jueves, 23 de noviembre de 2006

Memorias de un padre

Esta crónica la escribí con motivo del Día de los Padres del año 2006. Fue publicada en el Semanario 26, de Las Tunas, y en el periódico capitalino Juventud Rebelde. Disfruté muchísimo escribiéndola, porque recrea un tema que tocó con particular intensidad mi fibra más sensible: el nacimiento de Sofía, mi primera hija, y los adorables avatares que me han tocado vivir junto a ella. Para colmar mi satisfacción, la crónica conquistó el Premio en Prensa Escrita en el Concurso Nacional de Crónicas auspiciado por la provincia de Cienfuegos. Este triunfo se lo dedico de todo corazón a mi pequeña Sofía. Y también a mi pequeña Beatriz, que vino detrás y que en cualquier momento me inspirará también. Y a mi esposa Iris, que las llevó a las dos en el vientre. Y a mí, qué caray, que biern me lo merezco.


Mi pequeña Sofía tiene ya un año y medio de nacida. «A ver a ver a ver a ver, chiquitica, de quién es papá, a ver, dilo, uhhh, a ver, uhhh...» Sin apenas darme cuenta, se me está haciendo una mujercita este princesa, esta mariposa, este regalo de la vida. «Papá mío, papá mío, jajajajaja...» No, amigos, imposible. ¿Con qué maravilla comparar la felicidad que me recorre el cuerpo y me trae de cabeza?
La conocí meses antes de que ella -diminuta y temblorosa- debutara en el mundo el 10 de diciembre de 2004. «Estás embarazada», le dijo el doctor a mi esposa aquella tarde, luego de explorarla con el ultrasonido. Obvio: el examen no reveló esa vez su sexo. Pero yo sabia que era hembra. No se burle, ¡lo sabía! A pesar de los horóscopos, de las predicciones y de las computadoras. Por instinto, lo sabía.
A las pocas horas de la buena nueva comencé a hablarle. Pegué mis labios al vientre materno y le musité piel adentro con toda la ternura de que fui capaz: «¡Bienvenida, mi niña!» Desde entonces cada día y cada noche le dije algo cariñoso. Al principio solo obtuve silencio; luego, leves estremecimientos; después, golpecitos que yo interpreté como una respuesta suya a mis mensajes. Mi mujer me reprendía constantemente: «No te empecines en que es hembra porque te decepcionarás si al final resulta varón» Y yo: «Si viene varón lo querré igual. Pero es hembra».
Transcurridas algunas semanas, otro ultrasonido confirmó mi pronóstico de pitoniso: ¡hembra! Y la gente: «Vaya, adivinaste...» Y yo, eufórico: «No se los dije...» Esa noche conversé con ella largo y tendido. Le hablé de los preparativos para su llegada y le describí la cuna pintada de blanco y el sitio exacto donde la colocaríamos junto a nosotros. Desde su piscina de líquido amniótico, Sofía me respondió con un par de pataditas que a mi me parecieron de aprobación.
ENTRADA AL MUNDO
El día del parto lo puedo reproducir con todos sus detalles de análisis, pruebas, exámenes, conteos... Cerca de la medianoche, llevaron a Iris para el salón, mientras yo, exhausto, intentaba descabezar un sueñecito sobre una mesa. Estaba soñando que todo había salido de maravillas cuando alguien me tocó en un hombro: «Ya», me dijo. El monosílabo me devolvió de a la realidad. Y entonces, en el pasillo, distinguí a mi mujer sobre una camilla, pálida y débil, pero con la sonrisa más hermosa que jamás haya engalanado su semblante. «¿Y Sofía?», pregunté. «Paciencia», me pidieron. La tendría entre mis brazos horas después, ya arropadita en el atuendo que su mamá le había escogido con amor para la premiere.
Desde entonces la niña se convirtió en el centro de mi vida. Junto a ella disfruto excelentes malas noches y terribles buenos momentos. Entre las primeras figuran madrugadas completas intentando dormirla con paseos de ida y regreso por toda la casa, sin que Morfeo se digne nunca tirarme un cabo. Entre las segundas, cuando Iris la dejó una mañana a mi cuidado con mil indicaciones y, para mi zozobra, se me hizo caca tan pronto ella puso un pie en la calle.
Me las arreglé como pude con un pañal humedecido. Después le eché mano a otro que había colocado a mi lado para limpiar el puré que mi torpeza derramaba sobre su cuerpecito. Pero, como caca y puré exhibían colores parecidos, hubo un momento en que confundí los paños y, en vez de frotarla con el segundo, elegí el primero. ¡Imagínense! Cuando quise rectificar, ya era tarde: Había embadurnado la cara de mi pequeña con una buena dosis de caquita fresca. Sofía tuvo la infeliz iniciativa de regársela todavía más con una de sus manitas. Luego premió mi azoro con una carcajada inolvidable. Y yo -¿qué iba a hacer?- la secundé. Iris se entera ahora de aquel disparate mío oloroso a heces fecales.
En materia de meteduras de pata mi inexperiencia no quedó ahí. En cierta ocasión mi mujer me pidió que comprara unos jabones. Pero como siempre me aparecía en casa con los jabones equivocados, le dije: «Mira, mejor vas tú, que yo nunca quedo bien». Ella aceptó. Ya en retirada me dio instrucciones: «A Sofía le toca la leche de aquí a media hora. El pomo está sobre la mesa. Antes de dársela lo abres y le quitas la tapita interior que le puse por si acaso te embullabas a sacarla a pasear». Y yo: «No te preocupes que sé cómo hacerlo». Cuando quedé solo, no perdí de vista el reloj. A los 30 minutos tomé en brazos a la niña, cogí el pomo, me senté con ella en un sillón y... ¡vamos, nené, a tomar la lechita! Se prendió, golosa, del biberón. Al rato noté que el contenido estaba intacto. «No quiere», dije para mí. Sofía, sin embargo, chupaba y chupaba sin quitarme los ojos de encima, como implorándome: «por favor, papá, resuelve esto». Entonces recordé la tapita interior: no la había quitado. Tan pronto la retiré, la niña se tomó su leche en tiempo récord.
APRENDIZ DE PADRE
En esta deliciosa etapa de padre he tenido que aprender infinidad de artilugios y hacer ni se sabe cuántas concesiones para entretener a Sofía mientras la madre se ocupa de la batea, la cocina y la limpieza. Por ejemplo, improvisar un títere con una media y un muñeco y meterme luego debajo de la cuna para hacerla reír. También aprenderme los estribillos de las canciones que a ella le gustan y que yo quisiera desaparecer de las discotecas. Una repite machaconamente «pitchea, mami, pitchea», otra «porque yo soy un bandolero» y la tercera «me duele la popola».
Con las lecturas sufro dulcemente. Cuando estoy más ocupado, Sofía se me planta delante con un libro que, de tanto hojearlo y ojearlo, puedo recitar de carretilla, y me “ordena” leérselo. A veces me mira extrañada, pues, al describirle una ilustración, mis versiones libres no suelen coincidir siempre, y ella parece tener buena memoria. Por cierto, sobre su memoria tengo una anécdota. Resulta que a mi niña le agrada el programa Piso 6, y cada vez que sale Caleb, el presentador, ella lo señala y lo menciona por su nombre. Una noche en que estaba particularmente majadera a la hora del Noticiero Nacional de Televisión, la hice mirar para la pantalla:  «Mira, nena, ese es Caleb», le dije. En realidad, era Resíllez, con su comentario semanal. Sofía se volvió hacia mí y exclamó a su manera dos veces, mientras negaba con la cabeza. «Papá, ese no Caé, ese no Caé”» Que me perdone mi colega, pero todavía me estoy riendo.
Cuando cumplió su primer añito y comenzó su vida en el círculo infantil, asumí la tarea de llevarla y traerla en su coche. Durante el trayecto le digo lo que se me ocurre, y ella me responde en su jerigonza que yo entiendo a la perfección. Por la tarde, al recogerla, la sorprendo con alguna golosina para que venga picando por el camino. Ya en casa, llega el gardeo a presión, pues debo seguirla todo el tiempo para distanciarla del peligro de los tomacorrientes, las escaleras, la cocina, el balcón y el multimueble.
Al anochecer pide a gritos la papa, y entonces nos sentamos juntos a la mesa. Inicialmente era yo quien se la daba, y ya sabe: «tata, ahí viene un avioncito, uuuuuuuu...» Pero hace poco aprendió a comer sin ayuda y forma unos regueros que, bueno... Luego del postre la acomodo sobre mis piernas para ver la Calabacita, a la que ella despide con un vehemente hasta mañana. Si está muy agotada, se dueme enseguida. Pero si no, puede llegar a la medianoche despabilada mientras Iris y yo damos cabezazos en los sillones.
Los fines de semana la llevo al teatro guiñol, al parque infantil o a cualquier sitio. Desde la acera se despide de Iris con un «chao, mamá...». Al regreso reseño lo que hicimos y exagero sus hazañas en los columpios y sus progresos en la comunicación.
 FELIZ, MUY FELIZ
Desde que nació Sofía no he vuelto a dormir una siesta ni a escribir los fines de semana. Muchos de mis libros están sin lomo , porque ella se los arranca. Aprendí a hacer muecas para incitarla a comer y a imitar las onomatopeyas de cuanto animal existe para provocarle una sonrisa. Me ocupa tanto tiempo que ya casi no comparto con mis colegas en las tertulias de la UPEC.
He olvidado mi gusto por el pan para reservárselo, aunque ella lo tire al primer mordisco, y me cuido más que nunca cuando conduzco mi moto Babetta para evitar que no me extrañe si tuviera una accidente. Sufro si el termómetro le marca 37 de temperatura o si manifiesta la más leve inapetencia. Le recojo mil veces los juguetes aunque mi columna se resienta...
Pero ahí no termino. Hace poco más de dos meses nos llegó Beatriz, otra niña que promete también ponerme de cabeza. ¿Se imaginan? Dentro de poco volveré a las andadas, pero por partida doble. Y eso cuando acabo de cumplir 50 años. Mis amigos me dicen en broma -¡y en serio!- que tendré que celebrarle los 15 a mis dos tesoros con el dinero de la chequera. Pero, a pesar de lo que me viene encima, me siento el más feliz de los padres. En resumen, y como dijo Benedetti, «estoy jodido y radiante, quizás más lo primero que lo segundo, y también viceversa».

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martes, 21 de noviembre de 2006

Cosas del barrio

La mayoría de los tuneros de pura cepa presume de conocer como la palma de su mano la geografía de la ciudad que recién acaba de cumplir 210 almanaques de fundada. Para muchos de ellos no existe aquí vericueto o callejuela que no sean capaces de localizar –es un decir- incluso con los ojos cerrados. Pero, ¿dirían lo mismo acerca del origen de los nombres de algunos de sus repartos y barrios?
Comenzaré con un caso simpático. Allá por los años 60 del siglo pasado comenzó a poblarse a velocidad de vértigo una barriada conocida aquí por Propulsión. Era tal la rapidez de los vecinos para construir allí sus viviendas que uno de ellos –maravillado- exclamó una mañana a viva voz: “Ñoooo, caballeros, esto va más rápido que un propulsión a chorro”. La referencia se basaba en que por entonces la Revolución defendía su cielo con ese tipo de aeronaves supersónicas. A partir de ese momento la gente comenzó a llamar al barrio así: Propulsión. Y con Propulsión se quedó.
Otro nombrecito de anjá es Cantarrana. Dicen sus pobladores más antiguos que el apelativo data de cuando se estaban edificando por la zona las casas fundacionales. Las lluvias solían anegar los huecos de las cimentaciones, con el consabido beneplácito de las ranas, que encontraron en la contingencia un verdadero paraíso. El croar de los batracios llegó a ser tan recurrente que el sector terminó llamándose Cantarrana.
Un bloque urbano cuyo mote suele desconcertar a los visitantes es el conocido por Las 40. ¿Por qué lo identifican así? Realmente, el nombre oficial del reparto es Fernando Betancourt, en honor a un mártir local que murió en Guantánamo mientras cumplía con su deber. Surgió luego del paso por aquí del ciclón Flora, en 1963, cuando construyeron en la zona 40 viviendas para los damnificados. La población se dio entonces en nombrarlo Las 40. Con el tiempo el reparto desbordó sus límites para formar en su parte norte la llamada Comunidad Militar “2 de Noviembre”, a la que casi nadie conoce por esas generales, sino por Reparto Militar.
¿Y qué me dicen del muy conocido barrio Marabú? Otrora sus habitantes gozaron de la poca edificante fama de camorristas y conflictivos. Esa imagen, por cierto, cambió con el proceso revolucionario. Pero su denominación oficial no ha conseguido todavía imponerse. Según los investigadores del tema, el reparto está asentado en lo que fue en otra época una finca propiedad de Rafael Suárez Cruz. A solicitud de este señor, en 1915 la demarcación resultó aprobada por el Ayuntamiento con el nombre de Santo Domingo. Como por entonces su parte norte estaba plagada de marabú, muchas personas se acostumbraron a llamarlo así, Marabú.
En la ciudad abundan también los asentamientos con denominaciones concebidas a partir de los nombres o los apellidos de sus propietarios originales. El reparto Santos, por ejemplo, se localiza en una zona que perteneció al señor José Santos Vargas, quien parceló y vendió el terreno donde más tarde se construyeron casas de viviendas. A partir de 1959, se le cambió el nombre por el de Israel Santos, un hijo del antiguo dueño caído en combate a las órdenes del Che durante la toma de Santa Clara en diciembre de 1958. Cuando se accede a este asentamiento desde la zona del ferrocarril por la avenida Camilo Cienfuegos, las primeras manzanas son conocidas con el apelativo de Bonachea, apellido de la familia que fundó allí un conocido servicentro que todavía presta servicios.
Existe otro reparto que sigue esa línea onomástica. Se trata del Aurora, cuyas áreas pertenecieron en los años 50 del siglo pasado a la señora Aurora Pérez. Se localiza con rumbo noreste, a partir del ángulo formado por las calles General Menocal y Francisco Varona. Curiosamente, el Aurora incluye a otro reparto con linaje propio. Me refiero a dos manzanas a las que la gente identifica como Reparto Médico, una pequeña comunidad residencial construida por trabajadores de la salud en los tiempos de la inauguración del hospital Guevara, en el año 1980.
Por el apellido de su antiguo dueño se conoce también el reparto Sosa, próximo a la terminal ferroviaria, que se levantó inicialmente en predios de una finca propiedad de Bautista Sosa. Y a propósito, durante la última etapa de la lucha revolucionaria cayó en combate Carlos Sosa Ballester, nieto de Bautista. En su memoria una calle del reparto fue bautizada con su nombre. Al Sosa pertenece además el barrio llamado La Canoa. Sus vecinos dicen a quien quiera oírlos que recibió tal bautismo porque cuando llovía la zona parecía una canoa rodeada de agua.
El reparto Pena tiene su historia. Pertenecía en un inicio a la señora Esperanza León, casada a la sazón con Generoso Pena, conocido fotógrafo de la ciudad. El reparto Velázquez, por su parte, surgió de una propiedad cuyo dueño era José Velázquez. Al aprobarse su existencia por el ayuntamiento en 1950, su dueño cedió una manzana para construir un estadio que se llamó Estadio Municipal Velázquez. Luego del triunfo de la Revolución, adoptó el nombre de estadio Julio Antonio Mella.
Algunas personas suelen referirse a dos sectores del centro histórico de la ciudad con los nombres de reparto Primero y reparto Segundo. Pero, ¿son realmente correctas estas denominaciones? Según los investigadores, en 1951 el término municipal de Victoria de Las Tunas constaba de 16 barrios. Dos de ellos estaban asentados en su zona urbana, y eran los llamados Primero y Segundo. Solo que esta clasificación se concibió exclusivamente con fines electorales. A pesar de eso, no son pocos los que persisten en denominarlos todavía así: Primero y Segundo.
Podría hablar de otros repartos que le ponen calor y color a la onomástica de nuestra ciudad, como son Casa Piedra, Aguilera, Buena Vista, La Loma, La Victoria, Aeropuerto..., pero la muestra es suficiente. Todos conforman el terruño donde vivimos, y reflejan también, como legítima patria chica, la identidad de sus hijos.

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sábado, 22 de julio de 2006

Madre en tiempos de muñecas

Lina Medina no había cumplido aún cinco años de edad cuando los brujos del villorrio donde vivía –Antacancha, 450 kilómetros al este de Lima, la capital de Perú-, comenzaron a alarmarse. ¿Qué le estaba ocurriendo a aquella niña cuyo vientre no dejaba de crecer? Mientras la pequeña le hacía mimos a su raída muñeca de trapo, uno de los shamanes fijó su mirada en el cielo, “estableció” comunicación con el más allá y, minutos después, hablaron por su boca los inefables dioses de Los Andes: “Lina tiene una culebra dentro de la barriga -masculló-. Hay que sacársela”.
La primera acción del hechicero fue poner al corriente del asunto a Tiburcio, el padre de la chiquilla, quien le concedió autorización para ejecutar el exorcismo. Luego, en medio de liturgias y de aspavientos, sometió a la niña a varios de los ritos incas usuales en la cordillera sudamericana. Pero -¡ay!-, ninguno de los procederes funcionó. Cuando finalmente no quedó en la chistera nada “divino” por hacer, Tiburcio se echó a su hija a cuestas y caminó durante dos jornadas por entre valles y colinas hasta el pueblo más cercano en busca de un médico de verdad.
Al llegar al hospital de la ciudad de Pisco, distante 70 kilómetros de Antacancha, el doctor Gerardo Lozada se hizo cargo de los exámenes preliminares de Lina. La dimensión de su vientre fue lo que más le llamó la atención. “Puede que sea un fibroma”, especuló, suspicaz. Pero, luego de evaluar una, dos, tres, diez..., ¡cien veces! las pruebas clínicas de la cincoañera con el rigor exigido por las circunstancias, llegó a una conclusión que lo anonadó como médico y como persona. “¡¡¡No es un tumor, es un bebé de ocho meses lo que la niña lleva en su vientre!!!”, le gritó al padre. Y acto seguido telefoneó a toda prisa a la Policía.
MADRE DE CINCO PRIMAVERAS
Los agentes encerraron a Tiburcio en un calabozo bajo estrictas medidas de seguridad. Las evidencias lo señalaban como el principal sospechoso de la violación y embarazo de su pequeña hija de solo cinco primaveras de nacida. Pero pasados unos días se vieron forzados a liberarlo por falta de pruebas. En su lugar dio con sus huesos en la celda uno de sus nueve hijos, aquejado, por cierto, de desequilibrios mentales, a quien tampoco lograron los investigadores vincular con tan repugnante asunto.
En el ínterin, el doctor Lozada se dirigió a Lima junto a la pequeña grávida, quien, por obvias razones de edad, no se había hecho cargo de su estado. Luego de instalarla en una clínica, envió un emisario hasta Antacancha para que recopilara información acerca de la niña. Consiguió investigar que, antes de cumplir los cuatro años de vida, a Lina se le habían desarrollado visiblemente los caracteres sexuales, tales como pechos erguidos, vello púbico y... ¡menstruaba! “Su madre la mandaba a lavarse en el río cuando esto sucedía”, le dijeron unos parientes.
Poco quedaba por hacer a tal altura de la gestación. Así fue que el doctor Lozada lo organizó todo en la clínica y llevó a Lina al quirófano para sometarla a una operación de cesárea, tarea en la que participaron también el cirujano Busalleu y el anestesiólogo Colretta. Finalmente, el 14 de mayo de 1939 –Día de las Madres, por más señas- hizo su entrada al mundo un bebé saludable y fuerte, que pesó en la báscula dos mil 700 gramos y midió 48 centímetros de estatura.
Le pusieron por nombre Gerardo en honor al doctor Lozada, el médico que asistió a la niña-madre tan pronto le diagnosticó el embarazo. El diario limeño El Comercio reseñó así el raro suceso: “Con tan sólo cinco años, siete meses y 21 días de edad, Lina Medina acababa de convertirse en la madre más joven reconocida por los anales mundiales de la Medicina. Y así quedó registrado el récord en los libros de la Academia Americana de Obstetricia y Ginecología”.
UN HECHO ESPECTACULAR
La noticia del parto de la parvulita peruana de solo cinco años de edad se convirtió ipso facto en un acontecimiento de trascendencia planetaria. Sus detalles más conmovedores, incluso, les restaron por varios días protagonismo a los preparativos de la Segunda Guerra Mundial, cuya feroz virulencia desgarraría poco tiempo después a buena parte de Europa.
Entretanto, los niños –madre e hijo- eran mimados en la clínica donde se acogieron a internamiento durante 11 meses. Funcionarios, artistas, diplomáticos, comerciantes y hasta políticos los visitaban y los colmaban de regalos. Allí, en la Maternidad de Lima, la pequeña Lina aprendió a leer y a escribir. Diarios de la época cuentan que la niña –tan niña como su hijito- le disputaba al pequeñuelo la posesión de los juguetes.
Muchos años después, el doctor Juan Falen, endocrinólogo adscripto al Instituto de Salud del Niño, explicó este hecho a la agencia inglesa Reuter de la siguiente manera: “La pubertad precoz de Lina le desarrolló antes de tiempo los caracteres sexuales y la capacidad de reproducción, pero mental y cronológicamente continuó teniendo la misma edad. Por eso es que chicos como ella son a menudo víctimas de abusos sexuales”.
El parto de la pequeña Lina Medina desbordó en poco tiempo el ámbito peruano para activar las apetencias de gente sin escrúpulos más allá de las fronteras andinas. Así, su familia rechazó jugosas oferta de dinero provenientes de varios países interesados en sacarle partido económico al triste suceso, entre ellas una de cuatro mil dólares mensuales y gastos pagados para que la niña y su niño viajaran a Nueva York por un año para ser exhibidos allí como bichos raros en la Feria Mundial.
Hubo proposiciones serias. Como esta que incluye en su página de Internet el sitio Dracoo!: “Los cirujanos que le practicaron la cesárea habían comprobado mediante una biopsia que Lina tenía órganos genitales maduros. Cuando ya la familia había firmado un acuerdo de mil dólares semanales con la compañía estadounidense Seltzer por estudiar el caso, el presidente del Perú, Oscar Benavides, lo impidió y dictó una ley para alzarse con la tutela de la madre y de su hijo bajo la promesa de otorgar a ambos una pensión vitalicia. Jamás recibieron un centavo”.
UNA DEUDA POR SALDAR
El 3 de septiembre de 2002, el diario digital colombiano El País publicó la siguiente nota en la red: “Seis décadas después, el Gobierno peruano busca ayudar a Lina, como para resarcir la letra muerta de una Ley de 1939 que le prometió una pensión vitalicia para ella y para su hijo. ´Aún estamos a tiempo de reparar el daño que le hizo el Estado condenándola a la miseria´, dijo el ginecólogo José Sandoval, quien fue a Antacancha, desempolvó la historia de Lina, la escribió en un libro y hasta acudió al Palacio de Gobierno para recordarles la deuda pendiente”.
Lina, quien se casó a la edad de 33 años y tuvo otro hijo en 1972, reside actualmente junto a su esposo Raúl Jurado en un miserable suburbio de Lima conocido por su alta peligrosidad como Pequeña Chicago. En la década de los años 80 del pasado siglo las autoridades locales derribaron con buldózeres su casa para construir por allí una autopista. No le pagaron ni un solo centavo de indemnización.
Su primogénito Gerardo, por su parte, creció creyendo que Lina era su hermana. Hasta que, al cumplir 10 años, descubrió la verdad. Falleció de una rara enfermedad en la médula ósea en 1979. Pero no se ha establecido que su mal guarde relación con las extraordinarias circunstancias de su nacimiento en 1939.
Acosada por los periodistas, Lina, según su marido, “creció prudente e introvertida”. Su ostracismo de niña devenida madre fue consecuencia de una época en la que la virginidad era un contenido importante de la moral. “Llegaron a decir que Lina era otra Virgen María que concibió sin cometer pecado original por obra y gracia del Espíritu Santo. Todavía hoy en el pueblo de Antacancha creen que Gerardo fue hijo del Sol.
Así, Lina vivió desgarrada entre dos extremos, porque su caso pasó de ser un milagro a un tema prohibido. En otro siglo, seguro la hubieran quemado o convertido en santa a la fuerza, pues en su época por poco y la lucen en un circo", refirió en un libro el neuropsicólogo Artidoro Cáceres, quien descubrió que la historia clínica de la niña y una tesis universitaria elaborada en 1942 sobre su excepcional caso habían desaparecido.
Han transcurrido 70 años del parto de la madre más joven de la historia y todavía se desconoce quién fue la persona que la violó. "Para mí eso no es lo más importante -le dijo recientemente a un reportero del periódico nicaragüense El Nuevo Diario el ginecólogo José Sandoval-. Se trata, simplemente, de un accidente estadístico que hace extremadamente raro su caso de pubertad precoz. Y a eso súmele el hecho de una violación que la embarazó justo cuando la pequeña estaba ovulando".
En fin, hasta que alguien no haga trizas su récord de maternidad precoz a los cinco años, siete meses y 21 días –en lo personal dudo que algún día se consiga-, la peruana Lina Medina continuará siendo la madre más joven del mundo. Ella cumplirá 75 años el próximo 23 de septiembre con su única ambición: que le paguen la casa que le demolieron. “No es un favor, me la deben”, le dijo al periódico El País. Y volvió a guardar silencio.

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miércoles, 19 de julio de 2006

¡Cuidado con las erratas!

Los anales de la prensa escrita en el mundo recogen infinidad de curiosidades editoriales de la más heterogénea naturaleza. Algunas de ellas constituyen piezas antológicas que hablan a las claras de la congénita vocación del hombre por trascender su época, unas veces con toda intención, otras no tanto.El 4 de julio de 1856, por ejemplo, el periódico neoyorquino Illuminated Quadruple Constellation lanzó a la venta una edición especial con motivo del Día de la Independencia de los Estados Unidos. El número correspondiente a esa fecha está considerado como el de mayor tamaño de cualquier época. Como tal aparece registrado en el famoso libro Guinness de los Récords y, en verdad, alcanzó dimensiones francamente descomunales.Cada hoja de aquel gigantesco periódico medía 2,44 metros de alto por 1,83 de ancho, “es decir –comparó uno de sus editores- el tamaño aproximado de una mesa de billar”. Según asegura una revista especializada de la época, “aquel coloso de la letra de molde no contenía anuncios, algo verdaderamente extraordinaria tratándose de una publicación norteamericana, y el texto equivalía en extensión al de 30 novelas de las dimensiones corrientes”. Otro caso digno de aparecer en la más exigente antología de publicaciones curiosas lo es el periódico La Luminaria, que se editaba en España en el siglo XIX. Se asegura que sus patrocinadores utilizaban para su impresión una tinta especial combinada con fósforo, lo cual permitía leer sus materiales incluso en la más completa oscuridad. Se desconoce su algún ejemplar de tan extravagante publicación ha llegado hasta nuestros días. Si de erratas se trata, ningún periódico en el mundo puede vanagloriarse de haber estado al margen de sus influjos. Sobre el asunto se podría conformar toda una colección, tanto de casos dramáticos como de hechos divertidos. Alfonso Reyes, el mexicano ilustre, las definió como "especie de viciosa flora microbiana siempre tan reacia a todos los tratamientos de la desinfección”. Él mismo se vio afectado por esta plaga en uno de sus libros de poesía, el cual tenía tantas erratas que suscitó el siguiente comentario de un crítico literario: "Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañado de algunos versos". Sí, la errata ha hecho rabiar a mucha gente de la letra impresa. En no pocas ocasiones, una errata le ha costado el empleo a su responsable. Cuenta el novelista argentino Manuel Ugarte el caso de un periodista que, al dedicar una crónica social a la hija del dueño del rotativo, quiso escribir: "Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tinta". Solo que en lugar de escribir tinta escribió tonta. ¡Lo pusieron de patitas en la calle! También fue embarazosa la situación de un crítico que dedicó su último libro a una condesa. Para ella escribió en la presentación de la obra: "señora, está de más decirle que su exquisito busto conocemos muy bien todos sus amigos". Pero ocurre que donde dice busto debió ponerse gusto. Imagínese...
Algo parecido le sucedió al académico francés Flavigny en 1648, al escribir en una crítica teológica la conocida frase del Evangelio de San Mateo: “¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no echas a ver la viga que está en tu propio ojo?” Esto, en latín, reza: “¿Quid vides festucam in oculo fratis tuis et trabem in oculo tuo non vides?” Un lector burlón lo reseñó así: “En la palabra oculo el duende escamoteó misteriosamente la o inicial, pasando en la frase el papel del ojo a otra parte del cuerpo humano con la que el hombre no ve y que solo en determinadas circunstancias y lugares puede ella misma ver la luz del día”. A pesar de lo involuntario del hecho, el escándalo fue colosal. La comunidad académica no perdonó jamás aquel desliz que estuvo a punto de desacreditar para siempre a uno de sus miembros entre sus colegas de oficio.

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domingo, 16 de julio de 2006

Genios de la fantasía


Por Juan Morales Agüero
Los niños son fabricantes de utopía por excelencia. ¿Usted lo duda? Si desea comprobarlo, entrégueles una caja de lápices de colores y déjelos, ¡déjelos hacer! Verá cómo en sus dibujos son capaces de proponernos panoramas inéditos donde el cielo puede ser no solo azul, sino también violeta y hasta carmelita; entornos donde a las plantas no les nacen hojas, sino caramelos y mariposas; y hasta comarcas donde los conejos tienen alas y los peces brazos.
Es que la imaginación de los niños no se rige por lógicas ni por racionalismos. Ellos viven zambullidos en una suerte de libro de cuentos junto a Pinocho, Gulliver, Meñique, Cenicienta, Eutelia, Blancanieves, Palmiche y Caperucita. Ellos mismos son personajes y a la vez autores de historias que nada tienen que envidiarles a los clásicos de la literatura infantil. Son, por naturaleza, inmensos e imprevisibles. Son niños, y eso es más que suficiente.
Es propio de la niñez reinventar la existencia de acuerdo con sus interpretaciones de la realidad. Por eso suele atribuirles vuelo al corazón, a los sueños y a la fantasía. ¿Habrá pintor capaz de llevar fielmente al lienzo la imagen de un niño frente al televisor disfrutando de las peripecias de Elpidio Valdés? Honestamente, creo que no. ¿Y saben por qué? Pues porque el mundo interior de los niños es etéreo e inaprensible como el del colibrí.
Al enfrentarse con lo desconocido, los pequeñines ponen muchas veces al descubierto nuestro universo de "personas mayores". Divertidos, sacan a la luz nuestras mentirillas piadosas y hasta nuestras inconsecuencias. Así ha sucedido siempre. Cuando uno se ve en tales "aprietos" se convence de que la esperanza existe y de que debemos crear para ellos un mundo a su medida, donde tengan cien, mil veces más valor un hula-hula y una piñata que todos los mísiles atómicos y todos los escudos nucleares del mundo.
No hay maestros mejores y más capaces que los niños. En su magisterio peculiar dominan como nadie la ortografía de la vida: nos admiran, nos interrogan, nos ponen puntos suspensivos y no pocas veces nos dan el punto final. De ellos dijo Martí en La Edad de Oro: "Saben más de lo que parecen, y si les dijeran que escribiesen lo que saben, muy buenas cosas escribirían."
Si nuestros esfuerzos por consolidarnos como un pueblo digno quieren tener resultados, debemos cimentarlos a partir de los niños. Solo una sociedad que los valore como su principal riqueza tiene derecho a mirar a los ojos al futuro. Solo imbuidos de amor hacia ellos encontraremos la sabiduría necesaria para hacernos niños de nuevo y para siempre.
Hoy, tercer domingo de julio, celebramos en nuestro país el Día de los Niño. Debemos propiciarle a esa criatura mágica, ahora y todos los días, un derrotero de felicidad hacia el porvenir. Estamos comprometidos a hacerlo por esas personitas adorables a quienes, como define magistralmente un texto en Internet, "usted puede cerrarles la puerta del cuarto donde guarda las herramienta, pero no puede cerrarles jamás la puerta del corazón."

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