Cuando el día 25 de febrero de 2002 llegué en menesteres periodísticos al municipio guatemalteco de La Tinta, en el departamento de Alta Verapaz, lo primero que me encantó fue el verdor de su entorno y la hospitalidad de su gente. La visita tuvo una recompensa mayor: compartir por cinco días con la brigada médica cubana destacada allí. Resultó una experiencia inolvidable.
La Tinta tiene una geografía singular, pues está encerrada dentro de un macizo montañoso compuesto por la Sierra de las Minas y la Sierra de Santa Cruz, con sus cumbres de Jucupen, San Francisco, Jolomijix y Chinajá. Existe una cadena montañosa perteneciente a la Sierra de Xucaneb, que atraviesa el municipio de oeste a este.
Uno de nuestros galenos me invitó a escalar una de aquellas regias elevaciones. «Allá arriba vive una comunidad de descendientes mayas –me informó-. Todas las semanas subo a consultar a los enfermos. Así que si desea estar por un rato más cerca de Dios, venga conmigo». La propuesta me resultó muy tentadora y, por supuesto, acepté.
A la mañana siguiente, al filo de las seis, una pequeña camioneta, a la que llaman por allá pickup, nos dejó en 30 minutos junto al firme de la cordillera. El sol se desperezaba aún sobre sus penachos coronados de vegetación. Mi guía me señaló un sendero que nacía a nuestros pies y reptaba loma arriba entre montículos y sinuosidades. Tenía cabida para una persona. «Es por aquí», me dijo. Y emprendimos el ascenso.
Cuando habíamos trepado sin interrupciones durante 10 larguísimos minutos por aquel trillo casi perpendicular –al menos así me lo pareció a mí-, confirmé que no podría derrotar al doctor, tal y como se lo había pronosticado la noche antes. Desoyendo la voz de mi orgullo, decidí pasar por las horcas caudinas y le solicité con humildad un primer respiro. Más que pedirlo, mis fatigados pulmones lo exigieron. Culpé de mi agotamiento al mal de las alturas, a mi hábito de fumar, a mi condición de hombre del llano y a mil justificaciones más.
La recuperación duró solamente unos instantes. Los aproveché para respirar a mis anchas y para atiborrar de aire fresco cuanto alvéolo estuviera disponible. A hurtadillas miré a mi amigo el médico, que aguardaba por mí rehabilitación un poco más arriba, junto a una enorme roca. Nada, ¡fresco como una lechuga! Tal vez fueron prejuicios míos, pero me pareció verle retozar en su semblante una sonrisa burlona.
Reanudamos el ascenso, pero ahora con un poco de pausa, lo cual agradecí. «No hay por qué apurarse tanto», justifiqué para mis adentros el nuevo ritmo de caminata. Mi amigo trepaba con la agilidad de un chivo montés. ¡Y sin mostrar señal alguna de agotamiento! Se lo reconocí. «Es que este viaje lo realizo una vez a la semana, así que estoy entrenado», respondió, tal vez para consolarme un poco.
La subida nos reservaba una tremenda «humillación»: una mujer indígena, septuagenaria y de aspecto débil, nos dio alcance en el sendero. Con la decencia que caracteriza a los de su raza, pidió permiso para que le hiciéramos espacio para pasar. Y, sin reducir la celeridad de sus pies descalzos, nos adelantó como una exhalación. Estábamos a mitad de camino y la anciana apenas se dio por enterada.
Pero el momento más dramático de la jornada –al menos para mí- estaba todavía por acontecer. Sobrevino cuando el médico se me distanció varios metros loma arriba y yo intenté a toda costa no quedarme demasiado rezagado. Quise darle alcance con un par de zancadas y… ¡resbalé! Fue solo un desliz, pero casi me vi en el fondo del abismo. Ufff, qué susto. A dudas penas restablecí el equilibrio.
Al rato, exhaustos por el esfuerzo realizado y luego de haber descansado varias veces en el escabroso trayecto, hicimos entrada en la aldea de Tuxhilá, en la parte más encumbrada de la montaña. Un sitio pródigo en árboles frutales y en animales domésticos. «¿Por qué diablos vive tan alto esta gente?», me pregunté mientras me daba fricciones en los pies, en medio del ladrido de los perros y el canto de los pájaros.
La india Filomena, patrona del villorrio, nos ofreció sendos vasos de un café con sabor a rayos. El doctor se percató de mis escrúpulos para beberme aquel mejunje y me hizo una seña para que esperara. Tan pronto la mujer dio la espalda, aprovechamos para escurrir el líquido precipicio abajo. Hacerlo delante de ella, o rechazárselo, hubiera sido un desaire que los descendientes de mayas casi nunca perdonan.
Mientras el galeno hacía preguntas en dialecto q’eqchì´, auscultaba y repartía pastilllas, jarabes y ungüentos entre los lugareños dentro de una choza devenida consultorio, hice un recorrido por los alrededores Asombro: seis niños de la aldea jugaban fútbol casi en los contorno del abismo. No sé cómo se las arreglaban para que el balón no se les fuera alguna que otra vez montaña abajo. Cuestión de habilidades.
Un poco más allá, al lado de una cabaña de tallos de maíz, una mujer lavaba su ropa en una enorme batea con su recién nacido colgado de su espalda dentro de un jolongo multicolor. Y en un conuco adyacente, saludable y parida, adivine usted qué encontré: ¡pues nada menos que una mata de plátanos burros! Su dueña nos regaló algunos para que hiciéramos tostones. Fueron los primeros que comí en Guatemala.
En Tuxhilá abundan los niños. Las mujeres mayas suelen comenzar a parir muy jóvenes y tener una numerosa prole. «¿Con este cuántos van?», le preguntó el doctor a una embarazada de 32 años. «Ocho», respondió ella humildemente. «Vaya –dijo, ahora en español y en tono de broma el galeno-, te falta uno para completar un equipo de béisbol». Al vernos reír, la muchacha también dejó mostrar su dentadura repleta de casquillos dorados, costumbre bastante arraigada por estas latitudes.
Una muchacha de la aldea nos invitó a comer tortillas de maíz, la reina de la gastronomía chapina, acompañadas con salsa y carne. Aceptamos el menú, pues ya nuestros estómagos comenzaban a protestar. Por cierto, la mujer envió por aceite a uno de chicos a una tienda ubicada en la base de la montaña. Subió y bajo en tres cuartos de hora. ¡Vaya vergüenza! Nosotros la escalamos en casi dos y media.
El doctor terminó de consultar aproximadamente a media tarde. Nos despedimos de la gente y emprendimos el regreso. El descenso no fue menos difícil que el ascenso. Hay que bajar frenado todo el tiempo, y uno se siente el dolor del esfuerzo en los brazos, las piernas, la mente y hasta en el alma. «Se nos queman las pieles de los frenos», exclamó en broma el médico. Pero para abajo todos los santos ayudan.
De vuelta a La Tinta, frescos en mi recuerdo las peripecias de lo vivido, me puse a pensar en un detalle en el que no había reparado: mi subida a Tuxhilá tal vez no volvería a reeditarse jamás. Sin embargo, para los médicos cubanos esos eran hechos cotidiano. Me dije, convencido: «Ellos si que son montañistas auténticos, porque ascienden a lo más alto de la gloria en un ejercicio de alpinismo de la solidaridad».
Uno de nuestros galenos me invitó a escalar una de aquellas regias elevaciones. «Allá arriba vive una comunidad de descendientes mayas –me informó-. Todas las semanas subo a consultar a los enfermos. Así que si desea estar por un rato más cerca de Dios, venga conmigo». La propuesta me resultó muy tentadora y, por supuesto, acepté.
A la mañana siguiente, al filo de las seis, una pequeña camioneta, a la que llaman por allá pickup, nos dejó en 30 minutos junto al firme de la cordillera. El sol se desperezaba aún sobre sus penachos coronados de vegetación. Mi guía me señaló un sendero que nacía a nuestros pies y reptaba loma arriba entre montículos y sinuosidades. Tenía cabida para una persona. «Es por aquí», me dijo. Y emprendimos el ascenso.
Cuando habíamos trepado sin interrupciones durante 10 larguísimos minutos por aquel trillo casi perpendicular –al menos así me lo pareció a mí-, confirmé que no podría derrotar al doctor, tal y como se lo había pronosticado la noche antes. Desoyendo la voz de mi orgullo, decidí pasar por las horcas caudinas y le solicité con humildad un primer respiro. Más que pedirlo, mis fatigados pulmones lo exigieron. Culpé de mi agotamiento al mal de las alturas, a mi hábito de fumar, a mi condición de hombre del llano y a mil justificaciones más.
La recuperación duró solamente unos instantes. Los aproveché para respirar a mis anchas y para atiborrar de aire fresco cuanto alvéolo estuviera disponible. A hurtadillas miré a mi amigo el médico, que aguardaba por mí rehabilitación un poco más arriba, junto a una enorme roca. Nada, ¡fresco como una lechuga! Tal vez fueron prejuicios míos, pero me pareció verle retozar en su semblante una sonrisa burlona.
Reanudamos el ascenso, pero ahora con un poco de pausa, lo cual agradecí. «No hay por qué apurarse tanto», justifiqué para mis adentros el nuevo ritmo de caminata. Mi amigo trepaba con la agilidad de un chivo montés. ¡Y sin mostrar señal alguna de agotamiento! Se lo reconocí. «Es que este viaje lo realizo una vez a la semana, así que estoy entrenado», respondió, tal vez para consolarme un poco.
La subida nos reservaba una tremenda «humillación»: una mujer indígena, septuagenaria y de aspecto débil, nos dio alcance en el sendero. Con la decencia que caracteriza a los de su raza, pidió permiso para que le hiciéramos espacio para pasar. Y, sin reducir la celeridad de sus pies descalzos, nos adelantó como una exhalación. Estábamos a mitad de camino y la anciana apenas se dio por enterada.
Pero el momento más dramático de la jornada –al menos para mí- estaba todavía por acontecer. Sobrevino cuando el médico se me distanció varios metros loma arriba y yo intenté a toda costa no quedarme demasiado rezagado. Quise darle alcance con un par de zancadas y… ¡resbalé! Fue solo un desliz, pero casi me vi en el fondo del abismo. Ufff, qué susto. A dudas penas restablecí el equilibrio.
Al rato, exhaustos por el esfuerzo realizado y luego de haber descansado varias veces en el escabroso trayecto, hicimos entrada en la aldea de Tuxhilá, en la parte más encumbrada de la montaña. Un sitio pródigo en árboles frutales y en animales domésticos. «¿Por qué diablos vive tan alto esta gente?», me pregunté mientras me daba fricciones en los pies, en medio del ladrido de los perros y el canto de los pájaros.
La india Filomena, patrona del villorrio, nos ofreció sendos vasos de un café con sabor a rayos. El doctor se percató de mis escrúpulos para beberme aquel mejunje y me hizo una seña para que esperara. Tan pronto la mujer dio la espalda, aprovechamos para escurrir el líquido precipicio abajo. Hacerlo delante de ella, o rechazárselo, hubiera sido un desaire que los descendientes de mayas casi nunca perdonan.
Mientras el galeno hacía preguntas en dialecto q’eqchì´, auscultaba y repartía pastilllas, jarabes y ungüentos entre los lugareños dentro de una choza devenida consultorio, hice un recorrido por los alrededores Asombro: seis niños de la aldea jugaban fútbol casi en los contorno del abismo. No sé cómo se las arreglaban para que el balón no se les fuera alguna que otra vez montaña abajo. Cuestión de habilidades.
Un poco más allá, al lado de una cabaña de tallos de maíz, una mujer lavaba su ropa en una enorme batea con su recién nacido colgado de su espalda dentro de un jolongo multicolor. Y en un conuco adyacente, saludable y parida, adivine usted qué encontré: ¡pues nada menos que una mata de plátanos burros! Su dueña nos regaló algunos para que hiciéramos tostones. Fueron los primeros que comí en Guatemala.
En Tuxhilá abundan los niños. Las mujeres mayas suelen comenzar a parir muy jóvenes y tener una numerosa prole. «¿Con este cuántos van?», le preguntó el doctor a una embarazada de 32 años. «Ocho», respondió ella humildemente. «Vaya –dijo, ahora en español y en tono de broma el galeno-, te falta uno para completar un equipo de béisbol». Al vernos reír, la muchacha también dejó mostrar su dentadura repleta de casquillos dorados, costumbre bastante arraigada por estas latitudes.
Una muchacha de la aldea nos invitó a comer tortillas de maíz, la reina de la gastronomía chapina, acompañadas con salsa y carne. Aceptamos el menú, pues ya nuestros estómagos comenzaban a protestar. Por cierto, la mujer envió por aceite a uno de chicos a una tienda ubicada en la base de la montaña. Subió y bajo en tres cuartos de hora. ¡Vaya vergüenza! Nosotros la escalamos en casi dos y media.
El doctor terminó de consultar aproximadamente a media tarde. Nos despedimos de la gente y emprendimos el regreso. El descenso no fue menos difícil que el ascenso. Hay que bajar frenado todo el tiempo, y uno se siente el dolor del esfuerzo en los brazos, las piernas, la mente y hasta en el alma. «Se nos queman las pieles de los frenos», exclamó en broma el médico. Pero para abajo todos los santos ayudan.
De vuelta a La Tinta, frescos en mi recuerdo las peripecias de lo vivido, me puse a pensar en un detalle en el que no había reparado: mi subida a Tuxhilá tal vez no volvería a reeditarse jamás. Sin embargo, para los médicos cubanos esos eran hechos cotidiano. Me dije, convencido: «Ellos si que son montañistas auténticos, porque ascienden a lo más alto de la gloria en un ejercicio de alpinismo de la solidaridad».
7 comentarios:
Lo que no se dice en este bello recuento lleno de realidades geograficas es que el sacrificio, el sufrimiento, las angustias y la desesperanza solo caen sobre las espaldas y las almas de esos infelices galenos cubanos, y toda la gloria de esas misiones se la lleva solo una persona la cual es condecorada miles de veces por todo lo estoico que ha sido tu pueblo, eso es una injusticia, un abuso y una esclavitud, asi lo veo yo.
Estimado Juan ,no estoy de acuerdo con el anónimo. Aquí en Chile tenemos muy claro y admiramos a los médicos cubanos por su solidaridad para con los más humildes ,cuando han venido en la Operación Milagro y por tantas misiones que desarrollan, demostrando con el ejemplo que el internacionalismo es una muestra revolucionaria de amor por la humanidad.
¡Honor y Gloria a ellos ,al pueblo cubano y a Fidel ,por este ejemplo ético!
Moralito, siempre he sido y SERE una fiel defensora de la amistad que nos une por años, sabes que te ADMIRO y te quiero, ADMIRO tu espontaneidad, claridad de expresion y entrega atu periodismo....pero amigo mio...esta vez no saldre como la vez pasada a defender o enfrentarme a este anonimo, ya prontuico nos veremos y descifraremos algunos temas.....yo opino lo mismo que ese anonimo, el no te esta atacando tu punto de vista, fijate que esta valorando a esos medicos que entregan tanto en pos de los demas infelices que los necesitan....yo en mi propia flia tengo experiencia propia....y pasan las mil y una noche...bajo inclemencias...bajo desagradecimniento por una parte aunqneu por otras si ven pacientes agradecidos....pero en sentido general amigo mio....los galardones no van a ellos. Eso duele mucho, fijate el dice textualmente "las almas de esos infelices galenos" sin mas tu amiga EFC, te quiero siempre, UN FUERTE BESO DESDE LO MAS PROFUNDO DE MI CORAZON Y CON EL CORAZON TE HABLO.
Que el anónimo se haga responsable de sus palabras y se identifique.
Si quiere ver esclavitud, que venga a los países capitalistas como el que yo habito - Chile - en donde la salud y la educación estan sólo al alcance de los que pagan, y si no te mueres.
Fidel y Raúl son los representantes de la nación por lo tanto reciben las distinciones como estadistas y líderes.
Yo, como profesor, he sufrido lo que es la verdadera ingratitud y la discriminación por mi pensamiento revolucionario, el cual me ha costado mi puesto de trabajo, pero sigo firme en mis principios
¡Honor y Gloria a la Revolución Cubana y a sus líderes!
Señor Contreras, no se si Ud podra percatarse que son dos anonimos diferentes, yo hablo por el anonimo del 27 de Noviembre, quien siente un aprecio muy grande por este periodista.
Diferir en criterios no es atacar al contrario....
Esto es lo que da brillo al blog de mi amigo y coterráneo Juan Morales Aguero, las contradicciones son precisamente fuente de desarrollo pues traen a colacion temas diversos, dignos de analizar ya sea porque converjamos o diverjamos. Finalmente cada cual se lleva bajo el brazo su propio criterio, enriquecido o no con los temas ajenos, pero es lindo verter lo que pensamos o sentimos.
No se si se referirá a mi en su ultimo comentario, solamente le aseguro que para Ud quizás suene anonimo, no para otros que si podran identificarme, quizas por reconocer mi forma de redactar, de ello estoy segura.
Yo vivi 34 años en Cuba y solamente 12 en el exterior, he podido constatar con mi propia vida y mis experiencias ambos lados de la moneda, yo admiro ENORMEMENTE a esos galenos, aquellos que años tras años fueron mis doctores de cabecera, mis amigos ortopedicos, psicologos, cardiologos,oftalmologas, cirujanos, estomatologas...en cada especialidad que menciono VEO UN ROSTRO HERMANO, un nombre cercano y conocido....que crecieron a mi lado...creame Contreras, le habla mi corazon....pero dejaria de ser yo si opinara 100% como Ud.que esta muy cerca de como opine yo por tantos años....por eso amo tanto la frase ese gran Poeta Nacional cuando se refiere a la "ostra en su concha".
Usted se encuentra fuera y las percepciones son diferentes, solo eso le digo. Si el hacerme responsable de mis palabras no dañase a aquellos que quedaron...seguramente me haria responsable de ellas.
Sin mas,
EFC
Bien dicho EFC a este Mohicano que sabra dios porque esta metido en este blog sin saber un apice de la situacion cubana, su verbo es implacable, ortodoxo, dogmatico y con poco profesionalismo, eso si, es egocentrico, excentrico y narcisista, entren a su blog y se daran cuenta lo que les digo.
gracias. Algo persigue, de eso estoy seguro...
bueno moralitro, todo genial como siempre, pero no crees que ultimamente esta un poco chovinista?, compay todos los reportajes de Manati, en Cuba tambien existen pueblos bonitos y con historia, conozco uno que dicen que es el mas bonito que esta en la costa norte de las tunas se llama Puerto Padre, no crees que se mnerece aunque sean 20 o 30 comentarios tuyos? bueno es una opinion muy personal, una pregunta final, ya Irir aprendio a hacer cafe?
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