La primera cabalgata en mulo de mi vida la hice a través de las montañas de la intensamente fría región guatemalteca de Nebaj, mientras daba cobertura periodística al trabajo de los médicos cubanos en la hermosa y hospitalaria república centroamericana. Conocía por referencias que los animales de su especie son tercos a más no poder y cascarrabias cual vejetes solterones. Algo sabía también acerca de su linaje híbrido, fruto de los amoríos carnales entre un burro y una yegua. Pero montarlos, lo que se dice ponerme a horcajadas sobre el lomo de uno de ellos y ponerlo luego al galope, jamás. No pienso hacerlo por segunda vez, por cierto.
El mayor trance antes de iniciar la marcha fue treparme a la montura. ¿Motivo? Sencillo: al animal no le dio la gana de permitírmelo. Cuando calculó que iba a poner el pie en el estribo, comenzó a girar y a girar y a girar... Tuvo que acudir un indígena y sujetarlo de la brida para que el muy bellaco interrumpiera su alegoría de rechazo. Solo entonces conseguí subir y acomodarme en lo alto de la silla, no sin antes agarrarme con fuerza de su crin.
Tan pronto don Lulo, alcalde de Nebaj, ordenó ponernos en camino con rumbo a una aldea indígena llamada La Estrella Polar, cometí el error del jinete principiante: le clavé las espuelas en los flancos al animal. ¡Fue el acabóse! Aquella bestia comenzó a patear y a encabritarse como un demonio al punto de que fue a dar casi al borde del abismo. «¡Sujétate, sujétate fuerte...!», me gritó, asustado, don Baudilio, el otro miembro de la comitiva. Por supuesto que lo hice con todas mis energías. Así y todo, faltó poco para que la bestia me lanzara por los aires. Afortunadamente, la cosa no pasó de ahí.
Al restablecerse la calma, todos reímos a mandíbula batiente. Pero, por si acaso, me quité las espuelas y las guardé en la mochila. No tenía intenciones de repetirle el agravio al noble bruto. Además, para evitar casualidades, esta vez mi único «acelerador» fue un leve chasquido bucal: «puch, puch, puch..» Al escucharlo, el cuadrúpedo reemprendió sin objeciones la marcha y olvidó sus malas pulgas. Poco después, la naturaleza chapina se desplegó ante nosotros en toda su exuberancia, belleza y esplendor. Guatemala es una nación sumamente favorecida en ese sentido por la Providencia.
Al rato de andar por entre la selva, me percaté de algo: a los mulos no se les pueden imponer itinerarios. Su tozudez carece de sentido común. El mío ignoraba ofensivamente mis tirones de riendas, y tomaba siempre por donde le dictaban sus caprichos. «Déjalo, que él sabe», me indicó don Lulo. Seguí sus consejos, aunque no sin pasar más de un sofocón. Como el de aquel barranco, cará. Resultó ese uno de los momentos tensos de todo el recorrido. Por instante pensé que nos despeñaríamos. «¡Apóyate fuerte en los estribos!», chilló don Baudilio, al darse cuenta de las intenciones del animal de lanzarse del peñasco. Cuando vine a darme cuenta, ya estábamos en el aire. «Nos matamos», me persigné durante el descenso. Pero no hubo ni siquiera un descalabro. Periodista y cabalgadura aterrizaron sin contratiempos... metro y medio más abajo.
Trotamos un buen rato en fila india por senderos rodeados de precipicios. Don Lulo me contó que los trillos datan de tiempos muy remotos, y que, originalmente, fueron trazados... ¡por mulos! En efecto, los indígenas procedían a soltarlos desde lo alto de las montañas, y los animales, con su congénito instinto para buscar los sitios de más fácil acceso, iban configurando lo que luego devendría derrotero público. A esa altura del diálogo, a mi mulo le dio por defecar. No sé de qué manera su cola se enredó con las heces que iban en caída y, de un abanicazo, envió —irrespetuoso— un fétido pegote hasta el rostro del alcalde de Nebaj, que iba detrás de mí en la columna. Todos reímos a carcajadas... menos don Lulo.
Un par de horas después llegamos a la aldea de Chel, de la etnia ixil. A sus pies se desliza un río de amplio caudal y repleto de piedras enormes, sobre las cuales las mujeres indígenas lavan sus cortes y se bañan semidesnudas. Sorprendimos a don Baudilio mirándolas a hurtadillas. «¡Don Baudiliooooo...!», lo recriminó pícaramente su compadre don Lulo. Y el chapín, sorprendido in fraganti, enrojeció hasta la médula en medio de nuestras risas.
Mientras, por nuestro lado, pasaban cual sombras grupos de ixiles cargados de bultos de leña, canastas de mimbre, bandejas con tortillas y sacos de maíz con destino al mercado. Mis guías propusieron echar pie a tierra por unos minutos, cosa que agradecí sobremanera, pues, de tanto cabalgar, ya comenzaba a dolerme el sitio donde la espalda pierde su noble nombre.
Me desmonté sin problemas junto a una de las tiendas del poblado indígena. «El mulo no se ha portado mal, después de todo», le comenté a mis acompañantes, al tiempo que me disponía a amarrarlo a un poste cercano. Perdí una magnifica oportunidad para haberme quedado callado, porque, casi en ese mismo momento, el muy hijo de yegua —lo es estrictamente, ¿no?— me lanzó un mordisco que por poco me arranca el dedo meñique de la mano derecha. No satisfecho con eso, dio media vuelta y me dedicó una andanada de coces con una y otra patas. Por fortuna, se fue en blanco en su intento de venganza y no pudo hacer diana en mi anatomía. Don Lulo dobló una cuerda y le dio tal paliza al díscolo animal que lo hizo entrar en cintura. Fue una cura de caballo —digo, de mulo—, porque no volvió a fastidiar durante el resto del trayecto.
Me falta espacio para reseñar todas las peripecias de las seis horas de cabalgata. Subimos cuestas, sorteamos laderas, desbrozamos selva, topamos con serpientes y divisamos un puma. Mi bestia continuó tomando por el camino que mejor le pareció. Yo la dejé en paz y le permití sin ofuscarme sus malcriadeces. Al vencer un promontorio, don Lulo me indicó: «mira, aquello que se ve allá es La Estrella Polar». Una hora después me fundía en un abrazo con dos médicos cubanos allí destacados. «¿Cómo te fue en el mulo?», me preguntaron. Y yo, recordando un singular medio de transporte colectivo utilizado en Cuba al que, por su forma exterior, el pueblo lo llama jocosamente así: camello, respondí: «Mal, muy mal. Si tengo que escoger, me quedo con el camello». Y ambos, divertidísimos, rubricaron mi punto de vista.
El mayor trance antes de iniciar la marcha fue treparme a la montura. ¿Motivo? Sencillo: al animal no le dio la gana de permitírmelo. Cuando calculó que iba a poner el pie en el estribo, comenzó a girar y a girar y a girar... Tuvo que acudir un indígena y sujetarlo de la brida para que el muy bellaco interrumpiera su alegoría de rechazo. Solo entonces conseguí subir y acomodarme en lo alto de la silla, no sin antes agarrarme con fuerza de su crin.
Tan pronto don Lulo, alcalde de Nebaj, ordenó ponernos en camino con rumbo a una aldea indígena llamada La Estrella Polar, cometí el error del jinete principiante: le clavé las espuelas en los flancos al animal. ¡Fue el acabóse! Aquella bestia comenzó a patear y a encabritarse como un demonio al punto de que fue a dar casi al borde del abismo. «¡Sujétate, sujétate fuerte...!», me gritó, asustado, don Baudilio, el otro miembro de la comitiva. Por supuesto que lo hice con todas mis energías. Así y todo, faltó poco para que la bestia me lanzara por los aires. Afortunadamente, la cosa no pasó de ahí.
Al restablecerse la calma, todos reímos a mandíbula batiente. Pero, por si acaso, me quité las espuelas y las guardé en la mochila. No tenía intenciones de repetirle el agravio al noble bruto. Además, para evitar casualidades, esta vez mi único «acelerador» fue un leve chasquido bucal: «puch, puch, puch..» Al escucharlo, el cuadrúpedo reemprendió sin objeciones la marcha y olvidó sus malas pulgas. Poco después, la naturaleza chapina se desplegó ante nosotros en toda su exuberancia, belleza y esplendor. Guatemala es una nación sumamente favorecida en ese sentido por la Providencia.
Al rato de andar por entre la selva, me percaté de algo: a los mulos no se les pueden imponer itinerarios. Su tozudez carece de sentido común. El mío ignoraba ofensivamente mis tirones de riendas, y tomaba siempre por donde le dictaban sus caprichos. «Déjalo, que él sabe», me indicó don Lulo. Seguí sus consejos, aunque no sin pasar más de un sofocón. Como el de aquel barranco, cará. Resultó ese uno de los momentos tensos de todo el recorrido. Por instante pensé que nos despeñaríamos. «¡Apóyate fuerte en los estribos!», chilló don Baudilio, al darse cuenta de las intenciones del animal de lanzarse del peñasco. Cuando vine a darme cuenta, ya estábamos en el aire. «Nos matamos», me persigné durante el descenso. Pero no hubo ni siquiera un descalabro. Periodista y cabalgadura aterrizaron sin contratiempos... metro y medio más abajo.
Trotamos un buen rato en fila india por senderos rodeados de precipicios. Don Lulo me contó que los trillos datan de tiempos muy remotos, y que, originalmente, fueron trazados... ¡por mulos! En efecto, los indígenas procedían a soltarlos desde lo alto de las montañas, y los animales, con su congénito instinto para buscar los sitios de más fácil acceso, iban configurando lo que luego devendría derrotero público. A esa altura del diálogo, a mi mulo le dio por defecar. No sé de qué manera su cola se enredó con las heces que iban en caída y, de un abanicazo, envió —irrespetuoso— un fétido pegote hasta el rostro del alcalde de Nebaj, que iba detrás de mí en la columna. Todos reímos a carcajadas... menos don Lulo.
Un par de horas después llegamos a la aldea de Chel, de la etnia ixil. A sus pies se desliza un río de amplio caudal y repleto de piedras enormes, sobre las cuales las mujeres indígenas lavan sus cortes y se bañan semidesnudas. Sorprendimos a don Baudilio mirándolas a hurtadillas. «¡Don Baudiliooooo...!», lo recriminó pícaramente su compadre don Lulo. Y el chapín, sorprendido in fraganti, enrojeció hasta la médula en medio de nuestras risas.
Mientras, por nuestro lado, pasaban cual sombras grupos de ixiles cargados de bultos de leña, canastas de mimbre, bandejas con tortillas y sacos de maíz con destino al mercado. Mis guías propusieron echar pie a tierra por unos minutos, cosa que agradecí sobremanera, pues, de tanto cabalgar, ya comenzaba a dolerme el sitio donde la espalda pierde su noble nombre.
Me desmonté sin problemas junto a una de las tiendas del poblado indígena. «El mulo no se ha portado mal, después de todo», le comenté a mis acompañantes, al tiempo que me disponía a amarrarlo a un poste cercano. Perdí una magnifica oportunidad para haberme quedado callado, porque, casi en ese mismo momento, el muy hijo de yegua —lo es estrictamente, ¿no?— me lanzó un mordisco que por poco me arranca el dedo meñique de la mano derecha. No satisfecho con eso, dio media vuelta y me dedicó una andanada de coces con una y otra patas. Por fortuna, se fue en blanco en su intento de venganza y no pudo hacer diana en mi anatomía. Don Lulo dobló una cuerda y le dio tal paliza al díscolo animal que lo hizo entrar en cintura. Fue una cura de caballo —digo, de mulo—, porque no volvió a fastidiar durante el resto del trayecto.
Me falta espacio para reseñar todas las peripecias de las seis horas de cabalgata. Subimos cuestas, sorteamos laderas, desbrozamos selva, topamos con serpientes y divisamos un puma. Mi bestia continuó tomando por el camino que mejor le pareció. Yo la dejé en paz y le permití sin ofuscarme sus malcriadeces. Al vencer un promontorio, don Lulo me indicó: «mira, aquello que se ve allá es La Estrella Polar». Una hora después me fundía en un abrazo con dos médicos cubanos allí destacados. «¿Cómo te fue en el mulo?», me preguntaron. Y yo, recordando un singular medio de transporte colectivo utilizado en Cuba al que, por su forma exterior, el pueblo lo llama jocosamente así: camello, respondí: «Mal, muy mal. Si tengo que escoger, me quedo con el camello». Y ambos, divertidísimos, rubricaron mi punto de vista.
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