-Recobrad vuestro dinero -dijo con desprecio el muchacho-. Yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria.

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