domingo, 24 de enero de 2021

¡Llegó el circo!

Allá por los años 60 del siglo pasado, los manatienses disfrutábamos cada año de un acontecimiento lleno de colorido, expectación y carisma: el circo. ¡Ah, cuánto nos divertían sus presentaciones! Los niños, en especial, celebrábamos su llegada con desmesuradas muestras de alegría. ¿Cómo no hacerlo en un batey azucarero donde nunca ocurría nada extraordinario? Por cierto, su arribo jamás nos tomaba por sorpresa. En efecto, unos días antes, sus representantes recorrían el pueblo para promocionar sus presentaciones. ¿Cómo? Pues por medio de unos pasquines de papel que traían impreso el nombre del circo y sus números más populares. Los pegaban con engrudo en los postes del alumbrado para que la gente los viera. ¡Conservo uno entre mis papeles de la época! Un par de días después, el circo hacía efectiva su presencia con un desfile por las calles del pueblo, en el que participaban tanto los artistas con sus vestimentas como los animales (debidamente enjaulados, desde luego). Recuerdo los nombres de algunos de aquellos circos que nos visitaban: Santos y Artigas, Llerandi, Pubillones, Montalvo... ¿Cuál era el mejor? No sabría decirlo. Pero todos traían algo especial. Los circos escogían diferentes lugares para levantar sus carpas de lona, armadas en récord de tiempo por los popularísimos tarugos. Los más frecuentes eran el patio del Centro Escolar Orlando Canals y la cancha del estadio de fútbol. Tan pronto se instalaban, los muchachos íbamos a merodear por sus inmediaciones con la esperanza de ver de cerca de los elefantes y a los monos. O, mejor aún, de admirar en ropa ligera a algunas de las bellísimas modelos que solían acompañarlos. La noche de la función casi estallábamos de tanto gozo. Nuestros padres sacaban desde bien temprano las papeletas y allá íbamos temprano a tomar asiento, lo mismo en las lunetas junto a la pista que en el llamado gallinero, rebosante de pueblo. Luego todo era comernos con los ojos los números que incendiaban nuestra fantasía. Los payasos figuraban entre los artistas más carismáticos, sin menospreciar a los trapecistas, con aquellos saltos espectaculares que nos hacían temblar de miedo ante una posible caída. También el traga fuegos, los contorsionistas, los malabaristas, los magos, los animales amaestrados, en fin... Había circos que incluían en sus elencos a cantantes de moda, que se ganaban unos pesos adicionales interpretando canciones, ahora no recuerdo si a capela o con grabaciones. Recuerdo, en especial, a un cantante casi olvidado, llamado Kino Morán. ¡Ni siquiera las discotecas del ayer lo tienen en cuenta! Los circos no solían pasarse mucho tiempo en las localidades que visitaban. A lo sumo, un par de días. Durante esas dos jornadas –sus funciones eran de alrededor de una hora y media- no se revelaba en la localidad suceso de mayor connotación. La última noche nos llenaba de tristeza, pues, al salir el último espectador de la carpa, los tarugos desmontaban la enorme lona, la cargaban en sus camiones, tranquilizaban a los animales, tomaban carretera y... ¡hasta el próximo año! El sitio quedaba con la huella de su presentación en forma de cucuruchos de maní vacíos, palitos de algodón de azúcar y papelitos de caramelos. Y nosotros retornábamos a casa cargados de tristeza, porque sabíamos que no tendríamos más circo hasta el año venidero.

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