miércoles, 29 de julio de 2009

Un poema de Mario Benedetti



MEMORANDUM

UNO llegar e incorporarse al día
DOS respirar para subir la cuesta
TRES no jugarse en una sola apuesta
CUATRO
escapar de la melancolía
CINCO aprender la nueva geografía
SEIS no quedarse nunca sin la siesta
SIETE el futuro no será una fiesta
OCHO no amilanarse todavía
NUEVE vaya a saber quién es el fuerte
DIEZ no dejar que la paciencia ceda
ONCE cuidarse de la buena suerte
DOCE guardar la última moneda
TRECE no tutearse con la muerte
CATORCE disfrutar mientras se pueda


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viernes, 24 de julio de 2009

Miedo a los colores


Los colores son, a menudo, capaces de evocar en las personas emociones y estados de ánimo de la más heterogénea naturaleza. Los especialistas en el asunto aseguran que, en sentido general, los matices cálidos suelen ser muy estimulantes y proclives a provocar raptos de gran optimismo, aunque también, en determinadas circunstancias, pueden despertar agresividad.
A juzgar por las ordenanzas cromáticas, los cálidos aumentan el tamaño aparente de las cosas, en tanto que los fríos tienden a disminuirlo. Así también, los cálidos son propensos a unir, mientras que los fríos sugieren en sí mismos separación o desintegración.
Los fríos resultan casi siempre elegidos para decorar hospitales y consultas médicas por su capacidad para inducir calma y relajación. Los cálidos, por su parte, elevan el ritmo cardíaco. Y otros, aunque los expertos no los incluyen en esta relación, infunden miedo...
La digresión anterior no es gratuita ni mucho menos. La traigo a colación para apoyar una anécdota de corte tragicómico, que tuvo por protagonistas a un equipo de fútbol de Manatí de la etapa prerrevolucionaria y a la tripulación de un carro patrullero de la dictadura de Fulgencio Batista, allá por los finales del año 1958.
Aquel día, temprano en la mañana, los integrantes del popularísimo equipo Relámpago se desplazaban por la Carretera Central a bordo de tres automóviles, alquilados en Victoria de Las Tunas por el inefable Carlos Viú, rumbo a la indómita ciudad de Santiago de Cuba. Allí tenían concertado un partido amistoso con un once local en horas de la tarde. Jóvenes al fin, empleaban el largo trayecto en gastarse bromas y en especular acerca de los posibles resultados del juego.
El viaje marchaba de maravillas en medio de aquel ambiente alegre y entusiasta hasta que a la altura de Contramaestre divisaron en medio de la vía un carro patrullero que les bloqueó la marcha. Los autos se detuvieron. Al momento, un grupo de guardias se les acercó con la exigencia de que todos, sin excepción, debían echar pie a tierra.
El que parecía ser el jefe del amenazante grupo examinó uno a uno a los jóvenes atletas con ojos de perro bulldog -y por favor, que me excusen los canes de esa raza-, mientras acariciaba la empuñadura de su arma ligera de reglamento. Luego les ordenó a sus sicarios que registraran a fondo todos los vehículos. «No dejen un rincón de los carros sin revisar. ¡Revisen hasta las ruedas!», ladró.
Durante la inspección en los maletero, uno de los esbirros confundió una botella llena de aceite con un coctel Molotov. Y otro una cubanísima maraca con una granada criolla. ¡Estaban aterrorizados! Si no hubiera sido por lo difícil del trance –aquella gente era capaz de matar por el motivo más baladí- era como para morirse de la risa.
Por fin el prepotente jefe de los militares batistianos se calmó un poco. Entonces les comunicó a los muchachos que su detención en plena carretera obedecía a una razón de «seguridad nacional»: todos estaban tildados de sospechosos, porque sus trajes de juego... ¡portaban los colores rojo y negro de la bandera del 26 de julio!
Los atletas, que hacían el viaje enfundados en sus uniformes mandados a hacer en la habanera Casa Montero, especializada en artículos deportivos, convinieron con los sicarios de la dictadura en que, efectivamente, los colores eran los mismos: short negro con ribetes rojos y camiseta roja con ribetes negros. Pero, acaso ¿era ese un argumento para acusarlos a todos de revolucionarios? ¿Acaso era esa una razón para hacerle concesiones a la suspicacia?
Lo que realmente aterraba a los guardias batistianos era aquel grupo de jóvenes con destino a Santiago de Cuba, ciudad que hervía por entonces en medio de la lucha revolucionaria. Nuestros coterráneos tuvieron que hablar claro y bonito para que, finalmente, aquellos energúmenos de uniformes amarillos y pistolas al cinto, después de revolverles todo dentro de los carros, los dejara continuar viaje hacia la heroica ciudad oriental, a pesar de su terror al rojo y al negro.

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lunes, 13 de julio de 2009

¡Llegó el circo!

Allá por los años 60 del siglo pasado, los manatienses de todas las edades disfrutábamos más de una vez todos los años de un espectáculo maravilloso que, a pesar del tiempo transcurrido, conservo todavía en un entrañable rincón de mis recuerdos: el circo. ¡Cuántas evocaciones inolvidables se asocian con aquel singular suceso pueblerino repleto de colorido, expectación y simpatías!
La llegada de los circos a Manatí resultó siempre un motivo de regocijo colectivo. Los fiñes de la época, principalmente, los recibíamos con vítores y cabriolas. A nadie nos tomaba de sorpresa, empero. Días antes de las funciones los promotores recorrían las calles del terruño para pegar hábilmente con engrudo a los postes del alumbrado público los pasquines con la programación artística.
Uno de los momentos más bullangueros era cuando el circo hacía acto de presencia. Los camiones que lo transportaban llegaban al anochecer, y, en cuestión de un par de horas, los popularísimos tarugos lo organizaban todo al detalle a golpe de laboriosidad y de mandarria, incluyendo el izaje de las enormes carpas de lona cuyos cordajes chirriaban de gozo al rodar en las alturas por sus poleas.
En Manatí los circos escogían diferentes lugares para acampar. Los más frecuentes eran el amplio patio del Centro Escolar “Orlando Canals”, el terreno de juego del estadio de fútbol y la zona donde está hoy la pizzería, frente a la secundaria. Los muchachos nos poníamos a merodear por sus inmediaciones con la esperanza de ver de cerca a los elefantes, pero también a alguna de las hermosas modelos que mostraban sonrientes y sin rubor sus encantos.
La conmoción mayor era a media mañana, cuando el elenco artístico y los animales amaestrados desfilaban por las calles abarrotadas de curiosos. Bocina en mano, un hombre con traje de colorines anunciaba a viva voz la oferta de la primera función. “¡El circo Llerandi les ofrece esta noche su primer espectáculo, no se lo pierdan!”, repetía una y otra vez.
En la vanguardia de la comitiva desfilaban con sus excentricidades los payasos. Llevaban sus rostros exageradamente pintarrajeados y aquellas narices redondas que tanto gustaban a los niños. Bailaban, retozaban, caían, peleaban, se divertían, hacían cómicas muecas… Los pequeñines los seguíamos a todas partes, nos aprendíamos sus divertidos nombres artísticos, nos hacíamos sus amigos y los admirábamos con la oculta esperanza de poder un día imitarlos.
El día resultaba interminable mientras aguardábamos la llegada de la noche. A las ocho en punto nos acomodábamos dentro de la carpa en un palco o en el gallinero, previa entrega de la papeleta de entrada. Al rato los reflectores iluminaban la pista y entonces salía a escena el presentador. “Damas y caballeros, respetable público…” Después de la minuciosa relatoría de los números previstos para la jornada, comenzaba en todo su esplendor la función circense.
Así, iban llegando por turnos los trapecistas con sus saltos suicidas. Luego el tragafuegos, suerte de dragón que escupía candela. Después las bellas bailarinas, los magos con sus pases de prestidigitación, el domador de leones dentro de la jaula, las exhibiciones de los elefantes, los asombrosos forzudos, los equilibristas, los malabaristas, los contorsionistas, en fin...
Los circos se pasaban en Manatí un par de días, o tal vez tres. Durante ese tiempo no había en la localidad suceso más importante. La última noche nos llenaba de tristeza, pues, al salir el último espectador y sin concederse un respiro, los tarugos procedían a desmontar la carpa, amontonaban todo sobre sus camiones, tomaban carretera hacia otro pueblo y... ¡hasta el próximo año! Sí, el circo fue en nuestra infancia algo que nunca podremos olvidar.

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viernes, 3 de julio de 2009

Golpes en la memoria

El golpe de estado es una antigua práctica con tufo a campamento militar. Según la enciclopedia on line Wikipedia, la locución procede del francés coup d'État y significa «toma súbita y violenta del poder político por un grupo de poder, vulnerando así la legitimidad institucional establecida en un Estado, es decir, las normas legales de sucesión en el poder plenamente vigentes con anterioridad».
El concepto debutó en Francia en el siglo XVIII. Pretendía justificar a ultranza las acciones de fuerza empleadas por el rey –violatorias de todas las legislaciones morales vigentes- para deshacerse de sus enemigos, siempre con el pretexto de mantener «la seguridad del Estado o el bien común».
Aquella definición original tiene zonas comunes con lo que en política se llama hoy «autogolpe», es decir, cuando el gobernante de un país democrático se autoconcede atribuciones hasta entonces solo concernientes al Estado y sus poderes. Así ocurrió en Perú en 1992. El presidente Alberto Fujimori disolvió el Congreso de la República e inauguró un régimen autoritario que gobernó hasta el año 2000.
Antes, en 1930, apareció el libro Técnica del golpe de estado, de Curzio Malaparte, que le otorgó modernidad al concepto. Dice en sus páginas: «El golpe de Estado es un recurso de poder cuando se corre el peligro de perder el poder». Esta afirmación sirve para recordar que el golpe de Estado ha sido un recurso de las clases dominantes cuando se les agotan los recursos de dominio constitucional y democrático.
A los cubanos la expresión «golpe de Estado» suele traernos odiosos recuerdos. Fue con la bota y la bayoneta que Fulgencio Batista tomó por la fuerza las riendas del país en la madrugada del 10 de marzo de 1952. Durante casi siete años nos impuso una sangrienta dictadura que dejó un saldo de más de 20 mil compatriotas muertos.
Otro tirano digno de la antología del crimen, el tristemente célebre Augusto Pinochet, derrocó con similares métodos a Salvador Allende, presidente constitucional de Chile, el 11 de septiembre de 1973. Antes de caer en combate en el santiaguino Palacio de la Moneda, el estadista sudamericano ofreció tenaz resistencia a los traidores.
Los golpes de Estado proliferaron en el mundo en los años 60 de la pasada centuria. Desde 1960 hasta 1989 el promedio fue de 12 cuartelazos anuales, es decir, uno al mes. El diario digital español 20 Minutos asegura que hubo años, como 1963, en que cada dos semanas tenía lugar una asonada militar en algún lugar del planeta. «Entender quién había llegado al poder, cómo y por qué, ocupaba buena parte de los análisis y editoriales de la prensa», acota.
Según una monografía del historiador venezolano Virgilio R. Beltrán, en 1968 el 62 por ciento de los países de Latinoamérica, Medio Oriente, Asia Sudoccidental y África estaban gobernado por dictaduras militares. Y agrega después: «Si hacemos la cuenta del total de pronunciamientos militares documentados en 25 países, desde 1902 hasta la última jugarreta de golpista en Venezuela (2002), resultan 327 golpes de Estado, contando los que se estabilizaron como dictaduras por meses o años y aquellos que duraron pocos días, como fue el caso de los repetidos golpes de Estado en Bolivia».
Realmente, en la historia latinoamericana los cuartelazos parecieron poseer el don de la ubicuidad desde que en el siglo XIX comenzó a transitar por las sendas de la independencia. Suerte de espada de Damocles, muchos gobernantes constitucionales de la región la vieron pender -¡y abalanzarse!- sobre sus cabezas en diferentes períodos.
Hubo casos en que los militares no lograron controlar el poder. Como el ocurrido en la ciudad peruana de El Callao, en 1834, cuando el presidente, Luis José de Orbegoso, se refugio allí perseguido por los golpistas al mando de los oficiales Gamarra y Bermúdez. El pueblo se enfrentó a los complotados, los derrotó y devolvió el cargo a Orbegoso. Desde entonces El Callao ostenta el título de «La Fiel y Generosa Ciudad del Callao, asilo de las Leyes y de la Libertad».
Y casos como el ocurrido en Panamá en 1902, considerado por la literatura especializada como el primer golpe de Estado latinoamericano ocurrido en este siglo, cuando los miembros de la Compañía constructora del Canal Interoceánico se alzaron en armas, ocuparon el Palacio de gobierno y se separaron de Colombia.
El periodista argentino Modesto Emilio Guerrero dice en su artículo «Memoria del golpe de Estado en América Latina durante el siglo XX», que el total de pronunciamientos militares que han castigado a los países del subcontinente en toda su historia asciende a 327. A pesar de que muchos no pasaron de la anécdota, dan una idea de lo extendida que estuvo semejante práctica en los cuarteles.
Bolivia encabeza en Iberoamérica el listado histórico de las naciones con más golpes de Estado intentados o consumados en su territorio: 190, de los cuales 23 triunfaron. El país andino llegó a registrar en una época más tentativas golpistas que años de independencia. Colombia lidera el otro extremo, con solo cuatro asonadas en su currículo. Siete países del subcontinente pasaron entre 45 y 50 años del siglo XX gobernados por gente de uniforme: Venezuela, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Argentina y Bolivia.
No asombra saber que el término gorila, que estigmatiza a los golpistas brutales, tenga linaje latinoamericano, pues el primero en darle uso con esa connotación fue un programa argentino llamado La Revista Dislocada, en 1955. Por entonces se proyectaba el filme Mogambo, con Clark Gable y Ava Gardner, que acontecía en la selva. El programa comenzó a parodiarlo y el público creyó oír en lo que decía un personaje (« ¡deben ser los gorilas, deben ser…!») una alusión a un complot contra el presidente Juan Domingo Perón. La Real Academia le da a gorila, entre otras acepciones, el significado de «militar que actúa con violación de los derechos humanos».
Los cuartelazos desaparecieron al sur del río Bravo en los años 80 y 90 de la pasada centuria, cuando hicieron mutis los últimos regímenes militares y volvió por sus fueros la democracia representativa. Solo una asonada triunfó desde entonces: la que encabezó en 1989 en Paraguay el general Andrés Rodríguez contra la cruenta dictadura de su anciano suegro, el también entorchado Alfredo Stroessner.
En la etapa hubo un intento de golpe de Estado fallido. Lo sufrió el presidente venezolano Hugo Chávez cuando en abril de 2002 la reacción lo apartó del cargo por dos días. El cuartelazo lo azuzaron la CIA y algunos medios de prensa para frustrar el proceso revolucionario iniciado allí por el carismático líder. Pero al final los militares leales y el pueblo lo repusieron en el Palacio de Miraflores.
Algunos expertos aseguran que en estos tiempos los golpes de Estado han sito reemplazados por los llamados golpes de calle, grandes manifestaciones populares que en su momento dieron el golpe de gracia a las presidencias de Abdalá Bucaram (Ecuador, 1997), Raúl Cubas (Paraguay, 1999), Jamil Mahuad (Ecuador, 2000), Fernando de la Rúa (Argentina, 2001), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia, 2003) y Lucio Gutiérrez (Ecuador, 2005). Pero, como para desmentir su certeza, ahí está el reciente cuartelazo en Honduras, el número 21 en la lista mundial de los intentados o consumados en este siglo.
En África los golpes de Estado se hicieron frecuentes a partir del proceso de descolonización de las naciones que integran el continente. El primero fue el que propinó en 1960 el coronel Mobutu Sese Seko, un militar semianalfabeto, a Patricio Lumumba, presidente legítimo del Congo Belga, actual Zaire. Lumumba fue asesinado con el apoyo de la CIA. El último se consumó en Madagascar el 17 de marzo de este año, cuando el presidente Marc Ravalomanana fue depuesto a punta de fusil. Las Islas Comoras tienen el récord africano de más golpes sufridos: más de 20 en sus 34 años de soberanía.
La vieja y estirada Europa no escapa de esta suerte de relatoría de la historia golpista internacional. España, por ejemplo, hubo de experimentarlos en su territorio cinco veces. La primera fue en 1923, con el cuartelazo de Primo de Rivera. Y la última la fracasada intentona de 1981, encabezada por el teniente coronel Tejero.
Tal vez algún lector se pregunte, entre curioso y perplejo: «¿Y por qué en Estados Unidos nunca se ha producido un golpe de Estado, a pesar de la pobreza en que vive parte de su población?» La respuesta, medio en broma y medio en serio, la dio la presidenta chilena Michele Bachelet, en una entrevista con un órgano de prensa: «¡Porque en Estados Unidos no existe una embajada de Estados Unidos!»
En efecto, ironía a un lado, en el 30 por ciento de los golpes de Estado ocurridos en este siglo en América Latina tuvieron participación las tropas norteamericanas. La cifra se aproxima al 70 por ciento si se habla solo del Caribe y Centroamérica. En todos los casos, omnipresente, tuvo incidencias «la embajada americana».

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