jueves, 30 de abril de 2009

Juan a la Mocha


No recuerdo cuándo fue que comenzó a deambular con su saco de yute y sus hedores por las calles del pueblo. Pero debe de haber sido tal vez allá por 1965 ó 1966. Tampoco puedo legitimar en qué año murió, aunque presumo que fue en los primeros de la década de los 80. Eso sí, con un poco de abstracción tengo ahora su figura desaliñada y mugrienta ante mis ojos. Me basta con retroceder en el tiempo para verlo tal y como entonces.
Se llamaba Juan Molina Hernández, era negro y llegó casi cuarentón a Manatí en 1957 procedente de su natal Vertientes, en la provincia de Camaguey. Según lo poco que he podido averiguar con sus familiares acerca de su tortuoso paso por la vida, fue un hombre de conducta normal y mente lúcida hasta que un desafortunado día, y sin que mediaran indicios previos, la cordura comenzó a abandonarlo. Entonces le ocurrió lo que siempre sucede en esos casos: se dio a vagar por las calles y a ser objeto de la burla pública.
Eran los tiempos de la famosa Zafra de los 10 Millones, aquella cruzada que en 1970 pretendió, sin conseguirlo, producir en los ingenios del país la cifra récord de 10 millones de toneladas de azúcar. La machacona propaganda televisiva y radial en torno a la campaña caló profundo en su subconsciente y finalmente lo sedujo. Juan comenzó a repetir aquí, allá y acullá algunas de las consignas, combinadas con repentinos y violentos accesos de furia. Un anónimo guasón del pueblo lo bautizó así: Juan a la Mocha.
No he logrado explicarme jamás por qué ciertas personas disfrutan mortificando a los dementes y a los deambulantes. En Manatí a Juan le hicieron la vida imposible hasta convertirlo en un loco sumamente peligroso, capaz de romperle la crisma a cualquiera de una pedrada. Muchas veces, al no poder descalabrar a quienes lo martirizaban, hacía añicos los cristales del cine o de la tienda grande.
Cuando entraba en crisis había que huir de sus alrededores, porque se convertía en una fiera agresiva. Comenzaba a proferir insultos e improperios de todo tipo. Solo la llegada de la Policía atenuaba su belicosidad. Entonces, sin oponer la más mínima resistencia, se dejaba conducir por los agentes del orden hasta la unidad. Allí le daban una reprimenda, un buen baño, un plato de comida y una muda de ropa limpia. Juan lo agradecía con un par de frases incoherentes. Después lo soltaban y... ¡de nuevo a las andadas, a vagabundear!
Juan a la Mocha fue uno de los personajes más populares de Manatí durante los años en que dejó ver su maltrecha figura por el pueblo, con su saco de yute a cuestas, sus fétidos efluvios y su atropellada palabrería. Llegué a creer que le gustaban las chanzas y las provocaciones de la gente. Porque, ¿de qué otra forma explicarme su permanente peregrinar por los sitios más concurridos?
Murió en su pocilga de cuartería donde siempre malvivió, atestada de inmundicias y de cucarachas, el ambiente natural que le dio abrigo por espacio de varias décadas. Un vecino de infortunio lo advirtió una tarde. En efecto, allí estaba su cadáver, tirado de bruces en el suelo y con los ojos desmesuradamente abiertos, como si en el minuto mismo del adiós definitivo hubiera pretendido llevarse en la retina la imagen postrera de lo que fue su mundo de alucinaciones.
Juan Molina Hernández, alias Juan a la Mocha, no dejó una fotografía para la posteridad y solo unos pocos parientes lo acompañaron en su último viaje hasta el cementerio municipal. Nadie de palabra fácil despidió su duelo con frases bonitas junto a la tierra recién abierta. Tampoco sus despojos fueron a descansar en un panteón con una lápida grabada en su memoria. No, nada de eso. Sus restos mortales yacen -ignorados para siempre- en algún desconocido y humilde recodo del camposanto manatiense. A mí, sin embargo, se me ocurre ahora rescatarlo del olvido y, al menos por un instante, conferirle significado a su relativa insignificancia. Él nunca lo hubiera creído.

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miércoles, 22 de abril de 2009

Día Mundial del Idioma Español

Todos los años, cuando está por llegar el día 23 de abril, Día Mundial del Idioma Español, un sitio madrileño en Internet llamado Escuela de Escritores realiza una encuesta entre cibernautas de todo el mundo en torno a la siguiente pregunta: «¿Cuál es la palabra más bella del idioma español?» Solo les establece un requisito sine qua non: en las respuestas no se aceptan nombres propios ni palabras que no estén reconocidas por el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.
El portal recibió respuestas de más de 41 mil personas de alrededor de 50 países de los cinco continentes, quienes votaron por 7100 términos diferentes. ¿Y saben qué palabra se llevó los máximos honores? Pues amor, con 3364 votos, seguida de libertad, paz, vida, azahar, esperanza, madre, mamá, amistad, libélula, amanecer, alegría, felicidad, armonía, albahaca, susurro, sonrisa, agua, azul, luz, mar, solidaridad, pasión, mandarina y abrazo.
Según los organizadores de tan singular concurso, todo parece indicar que los participantes votaron por aquellas palabras españolas cuyas fonéticas las hacen agradables al oído, pero que, sobre todo, llevan intrínsecos nociones y conceptos fundamentales en las expectativas de los seres humanos. Basta repasar las 25 premiadas para confirmar que, en efecto, suenen bien... ¡y se les interpreta mejor!
«Todos creemos, junto con Jorge Luis Borges, que en la palabra Nilo fluye el Nilo, y por lo mismo pensamos que en la palabra amor viven todos y cada uno de los amores pasados, presentes o futuros. Si perdiéramos la palabra amor, perderíamos la posibilidad de sentirlo. Y lo mismo sucede con las otras tres que le siguen: libertad, vida y paz. No debe parecernos falta de imaginación que la gente las haya preferido a otras: las tres expresan realidades esenciales, son 'el nombre exacto de las cosas', la cosa misma», opina en el diario El País Andrés Trapiello, autor del libro El arca de las palabras.
En fin, amigos, hoy 23 de abril es el Día Mundial del Idioma Español, esa lengua que tanta gloria le ha dado a nuestra cultura en todas las manifestaciones. Sus hablantes tenemos el deber de estar atentos para vigilar por la integridad de los patrones que le dan vida, cultivarlo con el buen gusto y salvarlo a ultranza de quienes intentan contaminar su uso cotidiano con la chabacanería.
En el mundo de hoy se hablan aproximadamente cinco mil idiomas y dialectos. A todos los hispanohablantes nos corresponde velar por el nuestro y por su pureza, para entregárselo entero y vital a las generaciones que nos sucedan. Miguel de Unamuno, el gran escritor español, lo dijo con elegancia y tino: «La sangre de mi espíritu es mi lengua, y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo, que no amengua su voz por mucho que ambos mundos llene».
CURIOSIDADES DEL IDIOMA ESPAÑOL
Entre los matices que distinguen a la lengua española figuran en un sitio relevante las curiosidades. A riesgo de ser tildado de chovinista, sospecho que ninguno otro registro idiomático exhibe tantas. Pongo de muestra un caso de acentuación. Se trata de una oración en la cual todas sus palabras -nueve en total- llevan acento ortográfico, es decir, tilde. Ahí les va: «Tomás pidió públicamente perdón, disculpándose después muchísimo más íntimamente». Sí, es a lo mejor una construcción forzada, pero no deja de ser interesante.
Y disfruten este rosario de curiosas e insólitas singularidades: La palabra oía tiene tres sílabas en tres letras. En el vocablo aristocrático, cada letra aparece exactamente dos veces. El término arte es masculino en singular y femenino en plural. En la palabra barrabrava, una letra aparece una sola vez, otra aparece dos veces, otra tres veces y la cuartas cuatro veces. En el término centrifugados todas las letras son diferentes y ninguna se repite. El vocablo cinco tiene a su vez cinco letras, coincidencia que no se registra en ningún otro número. El término corrección tiene dos letras dobles...
Y este otro recital: Las palabras ecuatorianos y aeronáuticos poseen las mismas letras, pero en diferente orden. Con 23 letras, se ha establecido que la palabra electroencefalografista es la más extensa de todas las aprobadas por la Real Academia Española de la Lengua. El término estuve contiene cuatro letras consecutivas por orden alfabético: stuv. Con nueve letras, menstrual es el vocablo más largo con solo dos sílabas. Mil es el único número que no tiene ni o ni e. La palabra pedigüeñería tiene los cuatro firuletes que un término puede tener en nuestro idioma: la virgulilla de la ñ, la diéresis sobre la ü, la tilde del acento y el punto sobre la i. El vocablo reconocer se lee lo mismo de izquierda a derecha que viceversa. La palabra euforia contiene las cinco vocales y solamente dos consonantes...
¡Qué bello idioma el nuestro!

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lunes, 20 de abril de 2009

El manatiense del Valbanera

Los desastres marítimos son como suertes de referencias siniestras adheridas al pasado. Lo digo porque hasta la primera mitad del siglo XX era frecuente que un navío zarpara de un puerto cualquiera y naufragara días después con su consabida cuota de víctimas mortales. De nada valía ser el último grito tecnológico en materia naval. Barcos con semejante currículo también se fueron a pique.
Así le ocurrió al trasatlántico Titanic en su viaje inaugural de Inglaterra a Estados Unidos. En la noche del 14 de abril de 1912, cuatro días después de zarpar del puerto de Southampton, aquella joya de la ingeniería considerada insumergible por sus vanidosos armadores impactó por la banda de babor contra un enorme iceberg a 153 kilómetros al sur de Terranova, se partió en dos y se hundió en el mar. Se salvaron solo unos 700 pasajeros de los más de mil 300 que llevaba a bordo.
Otra catástrofe célebre fue la del Morro Castle, un lujoso barco de pasaje que cubría la ruta La Habana-Nueva York. El 8 de septiembre de 1934 se desató un fuego en su biblioteca. Las llamas se hicieron incontrolables y se extendieron rápidamente por salones, camarotes y cubierta. Ante la amenaza real de morir carbonizados en aquel infierno flotante, muchos pasajeros intentaron salvarse lanzándose a las frías aguas del mar. De las 558 personas que transportaba, 134 murieron en el intento. Era el Día de la Caridad del Cobre.
Hoy la ciencia y la técnica aplicadas al transporte marítimo han neutralizado casi por completo la posibilidad de un naufragio. Los navíos modernos cuentan en su equipamiento con instrumentos de navegación altamente precisos. Esas herramientas propician no solo maniobrar sobre el mar con extraordinarios niveles de seguridad. También garantizan las comunicaciones para que, en caso de peligro, se solicite auxilio con la certeza de recibirlo en breve tiempo.
José María López, un español ya fallecido que durante muchos años residió en el municipio tunero de Manatí, se salvó en tablitas de perecer ahogado en una de las tragedias navales más famosas de la historia: la del Valbanera, el vapor de bandera española que naufragó frente por los embates de un ciclón tropical con saldo de 488 fallecidos. La historia la escuché en 1994 de labios del propio José María tiempo antes de que le dijera adiós al mundo de los vivos.
El Valbanera era un buque de casco de acero de seis mil toneladas de peso bruto, 131,90 metros de eslora y 12 nudos de velocidad crucero. Había sido construido en 1906 en Glasgow, Escocia, y podía transportar más de 1200 personas. De hecho, cuando zarpó del último puerto antes de cruzar el Atlántico, llevaba a bordo 1230, entre pasajeros y tripulantes. Se había hecho a la mar en Barcelona el 10 de agosto de 1919 para tomar rumbo a América con escalas en Cádiz, Las Palmas, Santa Cruz de Tenerife, Santa Cruz de La Palma, San Juan, Santiago de Cuba, La Habana, Galveston y Nueva Orleans.
«Monté junto a mi familia en Cádiz –me contó José María, quien nació en La Mancha, Albacete, el 19 de marzo de 1904-. Viajábamos de regreso a Cuba mis padres, cinco hermanos míos y yo, que había estado en mi país de origen durante un año. Aguardamos 10 días por el barco, más otros 17 de travesía sobre el Atlántico. Nos aburrimos como ostras en medio del mar hasta que llegamos a San Juan, Puerto Rico. Recuerdo que en el muelle donde atracamos nos entreteníamos lanzando monedas al agua para que los chicos de por allí las bucearan. Uno de ellos abordó la nave y viajó con nosotros de polizón».
Luego de su estancia boricua, el Valbanera se hizo de nuevo a la mar y el 5 de septiembre tiró anclas en el bello puerto de Santiago de Cuba. Ahí comenzó el enigma que rodea su naufragio, pues, a pesar de que la mayor parte de sus 1152 pasajeros había sacado billete hasta La Habana, 742 de ellos desembarcaron en la ciudad oriental cubana. Varios alegaron que sus lugares de destino quedaban más cerca de Santiago que de la capital de la isla. Eso les salvó la vida.
«Cuando llegamos a Santiago, un paisano que venía en el barco como sobrecargo nos recomendó que bajáramos a tierra y nos fuéramos por ferrocarril hasta Las Villas, donde residíamos por entonces -relató José María, quien tenía a la sazón 15 años de edad.- Nos aseguró que así ganaríamos tiempo, pues llegaríamos a casa cuando el Valbanera aún no habría entrado a La Habana. Aceptamos su recomendación y, en efecto, realizamos un viaje magnífico en tren hasta Santa Clara».
Mientras tanto, el vapor español desatracó del muelle y enfiló la proa hacia la capital de Cuba con 488 personas a bordo. Un diario habanero escribió después de la cruel tragedia: «¿Conocía el capitán Martín Cordero la formación de un gran ciclón en el Golfo? Es una pregunta que probablemente quedará para siempre sin respuesta. Desde la Punta de Maisí fue avistado el buque por penúltima vez, navegando a toda máquina en un mar extrañamente en calma y, como telón de fondo, un cielo que comenzaba a llenarse de amenazadoras nubes».
En la noche del 9 de septiembre, algunos marineros de buques atracados en el puerto habanero escucharon entre el tronar del viento el desesperado aullido de una sirena pidiendo práctico. Los marinos contaron después que llegaron a distinguir las luces de un vapor que capeaba el temporal frente al Castillo del Morro mientras hacía insistentes señales en Morse con una lámpara. Desde la Capitanía del puerto le comunicaron por esa misma vía que, por las peligrosas condiciones del tiempo, eran imposible enviarle un práctico.
Dicen las crónicas de la época que el capitán del Valbanera entendió perfectamente el mensaje e informó a su vez que intentaría escapar del huracán mar afuera o en una rada de la Florida. El buque viró lentamente hacia el norte entre las crestas de las gigantescas olas que se estrellaban contra los acantilados. En pocos minutos sus luces se perdieron entre la lluvia y las cortinas de agua salada. No sospechaba el marino que el huracán llevaba la misma dirección.
«Del drama nos enteramos días más tarde por los periódicos -recordó José María-. Supimos horrorizados que el Valbanera nunca llegó a La Habana y que naufragó sin que nadie sobreviviera. En nuestro pueblo de España repicaron las campanas de la iglesia en memoria de la familia López, porque nos creían muertos. Después que pasó el ciclón, estuvieron buscando el barco por la zona durante 10 días hasta que un cazasubmarinos norteamericano lo encontró a 40 pies de profundidad frente a la Isla Tortuga. Nosotros nos salvamos por un golpe de fortuna. ¡Un milagro! Y por el consejo de aquel paisano que quedó a bordo y bajó para siempre con el Valbanera al fondo del océano».

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lunes, 13 de abril de 2009

¡A cazar cangrejos!


Siempre que comienza a llover y a tronar se dan cita en mi recuerdo las cacerías de cangrejos. ¡Cuánto nos divertíamos los manatienses de finales de los años 60 del siglo pasado con aquellas aventuras entre la manigua y los mosquitos de Tabor! Bastaba con que apareciera un simple chubasquito acompañado de un relámpago para que nos alistáramos y nos pusiéramos en disposición de perseguir a los desprevenidos crustáceos en su propio territorio.
Como conocen las papilas gustativas de todo auténtico cubano, el enchilado de masa de muelas de cangrejo es uno de los platos más exquisitos que puede regalarse el paladar humano. La alta cocina internacional lo incluye con categoría de sugerencia del cheff en las cartas de sus restaurantes de lujo. Sí, tal vez sea una receta más plebeya que las elaboradas a base de langostas y camarones. Pero apuesto a que no les va a la zaga en cuanto a sabor criollo.
Para la cacería nos organizábamos -es un decir- en pequeños grupos afines. Tomábamos a pie o en bicicletas hacia la zona conocida por La Batalla, por la carretera que va al vecino Puerto. Una elemental medida de seguridad no podía faltar: camisas de mangas largas. Solo así se mitigaba el ataque masivo de los zancudos. Ah, y botas de goma para enterrarse en los fangales donde los cangrejos suelen atrincherarse y hacerse fuertes. Y, desde luego, un buen gancho de alambrón, para agarrarlos por la muela mayor -su parte más apetitosa- tan pronto se pusieran a mano.
La alegría sobrevenía cuando, luego de un par de horas de correr tras los animales, conseguíamos agenciarnos 50 ó 60 muelas de regular tamaño. Pero nadie imagine que siempre lográbamos buena cosecha. ¡Qué va! En ocasiones el saldo fue de dos escuálidas piezas. En esos casos nuestras madres, a quienes al salir habíamos «garantizado» traer muelas suficientes como para cocinar un suculento enchilado, debían improvisar un menú de emergencia para calentarles el estómago a los hambrientos y decepcionados cazadores.
En honor a la verdad, en aquellos singulares safaris a nosotros nos animaba más el espíritu de aventura colectiva y la posibilidad de darnos el traguito bajo la lluvia que el de privar de sus molares a los desvalidos cangrejos de Tabor. Por cierto, antes de ser amputados muchos de ellos ofrecieron tenaz resistencia y vendieron caras sus vidas. Presentaron combate sin dar un paso atrás e, incluso, les atraparon con sus pinzas los dedos a más de un confiado.
Los manatienses de hoy no tienen ni idea de lo que es una cacería de cangrejos. ¿Será porque ya apenas llueve y truena en el municipio? ¿O tal vez porque la otrora nutrida colonia de crustáceos está virtualmente desaparecida con tanto cambio climático? No sé, no sé... En cuanto a mí, ojalá se me presentara un día la oportunidad de reunir a mis amigos de siempre bajo un aguacero, tomar rumbo al monte por la carretera del Puerto, emboscar a los animalitos en un recodo, despojar de sus tenazas mayores a unos cuantos y brindar luego con ron y enchilado por su existencia y a su salud.

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jueves, 9 de abril de 2009

Oliva, el cartero inolvidable

Distribuir la correspondencia ha sido siempre ocupación difícil en cualquier lugar del mundo. Hay que transitar con paciencia de hormiga casa por casa, oficina por oficina, buzón por buzón... En las ciudades donde el sector residencial esté concentrado, puede que la práctica no resulte tan extenuante Pero en los pueblitos con viviendas aisladas, bueno... ahí la situación se torna entonces diferente.
En Manatí hubo hace años un cartero que hizo época por su profesionalidad, sentido del deber y singular anatomía. Se llamaba José Oliva y había nacido en Salamanca, España, aunque llevaba en Cuba el tiempo suficiente como para conocer al detallel la idiosincracia criolla. Le faltaba el brazo derecho desde la altura del hombro y vivía a un costado de la Secundaria Básica «Dos de Diciembre"», frente a los tamarindo. Falleció hace más de dos décadas. Si el cielo existe, él debe ocupar allí un sitio de primera fila.
Oliva llegó a las cartas y a los telegramas desde un oficio poco afín con esta ocupación: el de molinero de trigo. Pero aprendió a velocidad de vértigo la manera ideal de desenvolverse para que la gente quedara siempre satisfecha. Me parece verlo, atildado y sobrio sobre su bicicleta americana, tocado con una gorra de plato, una bolsa en bandolera y un silbato de metal colgándole del cuello.
Precisamente al silbato quiero referirme. Oliva lo rescató del olvido para ponerlo en función de su trabajo. Los carteros precedentes lo habían ignorado, pero él le restituyó el linaje en la práctica de repartir correspondencia. Desde la distancia de una cuadra se identificaba el singular sonido: Fuiiiii, fuiiiiiii... Y entonces uno comenzaba a preguntarse: «¿habrá carta para mí?» Si la había, Oliva bajaba de su ciclo y la entregaba con una solemnidad digna de admiración. Si no, continuaba camino, siempre puntual y responsable.
Solamente se permitía una libertad entre entrega y entrega: fumarse con fruición un cigarro fuerte en cualquier portal. Luego retornaba a su bípedo transporte para reanudar la faena a través de toda la geografía del pueblo. Jamás un telegrama de urgencia dejó de llegar a tiempo a su destinatario por una demora de Oliva. Nunca se extravió un sobre certificado dentro de su bolsa de trabajo.
Los manatienses que lo conocimos lo recordamos como un paradigma de seriedad profesional y de hombre bueno. Su ejemplo está aún por igualar. El silbato de Oliva solo dejó de sonar en el pueblo cuando la inexorable parca le envió el telegrama que tarde o temprano, y a pesar de nuestra voluntad, a todos los mortales nos llegará.

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domingo, 5 de abril de 2009

Manatí desde la altura

Estas son dos fotografías aéreas de Manatí, municipio de la provincia de Las Tunas, en el oriente de Cuba, tomadas por el famoso programa informático de visualización Google Earth. La de la parte superior corresponde al centro histórico del pueblo. Los dos detalles coloreados de amarillo señalizan al parque municipal y a la llamada tienda grande. La de abajo, obviamente, reproduce un plano de su legendario estadio de fútbol y sus alrededores. Las publico gracias a la gentileza de Bárbaro García, manatiense radicado en Ginebra, Suiza, quien me las hizo llegar recientemente como obsequio vía correo electrónico. Google Earth es una herramienta que parece extraída de la ciencia ficción. Permite visitar virtualmente cualquier parte del globo terráqueo desde una cómoda silla frente el display de la computadora. Este software captura vía satélite imágenes de alta calidad. Su precisión y definición son tales que permiten observar hasta personas y vehículos en movimiento. Por sus fantásticas posibilidades tecnológicas, el programa ha revolucionado el panorama de la visualización global por satélite. Por esa manía enfermiza que tienen algunos de mezclar el desarrollo con la política, Google Earth no puede descargarse desde ordenadores cuyos IP estén registrados en territorio de Cuba. Sus distribuidores le tienen terminantemente prohibido a mi país el acceso a esa importante herramienta.


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miércoles, 1 de abril de 2009

De vuelta con mis hijas

Aquí están de nuevo mis hijas. Evidentemente, a este par de bribonzuelas les encanta hacerse fotografías. ¿O será acaso papá quien las embulla a posar para su cámara? Sí, la estampa es tan reincidente que se justifican las suspicacias. Como suele aparecer en las películas -y parafraseando la idea como me conviene- cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia. En fin, que me gustaron estas imágenes donde figuran, primeramente, Sofía y Beatriz en el balcón de nuestro apartamento, listas para un paseo dominical con sus flamantes gafas de sol; y después, tocadas con un par de gorras para ir a corretear a un parquecito cercano. Ahhh, y una sonrisa confirmatoria de que no existe felicidad más intensa y entrañable que la de los niños. Perdón, Sofía, ¡y la de las niñas!

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