En mis años de ejercicio profesional jamás había realizado la cobertura de un huracán. La mayoría de esos cíclopes del trópico -para suerte de unos y desdicha de otros- prefirió siempre tomar más al sur. Tal vez por esa causa, este Ike forzudo y violento nos pilló a algunos por sorpresa. A pesar de los avisos, muchos no sospechamos que el impacto iba a ser tan demoledor.
Durante años «envidié» en el orden profesional a los colegas del occidente cubano, curtidos en cubrir casi al instante y en entornos de peligro estos desastres naturales. Sin embargo, después de lo que aprecié en mi provincia, cambié de parecer. Nada se compara –quizás solo un golpe nuclear- con la tragedia que genera la arremetida de un huracán. Ninguna expectativa reporteril merece tamaño precio.
Admito que horas antes del ataque de Ike, mi percepción de riesgo era sumamente escasa. Tanto que, a pesar de residir con mi familia en un apartamento en un tercer piso, ni siquiera me preocupé por bajar a un nivel inferior, como recomiendan los expertos. Cuando las rachas de quién sabe cuántos kilómetros amenazaban con arrancar mis ventanas, la conciencia me reprochó esa falta de responsabilidad ante el peligro. Me impuse un mea culpa. Pero las ventanas resistieron.
Al amanecer, y ya con la bestia en retirada, me fui hasta el Consejo de Defensa Provincial. Por allí merodeaban varios de mis colegas, en espera de un recorrido por una ciudad desdibujada por el viento. Tan pronto ganamos la calle chocamos con el drama: postes en el suelo, casas sin techos, árboles derribados, cristales hecho trizas, paredes destruidas, semblantes aterrados... Virtualmente, enmudecimos.
Regresé a mi casa con las vivencias desgarrándome la retina. Allí me aguardaba un escabroso contratiempo: no teníamos electricidad ni comunicación telefónica para llamar o acceder al correo electrónico. Me pregunté: «¿Y ahora dónde escribo la reseña? Y aun en caso de que encuentre un sitio, ¿por qué vía lo transmito a la redacción de Juventud Rebelde?» En ese momento no tuve una respuesta.
Con mi cámara repleta de imágenes y mi grabadora destilando testimonios de damnificados, se me ocurrió ir hasta el telecentro. Fue una decisión providencial, porque allí tenían instalado un grupo electrógeno y la mayoría de los servicios funcionaba. Planteé mi problema y mis colegas me permitieron sentarme a una computadora. Con una condición: que escribiera con la mayor celeridad.
Así, presionado por Cronos, redacté en tiempo récord mi primera información sobre Ike. Me vino a la mente Nicolás Guillén, que llamaba al periodismo «prosa de prisa». Una contingencia de último minuto me impidió cantar victoria: el telecentro afrontaba dificultades con la conexión. Así que... ¡a correr de nuevo en mi Babbeta! Recordé el puesto de mando de la Defensa Civil. ¡Disponía de teléfono y de mensajería electrónica! Logré enviar el material antes del cierre.
Al día siguiente, bien temprano, me fui de nuevo hasta el Consejo de Defensa Provincial con la idea de trasladarme en lo que fuera hasta los municipios del norte, que fueron los más golpeados por Ike. Me dije: «Con el primero que vaya para allá, me voy». Y así fue. Al rato pasó en su auto el delegado provincial del MAC, cuyo titular, junto a su homóloga de Trabajo, iba con rumbo a Puerto Padre y Jesús Menéndez. Me dieron «botella» y una hora después pude evaluar in situ y en detalles las escalofriantes dimensiones de la catástrofe.
Regresamos entrada la tarde. Otra vez aguardaba por mí el conflicto de dónde escribir lo visto en el terreno. Nuevamente en el puesto de mando provincial de la Defensa Civil, atestado de oficiales vestidos de campaña, me tiraron un cabo. «Tiene que ser rápido», me pidieron. Y así, presionado, pero agradecido, redacté mi reportaje.
Con la posterior cobertura a los municipios de Manatí, Colombia, Amancio y Jobabo me ocurrió de manera parecida. Viajé a sus predios «de botella en botella» con Rubén, director provincial de Vivienda, y con Xiomara, directora provincial de BANDEC. En todos los casos, rogando siempre porque mis «patrocinadores» retornaran rápido a la ciudad para que me diera tiempo a redactar y a transmitir.
Para entonces mi estrés había alcanzado tal magnitud que me alteraba por cualquier observación de mi esposa, aun cuando su propósito fuera ayudarme a resolver el trance. Luego, ya enviado el reporte para el periódico, me disculpaba por haber descargado en ella -¡y hasta en mis pequeñas hijas!- buena parte de mi tensión.
Darle cobertura al paso del huracán Ike por mi provincia resultó una experiencia profesional inédita y extraordinaria. Me confirmó algo que ya intuía; en circunstancias así, es preciso prever y tener a mano alternativas de emergencia. Además, no aguardar demasiado por la logística convencional, porque el tiempo –irreversible- nos pisa los talones y los lectores esperan ansiosos por nuestra información. Me pregunto: ¿acaso no es esa la misión del periodista?
Durante años «envidié» en el orden profesional a los colegas del occidente cubano, curtidos en cubrir casi al instante y en entornos de peligro estos desastres naturales. Sin embargo, después de lo que aprecié en mi provincia, cambié de parecer. Nada se compara –quizás solo un golpe nuclear- con la tragedia que genera la arremetida de un huracán. Ninguna expectativa reporteril merece tamaño precio.
Admito que horas antes del ataque de Ike, mi percepción de riesgo era sumamente escasa. Tanto que, a pesar de residir con mi familia en un apartamento en un tercer piso, ni siquiera me preocupé por bajar a un nivel inferior, como recomiendan los expertos. Cuando las rachas de quién sabe cuántos kilómetros amenazaban con arrancar mis ventanas, la conciencia me reprochó esa falta de responsabilidad ante el peligro. Me impuse un mea culpa. Pero las ventanas resistieron.
Al amanecer, y ya con la bestia en retirada, me fui hasta el Consejo de Defensa Provincial. Por allí merodeaban varios de mis colegas, en espera de un recorrido por una ciudad desdibujada por el viento. Tan pronto ganamos la calle chocamos con el drama: postes en el suelo, casas sin techos, árboles derribados, cristales hecho trizas, paredes destruidas, semblantes aterrados... Virtualmente, enmudecimos.
Regresé a mi casa con las vivencias desgarrándome la retina. Allí me aguardaba un escabroso contratiempo: no teníamos electricidad ni comunicación telefónica para llamar o acceder al correo electrónico. Me pregunté: «¿Y ahora dónde escribo la reseña? Y aun en caso de que encuentre un sitio, ¿por qué vía lo transmito a la redacción de Juventud Rebelde?» En ese momento no tuve una respuesta.
Con mi cámara repleta de imágenes y mi grabadora destilando testimonios de damnificados, se me ocurrió ir hasta el telecentro. Fue una decisión providencial, porque allí tenían instalado un grupo electrógeno y la mayoría de los servicios funcionaba. Planteé mi problema y mis colegas me permitieron sentarme a una computadora. Con una condición: que escribiera con la mayor celeridad.
Así, presionado por Cronos, redacté en tiempo récord mi primera información sobre Ike. Me vino a la mente Nicolás Guillén, que llamaba al periodismo «prosa de prisa». Una contingencia de último minuto me impidió cantar victoria: el telecentro afrontaba dificultades con la conexión. Así que... ¡a correr de nuevo en mi Babbeta! Recordé el puesto de mando de la Defensa Civil. ¡Disponía de teléfono y de mensajería electrónica! Logré enviar el material antes del cierre.
Al día siguiente, bien temprano, me fui de nuevo hasta el Consejo de Defensa Provincial con la idea de trasladarme en lo que fuera hasta los municipios del norte, que fueron los más golpeados por Ike. Me dije: «Con el primero que vaya para allá, me voy». Y así fue. Al rato pasó en su auto el delegado provincial del MAC, cuyo titular, junto a su homóloga de Trabajo, iba con rumbo a Puerto Padre y Jesús Menéndez. Me dieron «botella» y una hora después pude evaluar in situ y en detalles las escalofriantes dimensiones de la catástrofe.
Regresamos entrada la tarde. Otra vez aguardaba por mí el conflicto de dónde escribir lo visto en el terreno. Nuevamente en el puesto de mando provincial de la Defensa Civil, atestado de oficiales vestidos de campaña, me tiraron un cabo. «Tiene que ser rápido», me pidieron. Y así, presionado, pero agradecido, redacté mi reportaje.
Con la posterior cobertura a los municipios de Manatí, Colombia, Amancio y Jobabo me ocurrió de manera parecida. Viajé a sus predios «de botella en botella» con Rubén, director provincial de Vivienda, y con Xiomara, directora provincial de BANDEC. En todos los casos, rogando siempre porque mis «patrocinadores» retornaran rápido a la ciudad para que me diera tiempo a redactar y a transmitir.
Para entonces mi estrés había alcanzado tal magnitud que me alteraba por cualquier observación de mi esposa, aun cuando su propósito fuera ayudarme a resolver el trance. Luego, ya enviado el reporte para el periódico, me disculpaba por haber descargado en ella -¡y hasta en mis pequeñas hijas!- buena parte de mi tensión.
Darle cobertura al paso del huracán Ike por mi provincia resultó una experiencia profesional inédita y extraordinaria. Me confirmó algo que ya intuía; en circunstancias así, es preciso prever y tener a mano alternativas de emergencia. Además, no aguardar demasiado por la logística convencional, porque el tiempo –irreversible- nos pisa los talones y los lectores esperan ansiosos por nuestra información. Me pregunto: ¿acaso no es esa la misión del periodista?
0 comentarios:
Publicar un comentario