jueves, 4 de diciembre de 2008

China en el refranero cubano

La simpatía por la jarana clasifica como un ingrediente consustancial a la idiosincrasia criolla. Sobre el asunto existe una obra de Jorge Mañach titulada Indagación del choteo, donde se diserta sobre ese peculiar rasgo criollo considerado por su autor como «la condensación de la ligereza, el ingenio, la gracia, el humor, la rebeldía y la burla desenfrenada con que el cubano resuelve sus problemas, tanto personales como sociales».
Ahora que recién acogimos con honores diversos al máximo dirigente chino, me he puesto a pensar en cuánto ha tributado ese inmenso y milenario país al inventario idiomático de la cultura popular cubana. Sus primeros hijos -206 culíes- nos llegaron por La Habana en 1847, a bordo de la fragata Oquendo. En los 100 años siguientes arribaron a Cuba unos mil 321 mil chinos. Se calcula que por cada 10 que lograron echar pie a tierra, uno falleció en la travesía.
El humor cubano se cebó durante muchísimos años en estos humildes y nobles inmigrantes de ojos rasgados. Tanto fue así que buena parte de nuestro refranero autóctono los tiene a ellos por protagonistas, aunque también por «perdedores». Huérfanos de la picardía insular, los asiáticos resultaron siempre blanco fácil para las picantes bromas insulares desde sus oficios de verduleros, sastres, lavanderos y domésticos.
Tal vez no existan en Cuba muchos refranes tan populares como este que les transcribo: «¡A ese no lo salva ni el médico chino!» ¡Pobre de su infeliz destinatario! Significa que nadie podrá impedir su desenlace fatal. Dicen que, en efecto, hubo en la isla un médico chino llamado Cham Bom Biam cuyos aciertos especializados lo hicieron famoso en todo el país, pues curaba enfermos que había sido descartados por otros colegas suyos. El pueblo acuñó la frase, que ya no se detuvo hasta devenir refrán.
Durante mi etapa de estudiante de la enseñanza primaria tuve una caligrafía horrible. Recuerdo que una de mis maestras, exasperada de impotencia ante mis ininteligibles garabatos, solía decirme cruelmente en tono de crítica: «Ay, chico, tú pareces que escribes en chino». Sospecho que mi ¿letra? le sugería los caracteres del alfabeto del gigante asiático. Pero, ¿y por que no los del japonés o el árabe?
Otro aforismo que no pierde vigor habla de quienes andan de tropiezo en tropiezo en materia de mala fortuna. Aún lo oigo por ahí. «¿Así que volviste a perder la billetera con los documentos? Oye, despójate, mi´jo, que traes un chino atrás». No he podido establecer el origen de esta frase de pésimos augurios. Y aquí se repite el fatalismo del gentilicio.
Las preguntas difíciles crean a veces situaciones embarazosas. Los cubanos solemos esquivar sus acometidas en el ruedo del día a día por medio de una elegante verónica. Imagínese que alguien lo inquiera hoy acerca de la cantidad exacta de bicicletas que circulan por nuestro archipiélago. «Oiga, compadre, ahora sí que usted me la ha puesto en China», casi seguro le responderá. Aquí, obviamente, China funciona como sinónimo de lejanía. ¡Sugiere que es casi inalcanzable la respuesta!
Sin embargo, no acabo de comprender por qué algunos por ahí utilizan la expresión popular «me quedé en China» cuando no entienden las esencias de un problema o la explicación de un fenómeno. Mi desconcierto se incrementa si le echan mano al enunciado «...lo engañaron como a un chino» para ilustrar con su capacidad de sugerencia una tomadura de pelo o una artimaña a partir de la buena fe. Me han asegurado que los primeros chinos que llegaron a Cuba vinieron engañados por sus patrones con la promesa de que por acá se harían ricos en cuestión de unos pocos meses. Tal vez por ahí podamos encontrar la génesis.
El amor no ha estado ajeno a la «influencia» asiática. Ya pasó de moda, pero varias personas que rebasan las seis décadas aseguran que cuando eran jóvenes se utilizaba frecuentemente la frase «tirar chinitas» para referirse al galanteo previo a la declaración amorosa. Vaya, algo así como el fuego artillero antes del ataque final. También lo «chino» está presente al describir la belleza de una mujer. «Oye, mi socio, qué clase de china está puesta para mí…», dicen algunos todavía por ahí. Y a la indiferencia femenina le recuerda que «china, todo en la vida se paga...»
Hay más, mucho más, de la presencia china en nuestro discurso cotidiano. Los frijolitos chinos, la naranja china y la salsa china acompañan el menú criollo hace ni se sabe cuánto tiempo. Las dama china y los palitos chinos distrajeron el aburrimiento en alguna etapa de la vida de alguien. La corneta china hizo arrollar al más pinto detrás de una conga. Y al que más o al que menos la mamá o la tía lo entretuvo en la niñez con aquella canción que decía «un chino cayó en un pozo...»
Entonces, ¿hay o no reminiscencias chinas en nuestra cultura popular?

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