miércoles, 23 de septiembre de 2009

De todo y de algo

Ahora que acabamos de celebrar en Las Tunas el Festival Provincial de la Prensa Escrita, acude a mi memoria algo que le escuché a un profesor durante una conferencia, allá por mi época de estudiante en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba: «Los periodistas –dijo con acento enfático- deben saber algo de todo y todo de algo».
El retruécano me agradó tanto por su ingenio como por su mensaje Pero un detalle no me satisfizo: ¿y por qué solo los periodistas? ¿Por qué dejar fuera a quienes son ajenos a la tinta, la cámara y el micrófono? El lector coincidirá en que en materia de saber –de todo o de algo- hay mucha gente en el mundo con deudas por saldar.
Están los estudiantes secundarios, por ejemplo. Abundan los padres y maestros preocupados por la formación cultural de esos chicos aún inexpertos. Y no me refiero a la formación que se realiza en el aula. Aludo a la que solo se conquista trabando amistad con los libros, el cine, los museos... Para ser culto es necesario tener un hambre voraz por conocer algo nuevo. Pero debemos admitir que buena parte de los jóvenes de hoy no dan indicios de tener ese apetito.
La insuficiencia, por cierto, no es exclusiva de la gente joven. He tropezado con profesionales competentes en lo suyo, pero con una ignorancia colosal en temas que desbordan su especialidad. Personas capaces de disertar sobre los cambios climáticos, pero que palidecen cuando le preguntan si leyeron el último libro de José Saramago.
¿A quién culpar? Pues a la propia persona. A la escuela no se le debe tildar de irresponsable por no asumir una función que se le va de las manos. Lo más que se le puede exigir es orientar, sugerir buenas lecturas, recomendar un buen filme... Pero hasta ahí. Porque la cultura general no se adquiere por decreto. Requiere voluntad de quien la necesita. Lo otro corre a cuentas de la avidez de cada quien por procurarse un volumen de conocimientos generales suficientes como para no hacer el ridículo cuando se hable de un asunto difícil.
¿Quién dice que solo los filólogos deben conocer las sutilezas de la lengua materna? ¿Quién insiste en darle la exclusividad a los historiadores para explicar la batalla de Waterloo ¿Quién sostiene que a nadie, sino a los políticos, les corresponde estar al tanto de las relaciones internacionales y de su acontecer noticioso? Se trata de un tema en el que los padres deben incidir como paradigmas. Uno de ellos me dijo hace poco tiempo: «A mi hijo no le gusta leer como a otros chicos». Le pregunté: «¿Y a ti te gusta?» Me confesó que no.
Muchos de los padres actuales nacieron y se criaron en el último medio siglo. Ellos no pueden justificar que no tuvieron ocasiones de adquirir el hábito de leer por imperativos extradocentes. Si en algún momento de sus vidas renegaron de la escuela o no se dejaron cautivar por el encanto de la lectura, no pueden pretender ahora que sus hijos hagan lo contrario. Aunque nunca es tarde para intentarlo si se predica con el ejemplo. Los libros están ahí para apoyarlos.
Estas reflexiones me hicieron recordar aquella observación de mi profesor en la universidad: «Los periodistas debes saber algo de todo y todo de algo». Recuerdo que al terminar la conferencia me le acerqué y le dije: «Profesor, ¿no le parece que la frase quedaría mejor si en lugar de periodistas pusiéramos personas?» Él me miró un momento, meditó y finalmente me dijo: «Estoy de acuerdo».

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jueves, 10 de septiembre de 2009

El yerno cubano de Carlos Marx

Las casualidades suelen ser muy caprichosas y ubicuas. Una de ellas quiso que un compatriota nuestro fuera yerno del mismísimo Carlos Marx, el fundador del llamado socialismo científico.
Su nombraba Pablo Lafargue y vino al mundo en Santiago de Cuba el 15 de enero de 1842. «Hijo único de una antigua familia de plantadores», como le escribió Marx a su amigo Federico Engels, descendía de un judío francés y de una mulata haitiana instalados en la ciudad oriental luego de escapar de la violencia reinante en Haití en tiempos de la rebelión anticolonialista.
Pablo cursó sus primeros estudios en Cuba. Luego su padre abandonó su próspero negocio de café en la isla y se mudó con la familia a Francia. Años después el joven ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de París. Pero su participación en un congreso estudiantil en la ciudad belga de Lieja provocó que todas las universidades francesas le prohibieran acceder a sus aulas. Tuvo que marchar a Londres para reiniciar allí sus estudios superiores.
En la capital inglesa se convirtió en un asiduo visitante de la casa de Marx.
En una oportunidad en que le realizó una visita de cortesía, «el muchacho empezó a encariñarse conmigo, pero pronto traspasó el cariño del padre a la hija», escribió de nuevo Marx a su amigo Engels. Se trataba de Laura, la segunda descendiente del famoso pensador alemán, con la cual Pablo formalizó relaciones amorosas en 1866.
Los jóvenes acordaron que el matrimonio no se celebraría hasta tanto él no culminara su carrera de médico en la universidad londinense. En 1868 la terminó y se efectuó la boda. Carlos Marx no solo encontró en Pablo a un yerno que haría feliz a su hija, sino también a un auxiliar capaz e inteligente y a un intérprete fiel de su obra.
Lafargue escribios varios libros. El más conocido y polémico de todos fue El derecho a la pereza (1880), uno de los más difundidos de la literatura socialista mundial, probablemente solo superado en ese aspecto por el Manifiesto Comunista, de Marx y Engels.
El 25 de noviembre de 1911, convencidos ambos de que habían vivido ya el tiempo suficiente, Pablo y Laura Lafargue se suicidaron de común acuerdo, luego de haber pasado una espléndida tarde en un cine de París y de haberse regalado unos pasteles de hojaldre.
Ante sus tumbas hablaron personalidades tan relevantes como Jean Jaurés, la máxima figura del socialismo francés, y un revolucionario ruso exiliado que respondía al nombre de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido en aquellos predios por el seudónimo de Lenin.
En su carta testamento, hecha pública después, Pablo Lafargue explicó las razones de su sorprendente e inesperada decisión:
«Sano de cuerpo y espíritu, me doy muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras de otro los placeres y goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico».

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martes, 1 de septiembre de 2009

Sofía en prescolar

Mi pequeña Sofía asiste hoy por primera vez a la escuela ¡Qué bonita luce mi princesa mayor con su uniforme de estreno y su sonrisa feliz! Ayer se la pasó hablando -en su hablar- de lo que será para ella esta nueva etapa de su vida: «Papito, ya estoy en preescolar, ¡ahora soy grande…!», me dijo, alborozada. Y yo, incapaz de asimilar dentro de mi pecho ni una onza más de paternal orgullo, la apreté fuerte contra mi corazón.
Cuando al filo de las ocho de la mañana llegó al círculo infantil para participar en el acto de inicio de curso, depositó una flor ante el busto de Martí. Las manos de mi hija -de mis hijas- traen siempre una ofrenda de pétalos para el autor de La Edad de Oro, ese hermoso libro que ella conoce tan bien. Luego Sofía tomó del brazo a Beatriz, su hermanita menor, y ambas partieron a conocer lo desconocido.
En el patio de la guardería se encontró con sus compañeritos de salón, igualmente atildados y eufóricos. Y con sus padres y madres, también henchidos de satisfacción por el acontecimiento. Son los mismos chiquitines que comparten con Sofi la cotidianidad desde que apagaron su primera velita y rasgaron su primera piñata. El círculo infantil Las Tres Casitas resultó desde entonces su segundo hogar; y las educadoras y auxiliares, sus madres de circunstancia.
Acaba de desplegarse ante Sofía una linda etapa cuajada de expectativas. La tía deviene ahora maestra; y el juego, aprendizaje. Dentro de poco establecerá nexos con las letras y los números. Aprenderá a simplificar, a leer y a escribir. Conocerá el mundo y a sus criaturas. Todos los días retornará a casa con un conocimiento nuevo, presta a ejercer su flamante y adorable magisterio. Y yo -padre incorregible y afortunado- volveré a sentirme otra vez discípulo.

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