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sábado, 10 de octubre de 2009

Un Nobel de la Paz apresurado

El otorgamiento del Premio Nobel de la Paz 2009 a Barak Obama ha sido -y valga la comparación- como adjudicarle un sitio en el codiciado Hall de la Fama de Cooperstown a un novato por su primera temporada como jugador de las Ligas Mayores del béisbol. ¡Un desaguisado!
Para conjurar cualquier suspicacia de prejuicios ideológicos, aclaro que pensaría igual si Obama fuera ruso, nepalés, mongol, libio, boliviano o de la mismísima Conchinchina. Mi criterio no tiene nada que ver con nacionalidades. Tampoco con que él sea el presidente de los Estados Unidos.
Se trata de un dignatario joven en quien se cifran enormes esperanzas Pero tan inexperto en la alta política que todavía anda a tientas en el complejo panorama de las relaciones internacionales. En materia de paz -y de guerra- no tiene aún nada que exhibir.
Algo que causa extrañeza en los más heterogéneos círculos globales y centros de poder es que Obama llevaba solamente 9 días ocupando el sillón presidencial de la Casa Blanca cuando el Comité Nobel dio por cerrado el plazo establecido para recibir candidaturas.
Es obvio que en tan breve tiempo no pudo haber hecho lo que le reconoce el dictamen: “sus esfuerzos extraordinarios para reforzar la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. Y una mención a su labor por “un mundo sin armas nucleares”. Según el testamento de Alfredo Nobel, su creador, este premio se otorga a la persona o institución que hayan trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz. En el caso de Obama, son proyectos y no hechos consumados. Pienso que los académicos noruegos le hicieron un flaco favor al carismático líder al conferirle -de manera unánime- la distinción. Obama se verá ahora en situación incómoda y presionado a tomar iniciativas que tal vez no figuraban en su agenda inmediata. Otros candidatos nominados -instituciones y personalidades- reunían aval para aspirar con mayor justicia al premio. Como la Coalición contra las Armas con Munición de Fragmentación, que lucha desde hace años por la destrucción de las minas antipersonales. A la insistencia de esta organización -junto a la ONG Handicap International- se debe el tratado que prohíbe el uso de este tipo de minas en casi 100 países. Es una pena que los principales productores -Estados Unidos, Rusia y China- no lo hayan rubricado. Otra buena opción era la de la colombo-francesa Ingrid Betancourt, ex candidata presidencial y ex rehén de las FARC, la guerrilla izquierdista de Colombia. Estuvo secuestrada durante seis años en la selva sudamericana, y, desde su liberación por un operativo militar, se dedica a promover por todas partes el entendimiento en su país. En la lista habían más nombres ilustres: el príncipe jordano Ghazi Bin Muhammad, paladín del diálogo inter-religiones; el médico congolés Denis Mukwege, fundador del hospital para mujeres víctimas de la violencia sexual; y la doctora Sima Simar, abogada de los derechos humanos en Afganistán. Cualquiera de ellos pudo ser premiado.
Pero no todos están en contra del premio. La revista colombiana Semana asegura que mucha gente lo respalda. Y basa sus argumentos en que "desde la toma de posesión de Obama el 20 de enero, el tono de la política internacional ha cambiado radicalmente”. La publicación sudamericana agrega que ”atrás quedaron los días en los que el mundo musulmán miraba de reojo al presidente George W. Bush y en los que Estados Unidos era una nación que despertaba una desconfianza monumental en el continente europeo". Recuerda luego que una encuesta del Pew Research Center, aplicada en 25 países entre mayo y junio pasados, reveló que el 93 por ciento de los alemanes, el 91 por ciento de los franceses y el 86 por ciento de los ingleses creen que Obama va a tomar las decisiones correctas. En tiempos en que ocupaba el Salón Oval el presidente George W. Bush, esos porcentajes eran del 14, el 12 y el 16, respectivamente.
En fin, no es que Obama no se merezca el Nobel de la Paz -en lo personal estoy entre sus simpatizantes-, sino que es una guirnalda precipitada para su palmarés en construcción. Tal vez en lo estratégico surta efecto y devenga acicate para lograr la concordia mundial. Pero en lo táctico, todavía me mantiene boquiabierto.

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viernes, 3 de julio de 2009

Golpes en la memoria

El golpe de estado es una antigua práctica con tufo a campamento militar. Según la enciclopedia on line Wikipedia, la locución procede del francés coup d'État y significa «toma súbita y violenta del poder político por un grupo de poder, vulnerando así la legitimidad institucional establecida en un Estado, es decir, las normas legales de sucesión en el poder plenamente vigentes con anterioridad».
El concepto debutó en Francia en el siglo XVIII. Pretendía justificar a ultranza las acciones de fuerza empleadas por el rey –violatorias de todas las legislaciones morales vigentes- para deshacerse de sus enemigos, siempre con el pretexto de mantener «la seguridad del Estado o el bien común».
Aquella definición original tiene zonas comunes con lo que en política se llama hoy «autogolpe», es decir, cuando el gobernante de un país democrático se autoconcede atribuciones hasta entonces solo concernientes al Estado y sus poderes. Así ocurrió en Perú en 1992. El presidente Alberto Fujimori disolvió el Congreso de la República e inauguró un régimen autoritario que gobernó hasta el año 2000.
Antes, en 1930, apareció el libro Técnica del golpe de estado, de Curzio Malaparte, que le otorgó modernidad al concepto. Dice en sus páginas: «El golpe de Estado es un recurso de poder cuando se corre el peligro de perder el poder». Esta afirmación sirve para recordar que el golpe de Estado ha sido un recurso de las clases dominantes cuando se les agotan los recursos de dominio constitucional y democrático.
A los cubanos la expresión «golpe de Estado» suele traernos odiosos recuerdos. Fue con la bota y la bayoneta que Fulgencio Batista tomó por la fuerza las riendas del país en la madrugada del 10 de marzo de 1952. Durante casi siete años nos impuso una sangrienta dictadura que dejó un saldo de más de 20 mil compatriotas muertos.
Otro tirano digno de la antología del crimen, el tristemente célebre Augusto Pinochet, derrocó con similares métodos a Salvador Allende, presidente constitucional de Chile, el 11 de septiembre de 1973. Antes de caer en combate en el santiaguino Palacio de la Moneda, el estadista sudamericano ofreció tenaz resistencia a los traidores.
Los golpes de Estado proliferaron en el mundo en los años 60 de la pasada centuria. Desde 1960 hasta 1989 el promedio fue de 12 cuartelazos anuales, es decir, uno al mes. El diario digital español 20 Minutos asegura que hubo años, como 1963, en que cada dos semanas tenía lugar una asonada militar en algún lugar del planeta. «Entender quién había llegado al poder, cómo y por qué, ocupaba buena parte de los análisis y editoriales de la prensa», acota.
Según una monografía del historiador venezolano Virgilio R. Beltrán, en 1968 el 62 por ciento de los países de Latinoamérica, Medio Oriente, Asia Sudoccidental y África estaban gobernado por dictaduras militares. Y agrega después: «Si hacemos la cuenta del total de pronunciamientos militares documentados en 25 países, desde 1902 hasta la última jugarreta de golpista en Venezuela (2002), resultan 327 golpes de Estado, contando los que se estabilizaron como dictaduras por meses o años y aquellos que duraron pocos días, como fue el caso de los repetidos golpes de Estado en Bolivia».
Realmente, en la historia latinoamericana los cuartelazos parecieron poseer el don de la ubicuidad desde que en el siglo XIX comenzó a transitar por las sendas de la independencia. Suerte de espada de Damocles, muchos gobernantes constitucionales de la región la vieron pender -¡y abalanzarse!- sobre sus cabezas en diferentes períodos.
Hubo casos en que los militares no lograron controlar el poder. Como el ocurrido en la ciudad peruana de El Callao, en 1834, cuando el presidente, Luis José de Orbegoso, se refugio allí perseguido por los golpistas al mando de los oficiales Gamarra y Bermúdez. El pueblo se enfrentó a los complotados, los derrotó y devolvió el cargo a Orbegoso. Desde entonces El Callao ostenta el título de «La Fiel y Generosa Ciudad del Callao, asilo de las Leyes y de la Libertad».
Y casos como el ocurrido en Panamá en 1902, considerado por la literatura especializada como el primer golpe de Estado latinoamericano ocurrido en este siglo, cuando los miembros de la Compañía constructora del Canal Interoceánico se alzaron en armas, ocuparon el Palacio de gobierno y se separaron de Colombia.
El periodista argentino Modesto Emilio Guerrero dice en su artículo «Memoria del golpe de Estado en América Latina durante el siglo XX», que el total de pronunciamientos militares que han castigado a los países del subcontinente en toda su historia asciende a 327. A pesar de que muchos no pasaron de la anécdota, dan una idea de lo extendida que estuvo semejante práctica en los cuarteles.
Bolivia encabeza en Iberoamérica el listado histórico de las naciones con más golpes de Estado intentados o consumados en su territorio: 190, de los cuales 23 triunfaron. El país andino llegó a registrar en una época más tentativas golpistas que años de independencia. Colombia lidera el otro extremo, con solo cuatro asonadas en su currículo. Siete países del subcontinente pasaron entre 45 y 50 años del siglo XX gobernados por gente de uniforme: Venezuela, Paraguay, Guatemala, Nicaragua, Brasil, Argentina y Bolivia.
No asombra saber que el término gorila, que estigmatiza a los golpistas brutales, tenga linaje latinoamericano, pues el primero en darle uso con esa connotación fue un programa argentino llamado La Revista Dislocada, en 1955. Por entonces se proyectaba el filme Mogambo, con Clark Gable y Ava Gardner, que acontecía en la selva. El programa comenzó a parodiarlo y el público creyó oír en lo que decía un personaje (« ¡deben ser los gorilas, deben ser…!») una alusión a un complot contra el presidente Juan Domingo Perón. La Real Academia le da a gorila, entre otras acepciones, el significado de «militar que actúa con violación de los derechos humanos».
Los cuartelazos desaparecieron al sur del río Bravo en los años 80 y 90 de la pasada centuria, cuando hicieron mutis los últimos regímenes militares y volvió por sus fueros la democracia representativa. Solo una asonada triunfó desde entonces: la que encabezó en 1989 en Paraguay el general Andrés Rodríguez contra la cruenta dictadura de su anciano suegro, el también entorchado Alfredo Stroessner.
En la etapa hubo un intento de golpe de Estado fallido. Lo sufrió el presidente venezolano Hugo Chávez cuando en abril de 2002 la reacción lo apartó del cargo por dos días. El cuartelazo lo azuzaron la CIA y algunos medios de prensa para frustrar el proceso revolucionario iniciado allí por el carismático líder. Pero al final los militares leales y el pueblo lo repusieron en el Palacio de Miraflores.
Algunos expertos aseguran que en estos tiempos los golpes de Estado han sito reemplazados por los llamados golpes de calle, grandes manifestaciones populares que en su momento dieron el golpe de gracia a las presidencias de Abdalá Bucaram (Ecuador, 1997), Raúl Cubas (Paraguay, 1999), Jamil Mahuad (Ecuador, 2000), Fernando de la Rúa (Argentina, 2001), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia, 2003) y Lucio Gutiérrez (Ecuador, 2005). Pero, como para desmentir su certeza, ahí está el reciente cuartelazo en Honduras, el número 21 en la lista mundial de los intentados o consumados en este siglo.
En África los golpes de Estado se hicieron frecuentes a partir del proceso de descolonización de las naciones que integran el continente. El primero fue el que propinó en 1960 el coronel Mobutu Sese Seko, un militar semianalfabeto, a Patricio Lumumba, presidente legítimo del Congo Belga, actual Zaire. Lumumba fue asesinado con el apoyo de la CIA. El último se consumó en Madagascar el 17 de marzo de este año, cuando el presidente Marc Ravalomanana fue depuesto a punta de fusil. Las Islas Comoras tienen el récord africano de más golpes sufridos: más de 20 en sus 34 años de soberanía.
La vieja y estirada Europa no escapa de esta suerte de relatoría de la historia golpista internacional. España, por ejemplo, hubo de experimentarlos en su territorio cinco veces. La primera fue en 1923, con el cuartelazo de Primo de Rivera. Y la última la fracasada intentona de 1981, encabezada por el teniente coronel Tejero.
Tal vez algún lector se pregunte, entre curioso y perplejo: «¿Y por qué en Estados Unidos nunca se ha producido un golpe de Estado, a pesar de la pobreza en que vive parte de su población?» La respuesta, medio en broma y medio en serio, la dio la presidenta chilena Michele Bachelet, en una entrevista con un órgano de prensa: «¡Porque en Estados Unidos no existe una embajada de Estados Unidos!»
En efecto, ironía a un lado, en el 30 por ciento de los golpes de Estado ocurridos en este siglo en América Latina tuvieron participación las tropas norteamericanas. La cifra se aproxima al 70 por ciento si se habla solo del Caribe y Centroamérica. En todos los casos, omnipresente, tuvo incidencias «la embajada americana».

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