Esta crónica la escribí con motivo del Día de los Padres del año 2006. Fue publicada en el Semanario 26, de Las Tunas, y en el periódico capitalino Juventud Rebelde. Disfruté muchísimo escribiéndola, porque recrea un tema que tocó con particular intensidad mi fibra más sensible: el nacimiento de Sofía, mi primera hija, y los adorables avatares que me han tocado vivir junto a ella. Para colmar mi satisfacción, la crónica conquistó el Premio en Prensa Escrita en el Concurso Nacional de Crónicas auspiciado por la provincia de Cienfuegos. Este triunfo se lo dedico de todo corazón a mi pequeña Sofía. Y también a mi pequeña Beatriz, que vino detrás y que en cualquier momento me inspirará también. Y a mi esposa Iris, que las llevó a las dos en el vientre. Y a mí, qué caray, que biern me lo merezco.
Mi pequeña Sofía tiene ya un año y medio de nacida. «A ver a ver a ver a ver, chiquitica, de quién es papá, a ver, dilo, uhhh, a ver, uhhh...» Sin apenas darme cuenta, se me está haciendo una mujercita este princesa, esta mariposa, este regalo de la vida. «Papá mío, papá mío, jajajajaja...» No, amigos, imposible. ¿Con qué maravilla comparar la felicidad que me recorre el cuerpo y me trae de cabeza?
La conocí meses antes de que ella -diminuta y temblorosa- debutara en el mundo el 10 de diciembre de 2004. «Estás embarazada», le dijo el doctor a mi esposa aquella tarde, luego de explorarla con el ultrasonido. Obvio: el examen no reveló esa vez su sexo. Pero yo sabia que era hembra. No se burle, ¡lo sabía! A pesar de los horóscopos, de las predicciones y de las computadoras. Por instinto, lo sabía.
A las pocas horas de la buena nueva comencé a hablarle. Pegué mis labios al vientre materno y le musité piel adentro con toda la ternura de que fui capaz: «¡Bienvenida, mi niña!» Desde entonces cada día y cada noche le dije algo cariñoso. Al principio solo obtuve silencio; luego, leves estremecimientos; después, golpecitos que yo interpreté como una respuesta suya a mis mensajes. Mi mujer me reprendía constantemente: «No te empecines en que es hembra porque te decepcionarás si al final resulta varón» Y yo: «Si viene varón lo querré igual. Pero es hembra».
Transcurridas algunas semanas, otro ultrasonido confirmó mi pronóstico de pitoniso: ¡hembra! Y la gente: «Vaya, adivinaste...» Y yo, eufórico: «No se los dije...» Esa noche conversé con ella largo y tendido. Le hablé de los preparativos para su llegada y le describí la cuna pintada de blanco y el sitio exacto donde la colocaríamos junto a nosotros. Desde su piscina de líquido amniótico, Sofía me respondió con un par de pataditas que a mi me parecieron de aprobación.
ENTRADA AL MUNDO
El día del parto lo puedo reproducir con todos sus detalles de análisis, pruebas, exámenes, conteos... Cerca de la medianoche, llevaron a Iris para el salón, mientras yo, exhausto, intentaba descabezar un sueñecito sobre una mesa. Estaba soñando que todo había salido de maravillas cuando alguien me tocó en un hombro: «Ya», me dijo. El monosílabo me devolvió de a la realidad. Y entonces, en el pasillo, distinguí a mi mujer sobre una camilla, pálida y débil, pero con la sonrisa más hermosa que jamás haya engalanado su semblante. «¿Y Sofía?», pregunté. «Paciencia», me pidieron. La tendría entre mis brazos horas después, ya arropadita en el atuendo que su mamá le había escogido con amor para la premiere.
Desde entonces la niña se convirtió en el centro de mi vida. Junto a ella disfruto excelentes malas noches y terribles buenos momentos. Entre las primeras figuran madrugadas completas intentando dormirla con paseos de ida y regreso por toda la casa, sin que Morfeo se digne nunca tirarme un cabo. Entre las segundas, cuando Iris la dejó una mañana a mi cuidado con mil indicaciones y, para mi zozobra, se me hizo caca tan pronto ella puso un pie en la calle.
Me las arreglé como pude con un pañal humedecido. Después le eché mano a otro que había colocado a mi lado para limpiar el puré que mi torpeza derramaba sobre su cuerpecito. Pero, como caca y puré exhibían colores parecidos, hubo un momento en que confundí los paños y, en vez de frotarla con el segundo, elegí el primero. ¡Imagínense! Cuando quise rectificar, ya era tarde: Había embadurnado la cara de mi pequeña con una buena dosis de caquita fresca. Sofía tuvo la infeliz iniciativa de regársela todavía más con una de sus manitas. Luego premió mi azoro con una carcajada inolvidable. Y yo -¿qué iba a hacer?- la secundé. Iris se entera ahora de aquel disparate mío oloroso a heces fecales.
En esta deliciosa etapa de padre he tenido que aprender infinidad de artilugios y hacer ni se sabe cuántas concesiones para entretener a Sofía mientras la madre se ocupa de la batea, la cocina y la limpieza. Por ejemplo, improvisar un títere con una media y un muñeco y meterme luego debajo de la cuna para hacerla reír. También aprenderme los estribillos de las canciones que a ella le gustan y que yo quisiera desaparecer de las discotecas. Una repite machaconamente «pitchea, mami, pitchea», otra «porque yo soy un bandolero» y la tercera «me duele la popola».
Con las lecturas sufro dulcemente. Cuando estoy más ocupado, Sofía se me planta delante con un libro que, de tanto hojearlo y ojearlo, puedo recitar de carretilla, y me “ordena” leérselo. A veces me mira extrañada, pues, al describirle una ilustración, mis versiones libres no suelen coincidir siempre, y ella parece tener buena memoria. Por cierto, sobre su memoria tengo una anécdota. Resulta que a mi niña le agrada el programa Piso 6, y cada vez que sale Caleb, el presentador, ella lo señala y lo menciona por su nombre. Una noche en que estaba particularmente majadera a la hora del Noticiero Nacional de Televisión, la hice mirar para la pantalla: «Mira, nena, ese es Caleb», le dije. En realidad, era Resíllez, con su comentario semanal. Sofía se volvió hacia mí y exclamó a su manera dos veces, mientras negaba con la cabeza. «Papá, ese no Caé, ese no Caé”» Que me perdone mi colega, pero todavía me estoy riendo.
Cuando cumplió su primer añito y comenzó su vida en el círculo infantil, asumí la tarea de llevarla y traerla en su coche. Durante el trayecto le digo lo que se me ocurre, y ella me responde en su jerigonza que yo entiendo a la perfección. Por la tarde, al recogerla, la sorprendo con alguna golosina para que venga picando por el camino. Ya en casa, llega el gardeo a presión, pues debo seguirla todo el tiempo para distanciarla del peligro de los tomacorrientes, las escaleras, la cocina, el balcón y el multimueble.
Al anochecer pide a gritos la papa, y entonces nos sentamos juntos a la mesa. Inicialmente era yo quien se la daba, y ya sabe: «tata, ahí viene un avioncito, uuuuuuuu...» Pero hace poco aprendió a comer sin ayuda y forma unos regueros que, bueno... Luego del postre la acomodo sobre mis piernas para ver la Calabacita, a la que ella despide con un vehemente hasta mañana. Si está muy agotada, se dueme enseguida. Pero si no, puede llegar a la medianoche despabilada mientras Iris y yo damos cabezazos en los sillones.
Los fines de semana la llevo al teatro guiñol, al parque infantil o a cualquier sitio. Desde la acera se despide de Iris con un «chao, mamá...». Al regreso reseño lo que hicimos y exagero sus hazañas en los columpios y sus progresos en la comunicación.
FELIZ, MUY FELIZ
Desde que nació Sofía no he vuelto a dormir una siesta ni a escribir los fines de semana. Muchos de mis libros están sin lomo , porque ella se los arranca. Aprendí a hacer muecas para incitarla a comer y a imitar las onomatopeyas de cuanto animal existe para provocarle una sonrisa. Me ocupa tanto tiempo que ya casi no comparto con mis colegas en las tertulias de la UPEC.
He olvidado mi gusto por el pan para reservárselo, aunque ella lo tire al primer mordisco, y me cuido más que nunca cuando conduzco mi moto Babetta para evitar que no me extrañe si tuviera una accidente. Sufro si el termómetro le marca 37 de temperatura o si manifiesta la más leve inapetencia. Le recojo mil veces los juguetes aunque mi columna se resienta...
Pero ahí no termino. Hace poco más de dos meses nos llegó Beatriz, otra niña que promete también ponerme de cabeza. ¿Se imaginan? Dentro de poco volveré a las andadas, pero por partida doble. Y eso cuando acabo de cumplir 50 años. Mis amigos me dicen en broma -¡y en serio!- que tendré que celebrarle los 15 a mis dos tesoros con el dinero de la chequera. Pero, a pesar de lo que me viene encima, me siento el más feliz de los padres. En resumen, y como dijo Benedetti, «estoy jodido y radiante, quizás más lo primero que lo segundo, y también viceversa».
Mi pequeña Sofía tiene ya un año y medio de nacida. «A ver a ver a ver a ver, chiquitica, de quién es papá, a ver, dilo, uhhh, a ver, uhhh...» Sin apenas darme cuenta, se me está haciendo una mujercita este princesa, esta mariposa, este regalo de la vida. «Papá mío, papá mío, jajajajaja...» No, amigos, imposible. ¿Con qué maravilla comparar la felicidad que me recorre el cuerpo y me trae de cabeza?
La conocí meses antes de que ella -diminuta y temblorosa- debutara en el mundo el 10 de diciembre de 2004. «Estás embarazada», le dijo el doctor a mi esposa aquella tarde, luego de explorarla con el ultrasonido. Obvio: el examen no reveló esa vez su sexo. Pero yo sabia que era hembra. No se burle, ¡lo sabía! A pesar de los horóscopos, de las predicciones y de las computadoras. Por instinto, lo sabía.
A las pocas horas de la buena nueva comencé a hablarle. Pegué mis labios al vientre materno y le musité piel adentro con toda la ternura de que fui capaz: «¡Bienvenida, mi niña!» Desde entonces cada día y cada noche le dije algo cariñoso. Al principio solo obtuve silencio; luego, leves estremecimientos; después, golpecitos que yo interpreté como una respuesta suya a mis mensajes. Mi mujer me reprendía constantemente: «No te empecines en que es hembra porque te decepcionarás si al final resulta varón» Y yo: «Si viene varón lo querré igual. Pero es hembra».
Transcurridas algunas semanas, otro ultrasonido confirmó mi pronóstico de pitoniso: ¡hembra! Y la gente: «Vaya, adivinaste...» Y yo, eufórico: «No se los dije...» Esa noche conversé con ella largo y tendido. Le hablé de los preparativos para su llegada y le describí la cuna pintada de blanco y el sitio exacto donde la colocaríamos junto a nosotros. Desde su piscina de líquido amniótico, Sofía me respondió con un par de pataditas que a mi me parecieron de aprobación.
ENTRADA AL MUNDO
El día del parto lo puedo reproducir con todos sus detalles de análisis, pruebas, exámenes, conteos... Cerca de la medianoche, llevaron a Iris para el salón, mientras yo, exhausto, intentaba descabezar un sueñecito sobre una mesa. Estaba soñando que todo había salido de maravillas cuando alguien me tocó en un hombro: «Ya», me dijo. El monosílabo me devolvió de a la realidad. Y entonces, en el pasillo, distinguí a mi mujer sobre una camilla, pálida y débil, pero con la sonrisa más hermosa que jamás haya engalanado su semblante. «¿Y Sofía?», pregunté. «Paciencia», me pidieron. La tendría entre mis brazos horas después, ya arropadita en el atuendo que su mamá le había escogido con amor para la premiere.
Desde entonces la niña se convirtió en el centro de mi vida. Junto a ella disfruto excelentes malas noches y terribles buenos momentos. Entre las primeras figuran madrugadas completas intentando dormirla con paseos de ida y regreso por toda la casa, sin que Morfeo se digne nunca tirarme un cabo. Entre las segundas, cuando Iris la dejó una mañana a mi cuidado con mil indicaciones y, para mi zozobra, se me hizo caca tan pronto ella puso un pie en la calle.
Me las arreglé como pude con un pañal humedecido. Después le eché mano a otro que había colocado a mi lado para limpiar el puré que mi torpeza derramaba sobre su cuerpecito. Pero, como caca y puré exhibían colores parecidos, hubo un momento en que confundí los paños y, en vez de frotarla con el segundo, elegí el primero. ¡Imagínense! Cuando quise rectificar, ya era tarde: Había embadurnado la cara de mi pequeña con una buena dosis de caquita fresca. Sofía tuvo la infeliz iniciativa de regársela todavía más con una de sus manitas. Luego premió mi azoro con una carcajada inolvidable. Y yo -¿qué iba a hacer?- la secundé. Iris se entera ahora de aquel disparate mío oloroso a heces fecales.
En materia de meteduras de pata mi inexperiencia no quedó ahí. En cierta ocasión mi mujer me pidió que comprara unos jabones. Pero como siempre me aparecía en casa con los jabones equivocados, le dije: «Mira, mejor vas tú, que yo nunca quedo bien». Ella aceptó. Ya en retirada me dio instrucciones: «A Sofía le toca la leche de aquí a media hora. El pomo está sobre la mesa. Antes de dársela lo abres y le quitas la tapita interior que le puse por si acaso te embullabas a sacarla a pasear». Y yo: «No te preocupes que sé cómo hacerlo». Cuando quedé solo, no perdí de vista el reloj. A los 30 minutos tomé en brazos a la niña, cogí el pomo, me senté con ella en un sillón y... ¡vamos, nené, a tomar la lechita! Se prendió, golosa, del biberón. Al rato noté que el contenido estaba intacto. «No quiere», dije para mí. Sofía, sin embargo, chupaba y chupaba sin quitarme los ojos de encima, como implorándome: «por favor, papá, resuelve esto». Entonces recordé la tapita interior: no la había quitado. Tan pronto la retiré, la niña se tomó su leche en tiempo récord.
APRENDIZ DE PADREEn esta deliciosa etapa de padre he tenido que aprender infinidad de artilugios y hacer ni se sabe cuántas concesiones para entretener a Sofía mientras la madre se ocupa de la batea, la cocina y la limpieza. Por ejemplo, improvisar un títere con una media y un muñeco y meterme luego debajo de la cuna para hacerla reír. También aprenderme los estribillos de las canciones que a ella le gustan y que yo quisiera desaparecer de las discotecas. Una repite machaconamente «pitchea, mami, pitchea», otra «porque yo soy un bandolero» y la tercera «me duele la popola».
Con las lecturas sufro dulcemente. Cuando estoy más ocupado, Sofía se me planta delante con un libro que, de tanto hojearlo y ojearlo, puedo recitar de carretilla, y me “ordena” leérselo. A veces me mira extrañada, pues, al describirle una ilustración, mis versiones libres no suelen coincidir siempre, y ella parece tener buena memoria. Por cierto, sobre su memoria tengo una anécdota. Resulta que a mi niña le agrada el programa Piso 6, y cada vez que sale Caleb, el presentador, ella lo señala y lo menciona por su nombre. Una noche en que estaba particularmente majadera a la hora del Noticiero Nacional de Televisión, la hice mirar para la pantalla: «Mira, nena, ese es Caleb», le dije. En realidad, era Resíllez, con su comentario semanal. Sofía se volvió hacia mí y exclamó a su manera dos veces, mientras negaba con la cabeza. «Papá, ese no Caé, ese no Caé”» Que me perdone mi colega, pero todavía me estoy riendo.
Cuando cumplió su primer añito y comenzó su vida en el círculo infantil, asumí la tarea de llevarla y traerla en su coche. Durante el trayecto le digo lo que se me ocurre, y ella me responde en su jerigonza que yo entiendo a la perfección. Por la tarde, al recogerla, la sorprendo con alguna golosina para que venga picando por el camino. Ya en casa, llega el gardeo a presión, pues debo seguirla todo el tiempo para distanciarla del peligro de los tomacorrientes, las escaleras, la cocina, el balcón y el multimueble.
Al anochecer pide a gritos la papa, y entonces nos sentamos juntos a la mesa. Inicialmente era yo quien se la daba, y ya sabe: «tata, ahí viene un avioncito, uuuuuuuu...» Pero hace poco aprendió a comer sin ayuda y forma unos regueros que, bueno... Luego del postre la acomodo sobre mis piernas para ver la Calabacita, a la que ella despide con un vehemente hasta mañana. Si está muy agotada, se dueme enseguida. Pero si no, puede llegar a la medianoche despabilada mientras Iris y yo damos cabezazos en los sillones.
Los fines de semana la llevo al teatro guiñol, al parque infantil o a cualquier sitio. Desde la acera se despide de Iris con un «chao, mamá...». Al regreso reseño lo que hicimos y exagero sus hazañas en los columpios y sus progresos en la comunicación.
FELIZ, MUY FELIZ
Desde que nació Sofía no he vuelto a dormir una siesta ni a escribir los fines de semana. Muchos de mis libros están sin lomo , porque ella se los arranca. Aprendí a hacer muecas para incitarla a comer y a imitar las onomatopeyas de cuanto animal existe para provocarle una sonrisa. Me ocupa tanto tiempo que ya casi no comparto con mis colegas en las tertulias de la UPEC.
He olvidado mi gusto por el pan para reservárselo, aunque ella lo tire al primer mordisco, y me cuido más que nunca cuando conduzco mi moto Babetta para evitar que no me extrañe si tuviera una accidente. Sufro si el termómetro le marca 37 de temperatura o si manifiesta la más leve inapetencia. Le recojo mil veces los juguetes aunque mi columna se resienta...
Pero ahí no termino. Hace poco más de dos meses nos llegó Beatriz, otra niña que promete también ponerme de cabeza. ¿Se imaginan? Dentro de poco volveré a las andadas, pero por partida doble. Y eso cuando acabo de cumplir 50 años. Mis amigos me dicen en broma -¡y en serio!- que tendré que celebrarle los 15 a mis dos tesoros con el dinero de la chequera. Pero, a pesar de lo que me viene encima, me siento el más feliz de los padres. En resumen, y como dijo Benedetti, «estoy jodido y radiante, quizás más lo primero que lo segundo, y también viceversa».
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