Esta fabulosa anécdota la encontré en Internet. Retrata a aquellos maestros que no se conforman con transmitir conocimientos, sino que aspiran a algo superior: enseñar a pensar. La comparto hoy con mis ciberlectores convencido de que advertirán su gran agudeza.
Sir Ernest Rutherford, presidente dela Real Sociedad Británica y Premio Nobel de Química en 1908, contaba que cierta vez recibió la llamada de un colega. Estaba a punto de suspender a un alumno por la respuesta dada a un problema de Física, pese a la afirmación del muchacho de que era absolutamente correcta. Mi amigo me pidió arbitraje imparcial.
La pregunta de referencias decía así: «Demuestre cómo se puede establecer la altura de un edificio por medio de un barómetro». El alumno había respondido: «Llevo el barómetro a la azotea del edificio y le ato una cuerda muy larga. Luego lo descuelgo hasta la acera, marco y mido. El largo de la cuerda es igual a la altura del edificio».
Sir Ernest Rutherford, presidente de
La pregunta de referencias decía así: «Demuestre cómo se puede establecer la altura de un edificio por medio de un barómetro». El alumno había respondido: «Llevo el barómetro a la azotea del edificio y le ato una cuerda muy larga. Luego lo descuelgo hasta la acera, marco y mido. El largo de la cuerda es igual a la altura del edificio».
La respuesta planteaba un serio problema, porque, a pesar de ser sin dudas correcta, si se le concedía al estudiante la máxima calificación, le certificaría un elevado nivel en Física, lo cual no quedaba confirmado. Pedí que se le diera una nueva oportunidad, esta vez con la advertencia de que debía demostrar sus conocimientos de Física.
Cinco minutos después no había escrito absolutamente nada. Lo animé a comenzar y me contesto que tenía tantas respuestas que su dificultad era elegir cuál era la mejor. Le rogué que se decidiera por una. En el minuto siguiente escribió: «Tomo el barómetro, lo lanzo al suelo desde la azotea y calculo el tiempo de caída con un cronómetro. Después aplico la formula Altura = 0,5 por A por t^2. y así obtengo también la altura».
Optamos por otorgarle la calificación más elevada. Tras abandonar el despacho, me reencontré con el chico en un pasillo y le pedí que me dijera otra de sus respuestas al problema. «Son varias –respondió-. Por ejemplo, tomo el barómetro en un día de sol y mido su altura y la longitud de su sombra. Si mido a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplico una simple proporción, tendré también su altura».
Le rogué otra. «Con gusto-dijo-. Tomo el barómetro y lo sitúo en la escalera baja del edificio. Según subo los peldaños, voy marcando la altura del barómetro y cuento el número de marcas hasta la azotea. Al final multiplico la altura del barómetro por el numero de marcas y ya tengo otra vez la altura.» Luego prosiguió: «Este otro es un método muy directo: Ato el barómetro a una cuerda y la muevo como si fuera un péndulo. Si calculo que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero y si tengo en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores, y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podría calcular también el alto del inmueble.»
«En este mismo estilo de sistema –continuó su disertación-, ato el barómetro a una cuerda y lo descuelgo desde la azotea a la calle. Usándolo como un péndulo puedo calcular la altura midiendo su período de precesión. En fin, existen otras muchas maneras. Probablemente, la mejor sea tomar el barómetro, golpear con él la puerta de la casa del portero y cuando abra decirle: "Señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo"».
Finalmente, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema: «la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares». «¡Pues claro que la conozco! –dijo. Pero ocurre que durante mis estudios mis profesores han intentado enseñarme a pensar».
Optamos por otorgarle la calificación más elevada. Tras abandonar el despacho, me reencontré con el chico en un pasillo y le pedí que me dijera otra de sus respuestas al problema. «Son varias –respondió-. Por ejemplo, tomo el barómetro en un día de sol y mido su altura y la longitud de su sombra. Si mido a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplico una simple proporción, tendré también su altura».
Le rogué otra. «Con gusto-dijo-. Tomo el barómetro y lo sitúo en la escalera baja del edificio. Según subo los peldaños, voy marcando la altura del barómetro y cuento el número de marcas hasta la azotea. Al final multiplico la altura del barómetro por el numero de marcas y ya tengo otra vez la altura.» Luego prosiguió: «Este otro es un método muy directo: Ato el barómetro a una cuerda y la muevo como si fuera un péndulo. Si calculo que cuando el barómetro está a la altura de la azotea la gravedad es cero y si tengo en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores, y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podría calcular también el alto del inmueble.»
«En este mismo estilo de sistema –continuó su disertación-, ato el barómetro a una cuerda y lo descuelgo desde la azotea a la calle. Usándolo como un péndulo puedo calcular la altura midiendo su período de precesión. En fin, existen otras muchas maneras. Probablemente, la mejor sea tomar el barómetro, golpear con él la puerta de la casa del portero y cuando abra decirle: "Señor portero, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo"».
Finalmente, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema: «la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos lugares diferentes proporciona la diferencia de altura entre ambos lugares». «¡Pues claro que la conozco! –dijo. Pero ocurre que durante mis estudios mis profesores han intentado enseñarme a pensar».
La anécdota es real y el estudiante se llamaba Niels Bohr, físico danés, Premio Nobel de Física en 1922, un innovador de la teoría cuántica.
1 comentarios:
Como admirador de la educación cubana,de su pueblo, de su revolución, y como docente de Física, me parece extraordinaria la anecdota, muy pertinente. No esperaba otra cosa, si los maestros en Cuba no hubiesen enseñado a pensar a los jóvenes hoy no habria revolución.
Cariños.
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