martes, 14 de octubre de 2014

Barberos de mi pueblo


De izquierda a derecha, René, Sevilla y Yule.
Las barberías públicas cubanas no transitan por su mejor época. Los sillones privados son los que hoy abundan por todas partes, emplazados por sus dueños lo mismo bajo un árbol que en un portal. Las tarifas también se dispararon como misiles. Si antes un pelado «a la malanguita» frisaba los 80 centavos, ahora los fígaros exigen 10 pesos. Uno de los salones de barberías más populares en la época de mi niñez manatiense fue la de Ochoa. Prestaba servicios donde radica hoy la Galería de Arte, frente al parque municipal. Disponía de tres sillones, y allí la gente no solo acudía a pelarse o a afeitarse, sino a conversar sobre cualquier asunto. El local era como una tribuna en la que todos tenían voz, incluso quienes se acercaban por allí no a despoblarse el cuero cabelludo, sino, simplemente, a echar un parrafito. La barbería de Sevilla, próxima al antiguo sindicato azucarero, era otra de las concurridas. Allí trabajaban con la tijera, la maquinita y la navaja el diminuto Pablito y aquel Pablo gordo y grande, conocido popularmente por el mote de Sevilla, llamado así por la famosa ópera «El barbero de Sevilla», del gran Rossini. Este fígaro era amigo de las jaranas y de los favores. Tanto Pablito como él sentaban a sus clientes en sendos sillones de la firma Koken. Los muchachos de la época los hacíamos girar y girar como si fueran carruseles. Con Sevilla trabajó luego René Pereda, todo un personaje en mi Manatí natal. Los dos aparecen en esta foto de los años 80, junto al no menos carismático Yule Torres a la guitarra. René todavía vive, y es una verdadera enciclopedia de la historia territorial, la cual conoce con pekis y señales. Por cierto, el Vate, como le decimos, fue un gran jugador de ajedrez, algo común a varios de sus colegas manatienses. Sevilla y Pablito ya fallecieron. En la calle Orlando Canals, dentro de un pequeño cuartucho aledaño a su casa, cortaba cabellos Rufino Molina. Este hombre de sempiterno cigarro Veguero colgádondole de los labios, tenía siempre en el disparador un tema de cháchara. ¡Qué manera de hablar! Nada más hacía tirar el paño por encima del cliente y ya estaba disertando sin parar sobre tal o más cuál tema, ya fuera humano o divino. Rufino murió hace varios años. Sus hijos Carlitos -peluquero de categoría internacional- y Celia lo sobreviven, el primero en La habana y la segunda en Las Tunas. Las barberías de entonces tenían otro detalle: sus colecciones de periódicos y de revistas. Yacían tiradas sobre una mesita para cualquiera que le interesara leerlas. Quienes aguardaban por su turno en el sillón aprovechaban así el tiempo de espera. Y no se trataba de ejemplares atrasados, sino de los números del día. Esa oferta era como una inversión, un señuelo para retener al cliente y animarlo a regresar. Existían también los barberos de domicilio, como el caso del viejo Morell –rara avis entre sus colegas por su silenciosa manera de trabajar-, quien recibía a su clientela en su buhardilla de la cuartería que estaba entonces al lado de la oficina de la ECIL. Otros llegaron a ejercer el oficio de forma ambulante, como aquel negro viejo cuyo nombre no recuerdo. Tomaba terraplén en su destartalada motocicleta y se iba hasta las colonias rurales con su maletín lleno de tijeras, navajas, peines, jabones, lociones y la insustituible maquinita manual, presto a llenar de cucarachas la testa del osado que se pusiera en sus manos.

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