Estas son mis princesas SOFÍA (derecha) y BEATRIZ. Sofía es apasionada de la lectura, romántica de nacimiento, osada hasta la temeridad, admiradora de la belleza, original hasta el asombro, fértil de imaginación, defensora de la justicia, cultora de la gratitud, obsesiva de las redes sociales, amante de los detalles, conversadora infatigable, devota del buen humor, generosa con los humildes, caprichosa para comer, elegante de palabra, renuente a las chancletas, aplicada en el estudio, curiosa incorregible, ávida del saber, adoradora de la sonrisa y guardiana de la naturaleza. BEATRIZ es aficionada a las canciones, ágil en las respuestas, precavida ante lo desconocido, cumplidora de promesas, fiel con sus amigas, fanática de los teléfonos celulares, inventora de gangarrias, persistente en sus deseos, amorosa con sus muñecas, sensible ante los regaños, efusiva con sus maestras, carismática de cuna, presumida permanente, voraz de apetito, introvertida de circunstancias, cultivadora de amistades, mimosa como una gatita, callejera a cualquier hora, protestona cuando la mandan, rapidísima de sueño y cariñosa hasta lo inimaginable. SOFI nació el 10 de diciembre de 2004; BETI, el 3 de abril de 2006. Ambas son traviesas como ardillitas, desordenadas con sus pertenencias, preguntonas de lo humano y lo divino, fantasiosas por excelencia, refunfuñonas si se sienten aludidas, destructoras de lapiceros, líderes naturales, adulonas cuando les conviene, derrochadoras de hojas de papel, pícaras de personalidad, divertidas de anecdotario, fans de las tijeras, adictas a mi computadora, insaciables con el helado, inseparables en la vida, solidarias con cualquiera, conquistadoras de corazones, consumidoras de telenovelas, populares desde que vinieron al mundo, adorables de carácter, celosas con sus juguetes, idénticas y diferentes… Y-¡oh, qué maravilla!- las dos son buenísimas personas. Todo lo que hago es por su felicidad, porque prefieran lo espiritual sobre lo material y por evitar que se contaminen con malos ejemplos. ¡Dios bendiga y proteja a mis hijas!
Allá
por los años 60 del siglo pasado, los manatienses disfrutábamos cada
año de un acontecimiento lleno de colorido, expectación y carisma: el
circo. ¡Ah, cuánto nos divertían sus presentaciones! Los niños, en
especial, celebrábamos su llegada con desmesuradas muestras de alegría.
¿Cómo no hacerlo en un batey azucarero donde nunca ocurría nada
extraordinario? Por cierto, su arribo jamás nos tomaba por sorpresa. En
efecto, unos días antes, sus representantes recorrían el pueblo para
promocionar sus presentaciones. ¿Cómo? Pues por medio de unos pasquines
de papel que traían impreso el nombre del circo y sus números más
populares. Los pegaban con engrudo en los postes del alumbrado para que
la gente los viera. ¡Conservo uno entre mis papeles de la época! Un par
de días después, el circo hacía efectiva su presencia con un desfile
por las calles del pueblo, en el que participaban tanto los artistas con
sus vestimentas como los animales (debidamente enjaulados, desde
luego). Recuerdo los nombres de algunos de aquellos circos que nos
visitaban: Santos y Artigas, Llerandi, Pubillones, Montalvo... ¿Cuál era
el mejor? No sabría decirlo. Pero todos traían algo especial. Los
circos escogían diferentes lugares para levantar sus carpas de lona,
armadas en récord de tiempo por los popularísimos tarugos. Los más
frecuentes eran el patio del Centro Escolar Orlando Canals y la cancha
del estadio de fútbol. Tan pronto se instalaban, los muchachos íbamos a
merodear por sus inmediaciones con la esperanza de ver de cerca de los
elefantes y a los monos. O, mejor aún, de admirar en ropa ligera a
algunas de las bellísimas modelos que solían acompañarlos. La noche de
la función casi estallábamos de tanto gozo. Nuestros padres sacaban
desde bien temprano las papeletas y allá íbamos temprano a tomar
asiento, lo mismo en las lunetas junto a la pista que en el llamado
gallinero, rebosante de pueblo. Luego todo era comernos con los ojos los
números que incendiaban nuestra fantasía. Los payasos figuraban entre
los artistas más carismáticos, sin menospreciar a los trapecistas, con
aquellos saltos espectaculares que nos hacían temblar de miedo ante una
posible caída. También el traga fuegos, los contorsionistas, los
malabaristas, los magos, los animales amaestrados, en fin... Había
circos que incluían en sus elencos a cantantes de moda, que se ganaban
unos pesos adicionales interpretando canciones, ahora no recuerdo si a
capela o con grabaciones. Recuerdo, en especial, a un cantante casi
olvidado, llamado Kino Morán. ¡Ni siquiera las discotecas del ayer lo
tienen en cuenta! Los circos no solían pasarse mucho tiempo en las
localidades que visitaban. A lo sumo, un par de días. Durante esas dos
jornadas –sus funciones eran de alrededor de una hora y media- no se
revelaba en la localidad suceso de mayor connotación. La última noche
nos llenaba de tristeza, pues, al salir el último espectador de la
carpa, los tarugos desmontaban la enorme lona, la cargaban en sus
camiones, tranquilizaban a los animales, tomaban carretera y... ¡hasta
el próximo año! El sitio quedaba con la huella de su presentación en
forma de cucuruchos de maní vacíos, palitos de algodón de azúcar y
papelitos de caramelos. Y nosotros retornábamos a casa cargados de
tristeza, porque sabíamos que no tendríamos más circo hasta el año
venidero.
Se llamaba Francisca Agüero Mayo. Pero eso casi nadie lo sabía. Para sus vecinos, familiares y amigos ella fue siempre, sencillamente, Paquita. Nació el 28 de agosto de 1926 en el tunero barrio de El Oriente. Sin embargo, casi toda su existencia transcurrió en Manatí, a donde fue a residir cuando se casó con mi padre el 4 de diciembre de 1954. Nieta del coronel mambí Calixto Agüero y Agüero, en su personalidad convivieron el carácter y la ternura. Se pasó toda la vida haciendo el bien a los demás y sacrificándose por su familia. Hipertensa crónica con récord personal de presión máxima de 280 mmHg, murió de un colosal infarto cardíaco el 14 de julio de 1996. Cuando desapareció ya nada volvió a ser igual. Incluso las orquídeas del patio que ella cultivaba con devoción de jardinera marchitaron sus pétalos. Aunque nunca se lo dije -me remuerde a veces no haberlo hecho alguna vez- a mi madre le debo todo lo bueno que me ha ocurrido, que no ha sido poco. Jamás querré con similar intensidad. Nunca se borrarán de mi memoria su alma generosa y su rostro venerable. El almanaque no tiene un día -¡un solo día!- en que yo no la recuerde.
MI PADRE INOLVIDABLE
Hoy, 27 de mayo de 2019, mi padre cumpliría 100 años de noble y limpia existencia. Pero la vida, o el destino, o la Providencia, o Dios, o quien haya sido, no se lo permitió, y solo pudo celebrar 62. Fueron suficientes para dejar en mi corazón y en mi memoria una huella entrañable, profunda y eterna. Los buenos padres suelen ser así, inmortales. No, definitivamente, padre no es cualquiera. Papi nació en un asentamiento rural llamado San Isidro, próximo al poblado de Gaspar, en la provincia de Ciego de Ávila. Sus padres lo bautizaron con el nada convencional nombre de Juan Evangelio, que luego él y mi madre me endilgaron cuando me trajeron al mundo. A Manatí arribó en 1945, de la mano de un amigo instalado previamente en la localidad. Tan pronto desempacó, formó parte de la Guardia Jurada, un cuerpo encargado de la tranquilidad ciudadana y de la protección del antiguo ingenio azucarero. Después de 1959, la Empresa Eléctrica le encargó la tarea de leer todos los metros contadores del municipio y después cobrarles a sus propietarios las correspondientes facturas. Para esa fatigosa dualidad recorría cada mes varios kilómetros, enhorquetado en su bicicleta rusa, a la que le sonaban todos los tornillos, pero que nunca lo dejó botado en el camino. Cierro los ojos y me parece verlo tocado con su sombrero de yarey (tejido expresamente para él por un haitiano amigo) y con sus espejuelos en trances de equilibristas sobre la punta de la nariz, mientras escribía números en un libraco repleto de tarjetas con los nombres de los clientes. En casi todas las casas a donde llegaba le brindaban café, chucherías o echaba un parrafito sobre cualquier asunto. Madrugador incorregible, sobre las seis de la mañana ya estaba en pie, listo para hacer la primera colada del día al socaire de los poetas repentistas -una de sus grandes aficiones-, a quienes escuchaba en un radio VEF que le regalamos un día de su cumpleaños en reemplazo de aquel vetusto RCA Víctor de madera y válvulas. Tampoco se perdía Alegrías de Sobremesa, y se divertía de lo lindo con las ocurrencias de la mulata Estelvina y de Paco Carrasquillo. Mucho menos dejaba de ver San Nicolás del Peladero, con su admirado alcalde Plutarco Tuero, en aquel estresante televisor blanco y negro, marca Westinghouse, siempre lleno de lloviznas y de interrupciones. Lo evoco también haciendo puré de tomate en un equipo que él mismo se inventó, capaz de simplificar enormemente la tarea. O sembrando hortalizas en una pequeña parcela que teniamos al fondo de la casa. Mi padre fue un hombre de un carácter sumamente alegre, siempre con una jarana a flor de labios y gran amigo de los niños. «Morales, los niños no te respetan porque juegas demasiado con ellos», lo recriminaba mi madre cuando lo veía darle un pellizco a uno o esconderle la pelota a otro. Con mi mamá formó una pareja memorable. Por lo menos en mi presencia, nunca los escuché discutir por ningún motivo. Tenía con ella detalles bonitos, aunque también la hacía rabiar cuando le preguntaba la edad delante de terceros, a sabiendas de que -como muchas mujeres- le tenía aversión a ese tema. Mis relaciones con él siempre fueron de excelencia. Muchos consejos me dio y pocos escuché. Cuando uno es joven, siempre que sucede igual pasa lo mismo. Hoy diera la vida por una sola de sus recomendaciones. A pesar de los años transcurridos, aún me remuerde la conciencia por las veces en que le «robé» menuditos de sus bolsillos mientras él echaba un pestañazo al mediodía. Por entonces, con una peseta se le podían comprar dos barquillas de helado casero al que los vendía por las calles con su nevera montada sobre un carretón. No obstante, me consuela pensar que papi se percataba de mis escamoteos y que se hacía el dormido para no interrumpirlos. En mis tiempos de estudiante becado, no solo estaba al tanto de mi situación disciplinaria y académica, sino que, incluso, aceptó ser el presidente del Consejo de Padres cuando cursé estudios de Educación Física y Deportes en el Fajardo. Eran tiempos de limitaciones –cualquier parecido con la realidad actual no es pura coincidencia-, por lo cual llegué a usar, ocasionalmente, parte de su humilde ropero, en especial unos horribles pantalones de gabardina que alguna vez formaron parte de trajes de etiqueta. Hasta el momento en que enfermó, nunca le habían dolido ni los cayos. Incluso, el día anterior a su súbito malestar nos habíamos tomado unos tragos (aunque nunca fue un bebedor) en compañía de unos amigos. Tuvimos que correr con él para Tunas. «Síndrome de Guillain-Barré», diagnosticaron los médicos que lo evaluaron en el recién inaugurado hospital Ernesto Guevara. Tan rara enfermedad tiene ahora un tratamiento eficaz, pero, en aquella época, quien la padeciera tenía escasas posibilidades de salvación. Mi padre no pudo eludir la acechanza y, a los tres días de su ingreso, el 10 de septiembre de 1981, falleció.
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