martes, 11 de enero de 2022

Juegos infantiles

Todos los fines de semana, desde bien temprano en la mañana, mi antiguo barrio manatiense se llenaba de alboroto y de niños prestos a enrolarse en los más disímiles juegos. ¡Cuántos recuerdos me traen aquellos años! Sin ánimo de comparar, creo que los muchachos de entonces nos sabíamos divertir mejor que los de ahora. Claro, nada hubiera sido igual si hubiéramos tenido teléfonos móviles y redes sociales. Pero no, por esa fecha eso no era ni siquiera ciencia ficción. Fíjense que en mi cuadra había solamente un teléfono (de aquellos de manigueta), y estaba subutilizado, pues, sencillamente, nadie tenía a quién llamar. En fin, fue lo que nos tocó, y advierto que no me quejo. Les hablaba de los juegos infantiles de mi época, la mayoría de los cuales parece haberse esfumado del repertorio recreativo de los chicos de hoy. Uno de los más populares eran las bolas (¿alguien sabe si todavía se comercializan?). Se jugaban en dos o tres sitios al mismo tiempo, y tenían variantes, como la de los huequitos, en los que algunos eran consumados especialistas. Varios de los «bolistas» de mi barrio estaban «fuera de liga», tanto por su asombrosa puntería como por su fuerza en las uñas. Con sus «mechos» (así se les decía a las bolas ofensivas) podían impactar a los rivales a cuatro o cinco metros de distancia, y en ocasiones hasta hacerlos pedacitos. ¿Ustedes recuerdan eso, Juan Peña (Guámpara), Luis Whitehorne (Güicho Pensá) y Manuel Fernández (Manolo)? Lo criticable de las bolas era cuando alguno de los participantes gritaba a todo pulmón «¡virolla!». Era la puñalada trapera a la que recurrían para recuperar las bolas perdidas en el juego. Tan pronto se dejaba escuchar la palabreja, había que lanzarse de bruces sobre la «olla» (un círculo trazado sobre la tierra, dentro del cual se colocaban las bolas en disputa) a intentar agarrar como fuera todas las que se pusieran al alcance de las manos ¡No pocas veces aquello terminaba en riña tumultuaria! Los trompos tenían también muchos simpatizantes. A la mayoría de nosotros nos los mandaban a hacer nuestros padres en la carpintería del ingenio. Eran de madera dura y los había chiquitos y grandes (trompetas). Todos usaban una punta metálica, con la cual se intentaba, lance tras lance, partir por el medio a los trompos contrarios, puestos a la defensiva en el suelo. Se hacían bailar con ayuda de una pita (un tipo de cordel), y más de una vez fui testigo de cómo algunos se zafaban e iban a estrellarse en la cabeza de un espectador desprevenido. Los buenos bailadores de trompos devenían también artistas, pues eran capaces de elevarlos para luego hacerlos aterrizar sobre la palma de una mano sin que dejaran de girar. Y las cometas..., ¿qué decir de las cometas? En la temporada correspondiente, el cielo de Manatí se engalanaba con su presencia grácil y multicolor. En mi cuadra vivía el negro Rolando (luego célebre limpiabotas), todo un artífice a la hora de fabricarlas. Hacía chivos, coroneles, cajones, secantes... Las empinaba allí mismo, frente a su casa, para beneplácito de los niños. También en el estadio o en el área deportiva del Centro Escolar Orlando Canals. Nunca logré saber de dónde sacaba Rolando tanto papel bonito ni tanta imaginación para armar aquellas maravillas aladas. Algunos «cometeros» traviesos solían colocar cuchillas de afeitar en el extremo de los rabos de sus cometas, a los que hacían evolucionar en las alturas con el propósito de picar el hilo de sus adversarias y se fueran a bolina. ¡Cosas de muchachos! Las cometas (en Manatí nunca las llamamos papalotes), por cierto, tenían un pariente pobre llamado «chiringa», que se fabricaba con un trozo de papel y se empinaba con hilo de coser. Mucha gente todavía la recuerda. Como no necesitaban áreas abiertas, se empinaban en plena calle, y no era raro que se enredaran en los cables eléctricos. ¡Una irresponsabilidad que solo el paso de los años nos hace reconocer! Si algo marca la infancia con caracteres imborrables son los juegos. Algunos podrían recuperarse para el disfrute de los niños de hoy. Me atrevo a asegurar que ellos lo agradecerían. Aunque, pensándolo bien, no estoy tan seguro.

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