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lunes, 23 de febrero de 2009

Emperadores del brillo

Mientras su pensamiento deambula por sabe Dios cuántos sitios y asuntos diferentes, el viejo Ray convierte en arte el antiguo oficio de limpiar zapatos. Lleva tantos años haciendo lo mismo que ya lustra casi por instinto. «Suba al sillón y póngase cómodo», le pide al que cliente que llega. Y entonces comienza la liturgia del brillo.
Primero es el agua para eliminar la suciedad. Después la tinta rápida, siempre cuidando de no manchar las medias ni los bajos del cliente. El betún tiene su maña. En eso el dedo pulgar derecho de Ray merece un Guinness. Viaja entre el calzado y la vasija con la celeridad de un rayo. Y va embadurnando el tacón, la puntera, el talón, el empeine... Donde se posa, irradia la luz.
Luego debuta en el aseo don cepillo. Así, chas chas chas, coordinado con rítmicos movimientos de brazos. El lustre final se le confía al paño. Si es de gamuza, mejor. Ray sabe cómo hacerlo estallar en el aire como si fuera un látigo para que el cliente admire su pericia y pague satisfecho por el trabajo realizado. Es una de sus especialidades. ¡Ahhh, muy bien, refulgen como espejos los zapatos!
El origen de los limpiabotas se despista en la consabida noche de los tiempos. Sin embargo, no creo que se remonte a 15 mil años atrás, cuando los hombres prehistóricos comenzaron a cubrirse los pies con pieles de animales para protegerlos al andar por la fría nieve. Si de precisión se trata, me quedó con la que hace la célebre imagen del francés Louis Daguerre tomada en 1838 desde la ventana de su estudio en París. La instantánea se conoce con el nombre de Boulevard du Temple y en ella aparece la primera persona fotografiada de la historia: ¡un limpiabotas!
Con independencia de las dudas en torno a cuándo comenzó la era de los lustradores, quienes conocen del tema afirman que estos ubicuos y cosmopolitas artífices del brillo gozaron de su minuto dorado a fineales del siglo XIX e inicios del XX, momento del debut comercial de la fórmula moderna del betún, ese producto imprescindible en la gaveta de todo limpiabotas que se respete. Añaden que las guerras mundiales potenciaron su demanda mediante la limpieza del calzado militar utilizado por las tropas.
Muchas personas que en su adultez ganaron notoriedad contribuyeron cuando niños al sustento familiar como limpiadores de calzado. En el ámbito de la política, no se avergüenzan de haberlo sido Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil, ni el exmandatario peruano Alejandro Toledo. Limpiabotas fue también Malcom X, el norteamericano luchador por los derechos civiles de los negros, quien practicó el oficio en clubes nocturnos de Nueva York.
Otros que convivieron sin sonrojarse con el cepillo y el betún fueron, en diferentes fechas y lugares, el pelotero dominicano Sammy Sosa, el cantautor venezolano Alí Primera, el cómico azteca Mario Moreno (Cantinflas), el vocalista boricua Daniel Santos, el futbolista brasileño Edson Arantes do Nascimento (Pelé), el actor estadounidense Anthony Quinn y el púgil cubano Eligio Sardiñas (Kid Chocolate). Mucho brillo tuvieron que sacarles a botines ajenos antes de brillar luego ellos mismos en sus respectivas profesiones.
Las artes no les han resultado esquivas a los lustradores de zapatos. Así, un drama fílmico del 1946 del gran Vittorio de Sica lleva ese nombre: El limpiabotas. Y una película mexicana, El bolero de Raquel, asume también ese argumento. Además, sobre el tema hay una canción interpretada por Frank Sinatra y Bing Crosby; una novela de la autoría de Doug Stumpf; y hasta un dibujo animado de televisión en el que un simpático perro oculta su identidad tras el aspecto de un bruñidor de calzado.
TODO LO QUE BRILLA NO ES ORO
«A mí nadie puede hacerme cuentos ni decirme lo que éramos los limpiabotas antes de 1959 –dice mientras cepilla un mocasín caoba Rubén Rodríguez Guerrero, quien, con sus seis décadas en el oficio, presume de ser el lustrador más antiguo de Las Tunas.- Y no solo por el escaso dinero que ganábamos, sino también por los maltratos y las humillaciones que teníamos que aguantarle a la gente que nos menospreciaba. Yo sí puedo hablar de aquello».
Rubén comenzó a limpiar zapatos en la ciudad a los ocho años de edad. De esa época recuerda con rencor a los guardias de la dictadura de Batista. Andaban de ronda por el parque Maceo y cuando lo divisaban con su cajón y su banquito le gritaban: « ¡Oye, tú, ven y limpia!» El niño acudía y les pulía las botas. Pero los esbirros se negaban luego a pagarle los 10 centavos. «Anda, dale por ahí, andrajoso », lo ofendían. Si reclamaba de nuevo, las bestias con uniforme le daban una patada al cajón. Aquella gente llevaba los zapatos limpios, pero los sentimientos muy sucios.
«En el capitalismo ser limpiabotas era la última carta de la baraja –asegura-. No servía ni para malvivir. Lustrar un par de zapatos llegó a valer solo tres centavos. Yo dejaba los pies por las calles en busca de clientes. Me iba con mi cajón por el paradero del ferrocarril, el reparto La Victoria, el centro de la ciudad... Menos alpargatas, limpiaba de todo. Trataba de estar lejos de los guardias, porque si te sorprendían merodeando por esos lugares te decían: “¡piérdete de aquí ahora mismo! ” ¿Y qué iba a hacer uno? ¡Perderse! Aquel desprecio no se me ha olvidado».
Lo que Rubén nunca soñó fue que cuando la Revolución tomó el mando, él comenzaría a limpiar zapatos en un cómodo local junto a varios de sus antiguos compañeros de oficio e infortunio, con un sueldo digno, enaltecido como ser humano y respetado por la gente. Ahí permaneció durante un buen tiempo, hasta que en febrero de 2006 la antigua casona fue convertida en un lujoso salón de limpiabotas –El Brillo- en el céntrico bulevar tunero. Ahora allí lustran con aire acondicionado y mucho confort en 10 sillones que para qué contar. Su hijo Rubén trabaja con él...
UNA HISTORIA INCREIBLE
Se llama igual que su padre: Rubén Rodríguez. Cumplió 44 años de edad y lleva 15 limpiando zapatos. Antes fue metalúrgico, pero renunció a los altos hornos «para estar al lado del viejo». En el salón se especializó en lustrar calzado blanco, algo que, por lo complejo, no todos sus colegas saben hacer. Tiene una clientela grande, y estable que justipreciar la calidad de su servicio. ¿Anécdotas? «Bueno, yo creo que cuando se la cuente no me la va a creer». Y entonces me relata la insólita historia.
«Fue recién inaugurado el salón –recuerda- Era de mañana y todavía no teníamos mucha gente para limpiar. Salí afuera un momento a hacer una gestión. No demoré mucho, quizás unos 10 minutos. Y cuando estuve de regreso, lo vi. Estaba sentado muy campante y todo vestido de blanco en el primer sillón, cerca de la puerta. Yo me paré al lado del mío. Volví a mirarlo. Y me dije: “No, no puede ser él”. Pero sí, ¡era el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque en persona! Andaba recorriendo el bulevar con Jorge Cuevas, el secretario del Partido en Las Tunas».
Rubén cuenta que después de conversar un rato con los presentes, quienes le hicieron preguntas acerca de su reconocida faceta de compositor musical, Almeida se viró para él y casi le ordenó: «Súbete a ese sillón, que hoy soy yo el que te va a limpiar los zapatos a ti. Voy a recordarme de los tiempos en que fui limpiabotas en el parque de la Fraternidad.» Y con la misma puso manos a la obra.
«Los que estaban allí no lo podían creer –rememora-. Algunos de ellos llegaron a pensar que era una broma y que Almeida no se ensuciaría las manos con el betún. Pero se equivocaron. ¡Se las embarró! Yo le aseguro a usted, le apuesto lo que desee, que ningún dirigente del mundo es capaz de hacer algo parecido. Y con la historia que tiene Almeida, menos que menos. Dio la casualidad que por allá afuera andaba un fotógrafo con su cámara. Alguien lo llamó e hizo la foto para que no digan que fantaseo».
LIMPIABOTAS INTELECTUAL
Jamás le pasó por la cabeza limpiar zapatos. «Los míos sí, pero los de los demás, ¡nunca!», aclara, risueño. Y es que Roberto Acosta Peña, además de cortar caña y labrar el surco en el capitalismo, se hizo contador profesional a base de sacrificios. Luego de 1959 le tomó el gusto al estudio y obtuvo el pergamino de contador planificador. Finalmente, en 1980, se graduó de licenciado en Economía General, después de transitar por unos cuantos almanaques entre nóminas, calculadoras, informes y formularios.
«Cuando llegué a los 60 años de edad, me jubilé –afirma este tunero legítimo-. Pero enseguida me aburrí de no hacer nada y decidí hacerme limpiabotas. Fue una resolución sabia, porque este oficio me ha dado muchas satisfacciones y alegrías. Principalmente conocer a personas importantes, como deportistas, músicos, profesores, dirigentes... Son clientes fijos de mi sillón. Vienen a limpirse los zapatos conmigo porque les agrada mi conversación y porque saben que soy gente responsable, seria y revolucionaria.»
Roberto se considera un profesional en su oficio. Y no compromete la calidad por nada del mundo. «Porque al que le haces un mal trabajo, no regresa», testifica. De ahí que se preocupe tanto porque sus productos sean siempre de primera. Cada vez que puede, realiza una inversión y compra algo en la shoping. Como el relux, un líquido que se mezcla con alcohol y da una tinta excelente para dar brillo.
«Mi clientela es selecta –reitera-. En mi sillón no toma asiento la furrumalla ni la gente grosera. Tampoco acepto a los borrachos ni a los antisociales que hablan mal de la Revolución. A esos les doy camino enseguida. Mientras limpio, me gusta hablar de política y de cultura. Y analizar los temas con gente que sabe. Por eso mis usuarios dicen por ahí que yo soy un intelectual del brillo. Ah, y también hago décimas. Todos los días improviso varias. ¿Quiere una? Ahí va:
/ Me dicen el rey del brillo / amigos amablemente / porque soy, precisamente / en la limpieza un caudillo. / Porque manejo el cepillo / con mucha facilidad / los del campo y la ciudad / cuando hasta mí han llegado / en el brillo del calzado / tienen su felicidad./
Con su sillón de metal montado sobre ruedas y su singular manera de afrontar la vida, el alba y el ocaso lo enaltecen cada jornada. Cuando Roberto agasaja con betún y tinta la epidermis del calzado, hace destellar la ética de las personas decentes y le extrae fulgores a la dignidad de un oficio ultrajado por una época definitivamente vencida.
LA HORA DE LOS LIMPIABOTAS
Alguien me aseguró hace poco que el oficio de limpiabotas anda con el certificado de defunción en el bolsillo. «Está irremediablemente condenado a desaparecer –dijo con absoluta seguridad-. Los viejos que hoy lo ejercen se lo llevarán a la tumba, porque la juventud no quiere saber de cajones ni de cepillos. Además, en el mundo ya casi todos los zapatos se fabrican con material sintético, y la gente se pone con sandalias y calzado deportivo. Ninguno necesita betún ni tinta. ¿Entonces para qué?»
A pesar de sus argumentos, no compartí la ortodoxia de su hipótesis. La vida se nutre también de cierta dosis de subjetividades. Y cuando no esté Ray con su trapito empapado en agua para neutralizar el polvo de la bota; o cuando falte Rubén con su destreza para untar betún con el pulgar derecho; o cuando la historia del otro Rubén con el comandante Juan Almeida Bosque sea apenas un rasero para medir la grandeza de la sencillez –o viceversa-, el recuerdo de los limpiabotas perdurará.
Y mientras les llega la hora definitiva, ellos continúan ahí, en sus sillones, al alcance de la mano. O mejor dicho: del pie. Colmándonos de brilllo la existencia.

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martes, 3 de julio de 2007

Heroínas de la retaguradia

De las amas de casas a tiempo completo no suele hablarse. Sin embargo, ¡cuánto merecen ellas que se les reconozca y estimule! Por razones de pragmatismo, el lente público apenas las tiene en cuenta en sus primeros planos. El pedestal rara vez les reserva sitio en los agasajos y en las distinciones. Por su parte, el almanaque está todavía por ofrendar 24 horas en su honor. Y es lamentable semejante anonimato. Porque, si de trajinar en grande se trata, ¿quién les saca ventaja a estas mujeres guardianas del orden y el equilibrio domésticos?
Conozco a muchas que bien podrían ser declaradas heroínas del trabajo. Sus jornadas comienzan con el alba y culminan con el ocaso. Planchan, lavan, van al punto de leche, cocinan, friegan, barren, atienden visitas, sacuden, acomodan, organizan, regatean en el mercado, cuidan niños, cosen, contestan el teléfono... En los viajes a la playa se encargan del fogón mientras los demás se divierten. Carecen de domingos libres, de sábados cortos, de vacaciones, de sindicato y de salarios. Pero -¡ay!- sus nombres nunca figuran en los murales ni las eligen obreras destacadas. Sucede que una torcida filosofía ha llevado a pensar que solo se laborea cuando se dejan atrás los predios domésticos. Olvidamos de buena fe que las amas de casas trabajan para que otros puedan trabajar. Sin ellas todo sería más difícil.
La ANIR debería tenerlas entre sus innovadores más capaces y originales. ¡El ingenio es uno de sus fuertes! Ellas lo mismo reparan la junta de una olla de presión que adaptan una receta de cocina a las disponibilidades del momento. Saben también arreglárselas para que el detergente rinda un lavado más y para que el arbolito ornamental no se marchite. Y si de "inventar" con los calderos se trata... Bueno, en los momentos más apretados del Período Especial escuché a más de una musitar con rostro contrariado: "hoy no sé que haré de comida." Empero, jamás ninguno de los suyos se fue a la cama con el estómago vacío.
Por mucho que se intente, no logra uno explicarse cómo casi todas consiguen hacer tan buenas migas con el reloj para que sus múltiples y variadas tareas estén en hora: el almuerzo de Fulano para las once, el uniforme de Mengana para la una, el equipaje de Zutano para las siete... Y hay más: cuando los que trabajan en la calle irrumpen en casa al mediodía o al atardecer, encuentran el piso limpio, la mesa lista y las habitaciones ordenadas. Por tamaña laboriosidad es raro que el ama de casa reciba un "caramba, mujer, qué bien todo, te la comiste." Eso casi nunca la apesadumbra. ¡Ya está acostumbrada! Mientras su gente echa una siestecita post-almuerzo, ella aprovecha para cogerle el falso a un pantalón o tal vez para lustrar los cristales de la vitrina con un método acabado de aprender.
Tener un ama de casa en la retaguardia es un tesoro que algunos todavía no han justipreciado en toda su dimensión. Ella es capaz de echarse el hogar a cuestas para que su hijo marche lejos a estudiar. O de cuidar al nené toda la noche para que mamá y papá tiren una canita al aire en el carnaval. ¿Incentivos? Saberse útil, aunque explícitamente no se lo reconozcan. Compartir la tacita de café con la vecina de al lado. Contribuir a la felicidad familiar con su presencia feliz. Y hasta, quizás, conmoverse con cierta novela que Radio Progreso transmite especialmente para su consumo en el horario en que la soledad y el silencio se abalanzan sobre el inmueble en que ella es reina.
En fin, las amas de casas merecen nuestra reverencia. Tal vez en algún momento se creen condecoraciones al mérito para prendérselas al delantal, que es la pieza paradigmática en su indumentaria doméstica. ¿Y por qué no designar un día en su honor? Una decisión así tendría muy buena acogida. ¿Cuál día? Cualquiera. ¿Acaso ellas hacen distingos entre los 365 del calendario? Es una propuesta llamada a generar simpatías. Por favor, los que estén de acuerdo, que levanten simbólicamente las manos...

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domingo, 11 de marzo de 2007

La reina cubana de la mocha


Desde hace casi 30 zafras –ella no mide el tiempo de otra forma- sus proezas de machetera dejaron de constituir titulares de prensa. Agonizaba la década de los 60 cuando empuñó por primera vez una mocha. A partir de entonces, el cañaveral fue su domicilio y el plantón su recurrencia. Tanta caña tumbó esta mujer menuda como la caña misma, y, como la caña también, dulce y cubanísima, que su nombre exhala todavía la fragancia del guarapo. Petra Almaguer…, ¿alguien la recuerda?
La tengo sentada frente a mi en su casa de Puerto Padre, el retiro que escogió para darle -¡al fin!- unas arrobas de reposo a su vida. Está rodeada de diplomas, medallas, fotografías, recortes, certificados, recuerdos… A pesar de sus 81 años cumplidos, de su pelo marchito, de sus manos agrietadas y de sus arrugas venerables, luce tierna y dispuesta. Y se me ocurre pensar que es por culpa de sus ojos, brillantes como los de una quinceañera cuando su dueña se pone a hablar sobre cañaverales.
-Petra, ¿cuándo y cómo fue que usted comenzó su vida de machetera?
-Ay, mi madre, ¿quién se acuerda? Hace tantos años de eso… Déjeme decirle que lo primero que hice fue lavar y planchar pago en la zona de Velasco. Por allá vivía mi familia antes de la Revolución. Me levantaba oscurito a fajarme con la ropa tiznada que me traían los macheteros. La caña vino después, cuando nos mudamos para San Miguel y me puse a trabajar en una tienda. Un día llega el responsable y me dice: “Petra, creo que te vas a tener que ir de aquí, porque la que era dependienta quiere volver a su puesto. Dice que al marido se lo llevó el Servicio Militar y que está cobrando solo siete pesos. Imagínate, con ese dinero no hay quien mantenga un matrimonio”. ¿Y qué iba a hacer yo? ¡Pues irme! Traté de colocarme en otro lado, pero nada. Lo único que había para ganarse unos reales era la caña. Le dije a mi esposo: “Si tú me dejas me atrevo a cortar”. Y él: “No, va y lo que te cortas es un tendón con la mocha”. Al final lo convencí, aunque en aquella zafra de 1966 solo piqué unas poquitas arrobas, pues estaba acabándose. Así empecé.
-Pero parece que le gustó, porque permaneció mucho tiempo junto al tajo…
-Nada menos que 13 zafras seguidas. La de 1975 fue la mejor, pues terminé con 119 mil arrobas. No sé, pero creo que en Cuba nunca una mujer picó tanta caña. Si me pongo a sacar números, yo debo de haber tumbado varios cañaverales juntos. Y eso que solo pesaba 105 libras. ¡Que si no…! Recuerdo que una vez pusieron al lado mío a cuatro mujeres de la zona y le dieron una carrera a cada una para que las sacaran. Yo cogí cuatro para mí sola y ra ra ra… ¡salí a la guardarraya primero que ellas! Es que yo sabía cortar caña. A veces las tumbaba de una en una. Y en otras abracaba así con un brazo un plantón y con el otro fua fua me lo llevaba completo de dos mochazos. Yo picaba cualquier tipo de caña, pero prefería una que le decían moriolo, que era derechiiiiita. Y aquella, la media luna, también. Lo principal era arrancar temprano. Porque para cortar caña como Dios manda hay que madrugar. Y si es con frío, mejor, para que haya más fresco. Todavía veo a los macheteros y me da envidia. Si fuera más nueva cogía otra vez la guámpara.
-¿Nunca se sintió subestimada por los hombres cuando tomaba la mocha…?
-Bueno, al principio me torcían los ojos. ¡Como si fuera pecado ser machetera! Decían: “Mentira, ella no puede picar tanto como dicen, seguro que el estadístico la ayuda con los reportes”. Hasta que un día mi jefe se incomodó y los llevó al tajo para que me vieran trabajar. Entonces reconocieron: “¡La verdad es que a Petra no hay quién la siga con la guámpara en la mano!”. Y mi jefe les contestó: “¿Ven? Eso es para que no sean tan hablanchines”. Le juro que nunca me acomodaron por ser mujer. A pesar de ser la única en la brigada, si había que ir para un campo de caña quemada, iba igualito que los hombres. Y si el compromiso era tumbar 60 mil arrobas en la zafra, cumplía y sobrecumplía. Llegué a picar hasta 700 diarias. Cuando regresaba a mi casa por la tarde me enredaba con la batea y con la cocina. Y atendía a mi esposo y a mis hijos. Y mire usted, siempre me quedaba un lugarcito para arreglarme un poco y no lucir fea. Y para cantar una canción también.
-Para picar tanta caña usted debe de haber tenido su técnica, ¿cuál era?
-Cogerle el ritmo al corte, descansar solo lo necesario y no tomar demasiada agua. Yo solo paraba de cortar al mediodía para comerme un bocado. Y siempre pedía que me sirvieran poco. Es que la mocha y la barriga llena no ligan. Del comedor regresaba para el campo hasta las dos o las tres de la tarde, aunque en la zafra de 1970 corté también de noche. Si me lo brindaba, me daba mi traguito de ron para reanimarme, porque la caña es de anjá. Y algún tabaco. Pero no en el campo, sino en el camino, rumbo al cañaveral. Lo otro es que siempre fui muy cafetera, así que me llevaba mi pomo con café y lo dejaba en una orilla del tajo para darme un buchito cuando el cuerpo me lo pidiera. Picaba donde fuera, pero me gustaba hacerlo más para normas técnicas, bien arriba y bien abajo, a tres trozos. Y tan al rente que casi me llevaba la tierra ¡Qué bonita se veía la caña con sus tongas parejas y limpias! Por mis carreras se podía correr, porque no dejaba picotillo. Pero no fue solo eso lo que hice en mi vida. En Mayarí sembré tomates y en la Sierra recogí café.
-Dicen que en los plantones hay ratas y culebras, ¿pasó algún susto?
-Yo no le tengo miedo a nada. Me acuerdo que una vez, allá por Cuatro Lugares, estábamos picando ra ra ra y en eso se metió a toda carrera en el cañaveral una vaca fajadora. ¡Aquello era un diablo suelto! Los hombres se mandaron a correr, pero yo seguí en lo mío como si nada y el animal ni me miró. Otra vez me salió un majá prieto y así de grande de entre la paja. Lo maté con la misma mocha. En mi brigada habían hombrones que pataleaban si veían un jubito. A mí no había rana, alacrán ni avispa que me asustaran. ¿Quién ha visto una guajira con miedo a los bichos? En todos estos años me hice solo una herida. Estaba picando caña enyerbada y la mocha se me enredó arriba, en la bejuquera. Me di un guamparazo en un pie. Eché una barbaridad de sangre y me cogieron tres puntos. Pero se me sanó enseguida y a los tres o cuatro días ya estaba de nuevo de pelea.
-Tengo entendido que en aquellos tiempos le hicieron varias entrevistas…
-Uhhh, un montón.¡Los periodistas no me dejaban tranquila! Cuando llegaban al campo en pleno horario de corte me mandaban a buscar y entonces yo les decía: “bueno, si me van a entrevistar que sea rápido, porque no puedo perder tiempo de trabajo”. Y ellos nada, se ponían a hacerme preguntas. Todavía tengo guardada una revista Mujeres donde salí. ¡Y fotos me tiraron que para qué contarle! Siempre les decía a los fotógrafos: “No sean puñeteros, retraten a las artistas, no a mí”. Porque yo era muy penosa. Imagínese, criada en el campo y de familia humilde... Cuando los veía me ponía a temblar. Una vez, en un viaje de estímulo que hice a La Habana, me obligaron a ir a la televisión a no me acuerdo qué programa. Me entrevistó Consuelito Vidal y me relajeó todo lo que quiso. Y quién le dice a usted que me cogieron los nervios y me entró una habladeraaa... Entonces Consuelito dijo: “Caballeros, ¿y esta es la mujer que me habían dicho que era guajira? ¡Pero si casi no me ha dejado poner una a mí...!” La gente se rió cantidad con aquello.
-Usted debe de haber conocido a muchas personalidades, me imagino…
-Conocí a muchos dirigentes y me invitaron a recepciones. Me moría de pena, porque cuando yo entraba era como si hubiera llegado no sé quién de importante... ¡Y solo era una humilde cortadora de caña! Me daban ganas de llorar aquellos recibimientos. A Fidel lo vi de aquí a ahí donde está usted. Él fue quién me puso la medalla de Heroína Nacional de la Zafra. Fui la primera mujer en recibirla en Cuba. Ese día el Comandante me dijo bajito: “Oye, Petra, ¿qué tú haces para cortar tanta caña?”. Yo no sabía qué decir y él se rió al verme así, nerviosa. En el Comité Central me quería cantidad. No sé si algunos por allá se acordarán de mí todavía. Tal vez Jorge Risquet, que me decía en las recepciones: “Coma bastante, Petra, que usted trabaja mucho”. También traté a Jorge Lezcano y a Vilma Espín. Con ellos y con otros macheteros y macheteras fuimos por estímulo durante 15 días a la URSS. Yo nunca había montado en avión y aquel viaje por el aire me entusiasmó. Hubo a quienes se les reventaron los oídos allá arriba y se indigestaron con las comidas rusas. Yo lo que hice fue divertirme. Después fui a otros países socialistas. Y hasta un Congreso del Partido. ¿En qué otro lugar hubiera podido hacer tanto?
-¿Qué otra cosa le hubiera gustado hacer en la vida a Petra Almaguer?
-La vida me dio más de lo que merezco, así que otra cosa no le puedo pedir. Pero, ¿quiere saber algo? Hubiera querido ser mejor madre de lo que fui, y entre las buenas me cuento. Me duele que nunca pude ir a ver a mis hijos a las escuelas donde estaban becados, porque yo cortaba caña hasta los domingos. Tengo la satisfacción de que los ocho me salieron buenos y estudiosos. Me dieron 20 nietos y 13 biznietos que me adoran. Desde hace años estoy jubilada, aunque no dejo de trajinar para que el cuerpo no se me oxide como una mocha vieja. Todavía cocino y lavo. Mire, ese cordel de ropa lo acabo de tender. ¿El último mochazo? Lo di en la zafra de 1979. Estaba cortando en un tajo por la zona de Mesa 3 cuando me avisaron que mi esposo se había enfermado. Desde entonces lo cuido. Tiene ya 92 años de edad. Él no solo ha sido mi compañero en la vida, sino también en los cañaverales, pues picamos mucho tiempo juntos. Yo cumpliré en noviembre 82, pero no tengo pensado morirme pronto. Estoy contenta de vivir en mi país y de haber conocido a Fidel. A lo mejor cuando lea esta entrevista se acuerda de mi. Todos los días le pido a Dios que se ponga bien rápido. Porque, a pesar de que yo soy un poquito más vieja que él, a Fidel lo quiero como si fuera mi padre.

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