lunes, 18 de enero de 2021

Las becas en el recuerdo

Las becas fueron para los estudiantes de mi generación una de esas experiencias que jamás se olvidan. Quienes nos acogimos a su severo régimen en aquellos tiempos—finales de los años 60 y toda la década de los 70— no teníamos otra opción al terminar la enseñanza secundaria, pues en Manatí no existían posibilidades de llegar más lejos: carecía de politécnicos y de preuniversitarios y ni hablar de facultades universitarias. En toda la provincia no había EIDE, vocacionales, centros de arte, tecnológicos… ¡ni escuelas-talleres! Entonces, los que estábamos dispuestos a continuar estudios «a como fuera», debíamos emigrar, y unos lo hacían para La Habana (preuniversitarios Carlos Marx, Manuel Bisbé y Arbelio Ramírez), otros para Santiago y los más para Holguín, en especial para el instituto Juan José Fornet. Además de lo que significaron en el orden académico, las becas fueron para nosotros una gran escuela existencial. En sus albergues aprendimos muchas cosas que en predios familiares jamás nos enseñaron, como lavar la ropa. Me enfrenté con esta tarea tan pronto me bequé en septiembre de 1971 nada menos que en Topes de Collantes, en lo alto de la Cordillera del Escambray. Mi amigo y hermano Humberto Vázquez y yo (ambos con solo 15 años de edad) habíamos solicitado plazas para estudiar Educación Física en La Habana. Y, sin previo aviso, nos cambiaron la seña (como se dice en pelota) y, en lugar de la capital, nos enviaron para aquellas montañas donde el frío casi nos calaba los huesos. Allá arriba me enfrenté por primera vez con la ropa sucia. Por entonces, los becados usábamos uniformes de caqui carmelitas (¿los recuerdan?), con una banda color chocolate en los bordes de las mangas. Había que lavarlos cada cierto tiempo, porque allí no teníamos a mamá para que lo hiciera por nosotros. Y los pases eran cada dos meses. De manera que, o lavábamos nosotros mismos, o elegíamos andar churrosos. Y —¡qué remedio!—, optamos por lo primero. Honestamente, el lavado de mis uniformes (entregaban dos) no me quitó jamás el sueño. Yo los empapaba bajo la llave, los enjabonaba un poco, los estregaba no mucho, los enjuagaba y finalmente, mojados y sin exprimir (para que no se estrujaran demasiado), los ponía a secar en perchas en el balcón de mi edificio. Como por entonces nadie llevaba a las becas una plancha eléctrica, la solución para que los pantalones quedaran más o menos estirados y con filo era acomodarlos entre el bastidor de cartón de la litera y la colchoneta. No quedaban perfectos, pero resolvíamos. En materia de porte y aspecto, nos pelábamos entre nosotros mismos, en ocasiones con un singular peine felizmente desaparecido al que llamaban barberito, que utilizaba dos cuchillas de afeitar y que, en manos de un improvisado, era capaz de llenarle la cabeza de cucarachas a cualquiera. Algo a lo que me tuve que adaptar a toda prisa fue a levantarme temprano. Dormilón incorregible en casa, en mi nuevo destino me vi obligado a dejar la cama a las seis de la mañana, tenderla bien para que no me reportaran en la inspección matutina, correr a la formación en la plaza y desayunar a toda velocidad, pues para eso el reglamento había establecido un tiempo brevísimo. Por cierto, la litera que me tocó era de tres pisos (¡jamás había visto una igual!), y la parte que me asignaron fue la más alta, a la que accedía por una escalerita situada en uno de sus laterales. ¡Todo era novedad! En materia gastronómica, los becados melindrosos tuvimos que aprender a comer de todo, so pena de morir de inanición. Recuerdo aquellos famosos Tres Mosqueteros –arroz, chícharo y pan- que signaban el menú cotidiano de las becas durante muchos años. Eso sí, cuando íbamos a la casa, nuestros padres nos pertrechaban de suministros de campaña, como azúcar, limones, turrones de coco, leche condensada hervida, paniqueques y cuanta cosa pudiera aplacarnos el hambre, todo bien guardado dentro de aquellas maletas de madera que se usaban (¡no había otras!) en la época. Las comunicaciones con nuestras familias eran solamente por cartas (demoraban casi un mes en llegarnos) o telegramas (casi siempre se perdían), pues no había teléfonos. Con el paso de los años, las becas se fueron haciendo menos rígidas y más permisivas. Los pases ya no eran tan espaciados ni el rigor tan severo. Francamente, conservo buenos recuerdos de mis años como becado, que no fueron pocos, pues luego de aquel debut lejos de casa en el Escambray, transité por otros escenarios, y de todos extraje enseñanzas. En las becas hice muchos amigos, cometí travesuras, me quitaron pases y adquirí independencia. A estas alturas de mi vida, siento por aquellas etapas un sentimiento de gratitud.

1 comentarios:

sabevaldespino dijo...

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