lunes, 19 de agosto de 2019

Travesuras de escuela

El estudiante modelo no abunda. Hablo de aquel cuyo perfil colegial  roza con la perfección: libros y cuadernos forrados, disciplina a prueba de regaños, correcta ortografía, madurez  precoz,  puntualidad inglesa, rendimiento excelente… Sería lo ideal. Pero, así y todo, siempre alguna travesura, alguna chiquillada deben aparecer en su currículo. 
A mi mente suelen acudir de vez en vez las muchachadas de mi etapa escolar. Hace poco tiempo las comenté con un profesor de la época, y, luego de reírnos a mandíbula batiente, me afirmó muy serio: «Nunca olvido a mis mejores alumnos, pero recuerdo también a los traviesos. Contribuían a que la docencia no fuera demasiado aburrida». 
Tuve un compañero de aula capaz de rivalizar con el archifamoso Pepito en el arte de contar chistes simpáticos. Nuestra maestra de quinto grado conseguía -a duras penas- reprimir una carcajada al escucharle narrar alguno. Ella nunca le demostró en persona cuánto le gustaban, quizás para no alimentarle demasiado su ego de humorista. «Mira, muchacho, ¡ve a sentarte y pórtate bien!», le ordenaba con una gravedad a todas luces fingida. Luego nos enterábamos de que, terminada la clase, compartía los cuentos con sus colegas y juntas se desternillaban de la risa. 
Mirtha, mi querida maestra de segundo grado, todavía vive. Disponía de un método infalible para apaciguar a los revoltosos: torcerles las orejas. Siempre que nos topamos rememora, divertida, la travesura que alguien del aula le hizo, quizás para vengarse de sus agresiones contra sus pabellones auditivos: le introdujo un guayabito en su closet. Tan pronto ella lo abrió en busca de algún documento, el animalito le saltó encima. El susto fue tal que, de un brinco, se encaramó sobre uno de los pupitres. Al autor de la cuestionable diablura todavía deben de dolerle los pellizcos. 
En el primer año de la secundaria básica, tuvimos un profesor de Geografía muy circunspecto. Llegaba al aula antes de comenzar su turno y colgaba de un clavo sus planisferios. Al concluir, los enrollaba con cuidado, extraía el clavo y –obsesionado como era en materia organizativa-, lo guardaba en una grieta de la pared, seguramente para prever un posible extravío. ¡Craso error! Tan pronto daba la espalda, alguien del grupo se lo escondía en otro sitio. En la próxima clase, el profesor debía hacer pininos para desplegar sus mapas sin que se cayeran. Ignoro a qué método recurrió para lograrlo. Tampoco si llegó a descubrir al secuestrador de la tachuela. 
A un popular y eminente profesor de Física ya fallecido, célebre entre los estudiantes por sus simpáticas y ocurrentes salidas, le gastaron también una bufonada. En una de sus clases armó sobre su mesa un equipo de laboratorio para demostrar en la práctica cierta teoría de su especialidad. Así, tomó una vasija de cristal, la llenó hasta la mitad de un líquido, la fijó a un soporte universal y, por último, le colocó debajo un mechero. 
Mientras explicaba en la pizarra qué ocurriría en el ensayo, el guasón del primer pupitre, fuera de su campo visual, sopló la llama y la apagó. El profesor le atribuyó al viento el imprevisto y volvió a encenderla. Empero, minutos después se repitió la situación. A la tercera vez (¡ah, la sabiduría de los refranes!) fue la vencida. Comenzó a escribir algo con la tiza, y de pronto, tal y como se viran los pitcher a una base para sorprender a un corredor adelantado, pilló al bromista con los cachetes henchidos, presto a expeler todo el aire de sus pulmones sobre la candela. «Ahora mismo te vas, y hasta que no traigas a tus padres no entras más al aula», le dijo. Y, acto seguido, murmuró para sí: «Graciecitas conmigo…». 
Hay una anécdota muy divertida que, a pesar de los años trascurridos, los alumnos de la época recordamos en nuestros encuentros de ocasión. Ocurrió una tarde en un campamento del plan Mi Escuela al Campo. Aburridos como ostras, decidimos entrar al albergue a jugar un poco de dominó o a cualquier otra cosa que nos entretuviera. Pero los cuarteleros estaban limpiando el local. Y el profesor de guardia, un septuagenario bueno y humilde, oriundo de la isla de Barbados, nos detuvo en seco. 
«No pueden entrar hasta que terminen», nos advirtió, al notar nuestra intención de instalarnos dentro. Aun así, varios lo desobedecieron y se colaron por una puerta lateral. El teacher -así lo llamábamos- se les acercó y, cuaderno y lápiz en mano, los conminó enérgicamente a darles sus nombres para aplicarles el correspondiente reporte disciplinario.
A la sazón, la serie nacional de béisbol estaba en su apogeo. Así que el primer jodedor, al tanto de que el caribeño no seguía sus incidencias, le espetó muy serio: «me llamo Miguel Cuevas». El ingenuo profesor lo anotó sin saber que así se identificaba a uno de los principales toleteros de la época. Acto seguido, y en la propia cuerda, fue asentando en su cuaderno, dictados por los propios infractores, nombres como Manuel Alarcón, Agustín Arias, Ramon Hechavarría, Manuel Hurtado, Silvio Montejo, Antonio Jiménez, Wilfredo Sánchez, Urbano González, Orlando Figueredo y varios otros, todos estrellas beisboleras de por entonces. Al otro día, en el matutino, los dio a conocer públicamente, y comunicó que los indisciplinados recibirían su correspondiente correctivo de forma ejemplarizante. Nuestro teacher jamás logró explicarse la causa de la risa. 
Bueno, sospecho que algún que otro puritano romperá lanzas contra esta crónica, tildándola de apología al irrespeto. Tengo una opinión distinta. Para mí, las mejores relaciones alumno-profesor van más allá del almidonamiento y de la severidad. Se establecen, además, cuando entre uno y otro priman la confianza, la empatía y la aceptación de lo diverso. No existe proceso docente-educativo ajeno a estos sentimientos. Porque no solamente de teoremas y de prontuarios se vive en el aula.

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