miércoles, 14 de agosto de 2019

La olimpiada de mi barrio

En mi ya distante etapa de estudiante de la enseñanza secundaria, mis amigos manatienses y yo nos dábamos gusto en cada ocasión en que la televisión transmitía en directo Olimpiadas, Juegos Panamericanos o Centroamericanos. Por entonces no teníamos celulares ni tabletas, pero sí ímpetus y fantasía. Así que, tan pronto concluían los eventos en la tele, organizábamos en el barrio nuestra propia competencia. 
La «sede» principal de aquellos juegos era, comúnmente, el patio de mi casa, muy irregular y sembrado en buena parte de árboles frutales. Como implementos deportivos, apenas contábamos con un baloncito de goma, amén de algún que otro objeto estrafalario útil para nuestros propósitos. Solamente competían tres «países», es decir, dos de mis compinches y yo. Y nos sorteábamos quién sería el representante de CUBA.
Una de las disciplinas en la que más rivalizábamos era el baloncesto. A falta de un aro digno de llamarse así, fijamos un cubo desfondado en lo alto de una mata de anón. Se jugaba al uno contra uno, y, como nuestro humilde baloncito apenas rebotaba entre tantos tubos y raíces reptando por doquier, no se penalizaban faltas como el «doble dribling» o el «caminando». Ganaba quien primero lo encestara (o encubara) 10 veces.
Para el voleibol disponíamos de una «cancha» mejor: el piso de cemento de una casa demolida. Sus límites tenían como referentes algunas de sus muchas rajaduras. A guisa de net utilizábamos la tendedera de alambre donde mi madre ponía a secar la ropa recién lavada. En más de una oportunidad la reventamos con nuestros remates y bloqueos. «¡Váyanse a jugar a otro lado!», nos amonestaba aquella buena mujer. 
Las «pruebas» de atletismo requerían soluciones atípicas. Como en el salto alto carecíamos de soportes verticales que sostuvieran el «listón» (casi siempre el palo de una escoba), dos de nosotros lo tomábamos por sus extremos para que el competidor correspondiente intentara superarlo con el empleo del estilo tijera. Se caía sobre la tierra dura, igual que en el salto largo. Y para medir recurríamos a la cinta métrica que guardada mi vieja en su ajuar de costurera, dentro de una gaveta de su máquina de coser. . 
No estoy muy seguro de que nuestra competencia múltiple incluyera jabalina, bala, disco y martillo (hubiera sido una locura). Sí recuerdo la vez en que Felo Corpas casi se rompe la crisma cuando intentó saltar con garrocha («fuera de programa», dijo) sobre una pared en ruinas, utilizando para ello la vara de la tendedera de la ropa. Se concentró, se impulsó, apoyó la «pértiga», tomó altura y… ¡la vara se partió en dos! Dio con sus huesos en tierra, amén de medio ladrillo encajado en el costillar. 
La carrera de velocidad tenía como pista un tramo de la cuadra. En ocasiones marcábamos con ceniza un metro de cada senda (¡eran solo tres!), y para hacer las veces de estambre en la meta le pedíamos «prestado» a mi madre un carretel de hilo de coser. La resistencia era más sencilla: una vuelta a la manzana. A falta de cronómetro, el tiempo en segundos se llevaba a intervalos de voz: uno, dos, tres, cuatro… 
La gran estrella del evento era el fútbol, el deporte «barrial» por excelencia. Como no tenía sentido alguno patearnos uno contra uno en una explanada grande –nadie resistiría tamaño desgaste-, lo hacíamos en plena calle, en un tramo de unos 20 metros. Bastaba un par de piedras separadas entre sí para establecer la anchura de las porterías. La legitimidad del gol requería que el balón las cruzara por el suelo, jamás por el aire. 
Empero, si nuestros golpeos no tomaban la dirección correcta, nos exponíamos a que el balón aterrizara en el jardín de la viejita María. En esos casos, la anciana solía reaccionar con una rapidez insólita para su edad: se incorporaba como un rayo de su sillón del portal, llegaba antes que nosotros al vergel, le echaba mano al redondo implemento y nos lo secuestraba durante varios días sin derecho a réplica, siempre con el argumento de que «estábamos acabando con sus flores». De nada nos servían las promesas y súplicas para que nos lo devolviera.
El «calendario» del evento incluía también ping pong. A guisa de mesa utilizábamos una vieja puerta que mi padre tenía almacenada en un cuartico. Nos volvimos expertos colocándola en perfecto equilibrio sobre el «burro» (así le decían) que sostenía la tabla de planchar de mi mamá. La net era un trozo de tela metálica, cortada a la medida y estirada con alambres. Nuestras raquetas eran diseñadas por nosotros mismos con pedazos de playwood (pleibo, le decíamos). Las peloticas sí eran auténticas. Aunque, en ocasiones, producto de tantos golpes, se abollaban. En esos casos,  las hacíamos flotar unos segundos dentro de un recipiente con agua hirviendo hasta que recuperaban su forma original.
Los deportes de combate nunca se planificaron. ¿Golpearnos a mano limpia por carecer de guantes de boxeo? Negativo. ¿Abracarnos sobre el duro piso de cemento para aplicar alguna llave de lucha libre? Ni hablar. De haberlo hecho, uno de nosotros hubiera terminado en el hospital. La esgrima sí tuvo alguna aparición, cuando un niño del barrio nos prestó sus espadas y caretas plásticas que recibió por el Día de los Reyes. 
¡Y claro que jugábamos béisbol! Lo hacíamos «al duro» en el mismo patio, con una estropeada pelota «Wilson» forrada de esparadrapo, y siempre uno contra uno a cinco inning. Detrás del cajón de bateo situábamos verticalmente el fondo de un barril. La bola que lo impactara era «estrai». En caso de hit, los corredores ocupaban imaginariamente las bases: la primera en la mata de mango y la segunda en la de coco. 
Para las premiaciones ideamos un podio: tres cajas de madera. Nosotros mismos nos colgábamos las preseas de cartón pintadas de amarillo, gris y carmelita para simular oro, plata y bronce, con una hebra de hilo tomada de donde ya se sabe. Manuel Fernández –a quien hallé en Facebook luego de años sin comunicarnos- era al artífice de aquel acto «protocolar». 
Recién concluidos los Juegos Deportivos Panamericanos y del Caribe en Lima, la capital peruana, se agolpan en mi recuerdo aquellos «juegos» de barrio donde tanto nos divertíamos los adolescentes de mi generación. «¡Papi, mi´jo, eran otros tiempos!», me replica mi hija Sofía cuando, nostálgico, le comento detalles de otrora. Y entonces me conmina a admitir que las personas siempre se parecen más a su época que a sus padres.

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