lunes, 31 de agosto de 2009

Correctivos escolares


«La letra con sangre entra», sentenciaba así, tajante y sin derecho a réplica, un anacrónico proverbio docente atribuido a Apeles, famoso pintor de la Grecia clásica. En mi etapa de estudiante de la enseñanza primaria confirmé cientos de veces la «efectividad» de tan pavoroso precepto. Pero eran tiempos muy diferentes aquellos años 60 del siglo pasado.
En honor a la verdad, los maestros y maestras de mi niñez no se andaban por las ramas a la hora de aplicar «correctivos» ejemplarizantes a los alumnos díscolos. Ahhh, ¿conque no realizaste la tarea orientada? Pues allá te va un pellizco que te hará ver las estrellas. ¿Risas furtivas y burlas en clase? Eso merece un tirón de orejas. ¿Falta de respeto al profesor? Bueno… ¡el acabóse!
Aún sonrío al recordar a cierta maestra manatiense que impartía lecciones -¡y lesiones!- en el aula de quinto grado del Centro Escolar Orlando Canals. Era severísima con los indisciplinados. Y para hacerlos entrar en cintura apelaba a un recurso infalible: una regla de madera -que alguna vez fue tablilla de persiana- a la cual puso por nombre «doña Juana». ¡Qué malas pulgas se gastaba la doña!
Pero no supongan los más jóvenes que los padres montaban en cólera y corrían a exigirles explicaciones a los maestros por tamaños excesos con sus hijos. ¡Nooo! Por el contrario, ocurría a menudo que la zurra en el aula tenía una segunda parte: la paliza al llegar a la casa. Papá y mamá decían que «por no portarse bien y ser desobediente».
Los chicos que durante el curso escolar eran evaluados por sus maestros como recalcitrantes y desaplicados no solían hacerse acreedores de unas «merecidas vacaciones», como reza el lugar común. Para «domar» a aquellas fierecillas sus progenitores recurrían a las célebres escuelas particulares, que funcionaban en casas de familias con licencia para enseñar y educar a como diera lugar.
En estos centros alternativos las tácticas y las estrategias para allanar el camino del «saber» eran como para persignarse. A la menor insubordinación se echaba mano a castigos singularísimos Entre los más temidos y «refinados» figuraba obligar al rebelde a ponerse de rodillas durante una laaaaaaaarga media hora sobre las caras estriadas de dos chapillas de botellas. Aquellas protuberancias metálicas penetraban piel adentro hasta hacerlo rabiar de dolor.
Los castigos podían ser, además de físicos, caligráficos. Para los chicos con errores (¡horrores!) ortográficos, los maestros concibieron una forma radical de enmendarlos: las famosas «líneas». Consistían en escribir mil, dos mil, tres mil veces sobre una hoja de papel «vaca se escribe con v». ¿Así quién olvidaba la ortografía de la palabra?
Lo admirable de semejantes prácticas era que tanto en las escuelas oficiales como en las particulares se establecía una suerte de acuerdo tácito entre padres y maestros, donde aquellos les manifestaban a estos cuando se referían al tratamiento a sus hijos: «Lo que ustedes hagan con ellos estará bien hecho. Tienen nuestra autorización».
Hoy tal vez no exista un maestro en Cuba –¡ni uno!- que se atreva a ponerle un dedo encima a un estudiante indisciplinado. Ni siquiera a alzarle la voz. Y no solo porque se trate de métodos antipedagógicos y obsoletos, sino también porque tendría que vérselas con padres furibundos que lo buscarían para pedirle cuentas.
Sin embargo, aquellos correctivos escolares de décadas pretéritas se instalaron en los anales no como un precedente bochornoso, sino como un componente del folclor didáctico cubano. No los evoco con rabia, sino con la certeza de que respondieron a una coyuntura dejada definitivamente atrás por las ciencias pedagógicas modernas.
«La letra con sangre entra», reza el proverbio docente que vaya usted a saber en qué contexto pronunció por primera vez el citado artista helénico. ¿Tendrá algo de cierto? No tengo vocación de masoquista. Pero, ppsssss, aquí, entre usted y yo, en ciertos momentos un coscorrón les abre las entendederas al más pinto. ¡Sí señor!

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jueves, 27 de agosto de 2009

El pequeño patriota paduano

Este cuento es una versión del que aparece en el libro Corazón, de Edmundo de Amiscis. Es una joya que quiero compartir con mis lectores.

Un navío zarpó de Barcelona para Génova. Llevaba a bordo franceses, españoles y suizos. Había, entre otros, un niño italiano de 11 años de edad, solo y mal vestido, que estaba siempre aislado como animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y con razón, pues hacía dos años que sus padres lo habían vendido al jefe de una compañía de titiriteros, quien, después de enseñarle a hacer varios juegos a fuerza de puñetazos y ayunos, lo llevó por Francia y España pegándole siempre y teniéndolo hambriento.
Llegado a Barcelona, y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado tan lamentable que inspiraba compasión, se escapó de su carcelero y fue a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, lo había embarcado en aquel navío, dándole una carta para el alcalde en Génova, quien debía enviarlo a sus padres, aquellos mismos que lo habían vendido como una bestia.
El pobre niño estaba lacerado y enfermo. Viajaba con pasaje de segunda clase. Todos lo miraban, algunos le preguntaban, pero él no respondía y parecía odiar a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes durante esos años!
A fuerza de insistencia, tres de los viajeros que hacían la travesía lo hicieron hablar, y en pocas palabras torpemente dichas, mezcla de italiano, español y francés, el muchacho les contó su triste y desgarradora historia. Parte por piedad, parte por excitación del vino, le dieron algunas monedas, instándolo a que contara más.
-¡Toma, toma más! -le decían mientras le entregaban las monedas.
El muchacho las recogió todas, dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo. Después de dos años de no comer nada más que pan, podría por fin comprarse una chaqueta apenas desembarcara en Génova.
Aquel dinero era para él una fortuna y en esto pensaba mientras los tres viajeros conversaban y bebían sentados en la mesa. Se los oía de hablar de sus viajes y de los países que habían visto. Y de conversación en conversación vinieron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de su ferrocarril y luego todos, animados, hablaron mal de todo. De los estafadores, bandidos, farsantes, comentaban que los empleados no sabían leer…
-Es un país de ignorantes - dijo el primero, enérgico.
-Un pueblo sucio - añadió el segundo con voz gangosa.
-La… - exclamó el tercero, que iba a decir ladrón….
Pero no pudo terminar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre las cabezas y espaldas de los tres, y descargó en la mesa y el suelo con un ruido infernal. Los tres se levantaron furiosos, mirando hacia arriba, y recibiendo aún un puñado de monedas en la cara.
-Recobrad vuestro dinero -dijo con desprecio el muchacho-. Yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria.

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martes, 18 de agosto de 2009

Respuesta lírica a un comentario irónico

Suelo dar especial atención a los comentarios que los lectores cuelgan en mi blog.
A los retóricamente ofensivos los elimino. Y no por lo que dicen, sino por cómo lo dicen.
A los que discrepan con respeto, los acojo. Y no tanto por lo que dicen, sino por cómo lo dicen.
A los que hablan de amistad, les reservo un sitio especial. Por lo que dicen y por cómo lo dicen.
Digo esto a propósito de un comentario que un visitante anónimo dejó hoy en mi post Divina Chapaleta. No es ofensivo. Pero ofende. Lean:
«Querido Juan: ¡Cuán desperdicio de talentos hay en Cuba…! Si no vivieras en Cuba tu vida fuera diferente y con una libertad sin limites. ¿Sabes cuántas playas como esa hay en el mundo libre? Si pudiera te regalaría un ticket a la libertad para que pudieras darle rienda suelta a tus ideas y reflexiones... Saludos.
Un Cubano Libre».
No sé qué pensarán mis lectores acerca de esta nota escasa de ética y cargadita de sarcasmo. Cada cual la interpretará y calificará según sus códigos, porque nadie es propietario de la verdad absoluta. En mi caso, y sin detenerme en las alusiones del visitante a la libertad -concepto polisémico-, creo pertinente dedicarle una breve glosa.
Pienso que toda persona es libre de elegir el lugar del mapamundi donde desea levantar campamento. También de profesar una ideología, aunque no comulgue con la oficial. Incluso de opinar sobre cualquier asunto de manera civilizada. Pero me apenan los seres que desprecian y se avergüenzan de la humildad de la tierra que los acunó.
Doy por hecho que en el mundo existen uhhh..., quién sabe cuántas playas superiores en calidad a Chapaleta, el plebeyo «balneario» manatiense. Seguro son frecuentadas por turistas de las más variadas procedencias y disponen de comodidades y lujos para pasarla allí de maravillas. Eso parece tan obvio que no amerita discusión.
No, Chapaleta no dispone de nada de eso. Es apenas un trozo virgen de litoral al que las olas besan y los alisios arrullan con devoción de parientes cercanos. Pero así, desaliñada y desconocida, es nuestra playa. Un fragmento arenoso y salado de patria. No la comparo ni la menosprecio. La acepto y la quiero así, tal como es.
Le propongo al visitante anónimo estos versos del poeta portugués Fernando Pessoa. Después de leerlos tal vez comprenda lo que digo:
El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea
porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea.
No tengo prejuicios contra nada ni nadie. ¡Por ningún motivo! Considero al globo terráqueo, incluyendo sus tres cuartas partes de agua, mi Patria Grande. Pero -¿saben?- siento un especial cariño por lo que me es cercano y entrañable. A quien desprecia lo suyo por enaltecer lo del prójimo, Pessoa le advierte con este trozo de poema :
«Sigue tu destino, ama tu vergel, a tus rosas ama. El resto es la sombra de árboles ajenos».
No sé si habrá entendido algo mi visitante anónimo. Ojalá que sí.

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domingo, 9 de agosto de 2009

Divina Chapaleta


Cuando a los manatienses nos hablan de playas, nos suele venir al pensamiento la de Los Pinos. En efecto, ese conocido punto de la costa municipal constituye desde hace alrededor de 30 años el sitio de arena y sol más concurrido para la población local. Y no precisamente porque sea un balneario de primera categoría ni mucho menos –en realidad, carece de categoría-, sino porque... ¡no disponemos de otro con mejor acceso!
Playas hubo por acá que con el inexorable paso del tiempo vinieron a menos y ya apenas se les recuerda, como la popularísima playita del Puerto, que en los años 60 y 70 del siglo pasado era visitada vía ferrocarril por casi toda mi generación. Para que la gente se acomodara disponía de apenas unos banquitos de madera emplazados en la orilla. Y para echarle algo al estómago -caliente o frío- había que ir hasta el popularísimo Merendero, situado a una cuadra de distancia y no siempre bien surtido. Pero, a pesar de los pesares, uno la pasaba bien allí. Ya son contados quienes la frecuentan.
También ocupa un lugar en la lista de «opciones» de agua salada de aquellos tiempos la playa de Sabana, liberada ya de la ponzoña que por años derramó en sus aguas el metabolismo de la fábrica de azúcar próxima, pero inutilizada por carecer de infraestructura. A falta de transporte automotor seguro para el viaje de ida y regreso, muchos manatienses íbamos a pie, en bicicletas o en carretones, pues solo dista seis kilómetros del pueblo.
Sin embargo, la playa de Chapaleta continúa siendo el paradigma de lugar donde darse un buen chapuzón en el Atlántico. ¡Qué sitio tan hermoso! Cada vez que la visito me convenzo más de que merece un destino superior. Ya desearían algunos balnearios cubanos de mejor fortuna disponer de condiciones naturales tan excepcionales como esta suerte de Cenicienta costera, bellísima y emprendedora, pero sin un príncipe encantado que la dignifique como se merece.
Por razones de proximidad geográfica y posibilidades de transporte marítimo, son los habitantes del Puerto de Manatí quienes con mayor frecuencia enfilan las proas de sus botes hasta sus inmediaciones, pues, casi inaccesible por tierra, para llegar hasta su orilla se precisa de una embarcación con la cual cruzar el canal de la bahía donde se encuentra situada. Los manatienses mediterráneos envidiamos intensamente ese privilegio dado a los portuarios.
En Chapaleta no existe ni gastronomía ni hospedaje. Tampoco alternativas para coordinar con garantías de ida y regreso una excursión. Se trata –así de simple- de un recodo de litoral donde la civilización aún no ha hecho acto de presencia ¡Pero qué bien la pasan allí los veraneantes eventuales en sus aguas limpias y transparentes! ¡Cuánto se disfruta la naturaleza que la privilegia! ¡Qué hermoso panorama regala su mundo subacuático a los inmersionistas!
No he visto arenas más blancas ni aguas más claras que las de la divina Chapaleta. Tampoco rinconcito superior para bañarse a resguardo de las inclemencias solares que el canal bajo las uvas caletas cuando llega el paro de marea. Lástima que sus difíciles condiciones de acceso y la difícil situación económica que enfrenta Cuba hayan impedido adjudicarle a este paradisíaco emplazamiento costero las prerrogativas que debió tener por derecho propio.

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