miércoles, 23 de septiembre de 2009

De todo y de algo

Ahora que acabamos de celebrar en Las Tunas el Festival Provincial de la Prensa Escrita, acude a mi memoria algo que le escuché a un profesor durante una conferencia, allá por mi época de estudiante en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba: «Los periodistas –dijo con acento enfático- deben saber algo de todo y todo de algo».
El retruécano me agradó tanto por su ingenio como por su mensaje Pero un detalle no me satisfizo: ¿y por qué solo los periodistas? ¿Por qué dejar fuera a quienes son ajenos a la tinta, la cámara y el micrófono? El lector coincidirá en que en materia de saber –de todo o de algo- hay mucha gente en el mundo con deudas por saldar.
Están los estudiantes secundarios, por ejemplo. Abundan los padres y maestros preocupados por la formación cultural de esos chicos aún inexpertos. Y no me refiero a la formación que se realiza en el aula. Aludo a la que solo se conquista trabando amistad con los libros, el cine, los museos... Para ser culto es necesario tener un hambre voraz por conocer algo nuevo. Pero debemos admitir que buena parte de los jóvenes de hoy no dan indicios de tener ese apetito.
La insuficiencia, por cierto, no es exclusiva de la gente joven. He tropezado con profesionales competentes en lo suyo, pero con una ignorancia colosal en temas que desbordan su especialidad. Personas capaces de disertar sobre los cambios climáticos, pero que palidecen cuando le preguntan si leyeron el último libro de José Saramago.
¿A quién culpar? Pues a la propia persona. A la escuela no se le debe tildar de irresponsable por no asumir una función que se le va de las manos. Lo más que se le puede exigir es orientar, sugerir buenas lecturas, recomendar un buen filme... Pero hasta ahí. Porque la cultura general no se adquiere por decreto. Requiere voluntad de quien la necesita. Lo otro corre a cuentas de la avidez de cada quien por procurarse un volumen de conocimientos generales suficientes como para no hacer el ridículo cuando se hable de un asunto difícil.
¿Quién dice que solo los filólogos deben conocer las sutilezas de la lengua materna? ¿Quién insiste en darle la exclusividad a los historiadores para explicar la batalla de Waterloo ¿Quién sostiene que a nadie, sino a los políticos, les corresponde estar al tanto de las relaciones internacionales y de su acontecer noticioso? Se trata de un tema en el que los padres deben incidir como paradigmas. Uno de ellos me dijo hace poco tiempo: «A mi hijo no le gusta leer como a otros chicos». Le pregunté: «¿Y a ti te gusta?» Me confesó que no.
Muchos de los padres actuales nacieron y se criaron en el último medio siglo. Ellos no pueden justificar que no tuvieron ocasiones de adquirir el hábito de leer por imperativos extradocentes. Si en algún momento de sus vidas renegaron de la escuela o no se dejaron cautivar por el encanto de la lectura, no pueden pretender ahora que sus hijos hagan lo contrario. Aunque nunca es tarde para intentarlo si se predica con el ejemplo. Los libros están ahí para apoyarlos.
Estas reflexiones me hicieron recordar aquella observación de mi profesor en la universidad: «Los periodistas debes saber algo de todo y todo de algo». Recuerdo que al terminar la conferencia me le acerqué y le dije: «Profesor, ¿no le parece que la frase quedaría mejor si en lugar de periodistas pusiéramos personas?» Él me miró un momento, meditó y finalmente me dijo: «Estoy de acuerdo».

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jueves, 10 de septiembre de 2009

El yerno cubano de Carlos Marx

Las casualidades suelen ser muy caprichosas y ubicuas. Una de ellas quiso que un compatriota nuestro fuera yerno del mismísimo Carlos Marx, el fundador del llamado socialismo científico.
Su nombraba Pablo Lafargue y vino al mundo en Santiago de Cuba el 15 de enero de 1842. «Hijo único de una antigua familia de plantadores», como le escribió Marx a su amigo Federico Engels, descendía de un judío francés y de una mulata haitiana instalados en la ciudad oriental luego de escapar de la violencia reinante en Haití en tiempos de la rebelión anticolonialista.
Pablo cursó sus primeros estudios en Cuba. Luego su padre abandonó su próspero negocio de café en la isla y se mudó con la familia a Francia. Años después el joven ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de París. Pero su participación en un congreso estudiantil en la ciudad belga de Lieja provocó que todas las universidades francesas le prohibieran acceder a sus aulas. Tuvo que marchar a Londres para reiniciar allí sus estudios superiores.
En la capital inglesa se convirtió en un asiduo visitante de la casa de Marx.
En una oportunidad en que le realizó una visita de cortesía, «el muchacho empezó a encariñarse conmigo, pero pronto traspasó el cariño del padre a la hija», escribió de nuevo Marx a su amigo Engels. Se trataba de Laura, la segunda descendiente del famoso pensador alemán, con la cual Pablo formalizó relaciones amorosas en 1866.
Los jóvenes acordaron que el matrimonio no se celebraría hasta tanto él no culminara su carrera de médico en la universidad londinense. En 1868 la terminó y se efectuó la boda. Carlos Marx no solo encontró en Pablo a un yerno que haría feliz a su hija, sino también a un auxiliar capaz e inteligente y a un intérprete fiel de su obra.
Lafargue escribios varios libros. El más conocido y polémico de todos fue El derecho a la pereza (1880), uno de los más difundidos de la literatura socialista mundial, probablemente solo superado en ese aspecto por el Manifiesto Comunista, de Marx y Engels.
El 25 de noviembre de 1911, convencidos ambos de que habían vivido ya el tiempo suficiente, Pablo y Laura Lafargue se suicidaron de común acuerdo, luego de haber pasado una espléndida tarde en un cine de París y de haberse regalado unos pasteles de hojaldre.
Ante sus tumbas hablaron personalidades tan relevantes como Jean Jaurés, la máxima figura del socialismo francés, y un revolucionario ruso exiliado que respondía al nombre de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido en aquellos predios por el seudónimo de Lenin.
En su carta testamento, hecha pública después, Pablo Lafargue explicó las razones de su sorprendente e inesperada decisión:
«Sano de cuerpo y espíritu, me doy muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras de otro los placeres y goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico».

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martes, 1 de septiembre de 2009

Sofía en prescolar

Mi pequeña Sofía asiste hoy por primera vez a la escuela ¡Qué bonita luce mi princesa mayor con su uniforme de estreno y su sonrisa feliz! Ayer se la pasó hablando -en su hablar- de lo que será para ella esta nueva etapa de su vida: «Papito, ya estoy en preescolar, ¡ahora soy grande…!», me dijo, alborozada. Y yo, incapaz de asimilar dentro de mi pecho ni una onza más de paternal orgullo, la apreté fuerte contra mi corazón.
Cuando al filo de las ocho de la mañana llegó al círculo infantil para participar en el acto de inicio de curso, depositó una flor ante el busto de Martí. Las manos de mi hija -de mis hijas- traen siempre una ofrenda de pétalos para el autor de La Edad de Oro, ese hermoso libro que ella conoce tan bien. Luego Sofía tomó del brazo a Beatriz, su hermanita menor, y ambas partieron a conocer lo desconocido.
En el patio de la guardería se encontró con sus compañeritos de salón, igualmente atildados y eufóricos. Y con sus padres y madres, también henchidos de satisfacción por el acontecimiento. Son los mismos chiquitines que comparten con Sofi la cotidianidad desde que apagaron su primera velita y rasgaron su primera piñata. El círculo infantil Las Tres Casitas resultó desde entonces su segundo hogar; y las educadoras y auxiliares, sus madres de circunstancia.
Acaba de desplegarse ante Sofía una linda etapa cuajada de expectativas. La tía deviene ahora maestra; y el juego, aprendizaje. Dentro de poco establecerá nexos con las letras y los números. Aprenderá a simplificar, a leer y a escribir. Conocerá el mundo y a sus criaturas. Todos los días retornará a casa con un conocimiento nuevo, presta a ejercer su flamante y adorable magisterio. Y yo -padre incorregible y afortunado- volveré a sentirme otra vez discípulo.

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lunes, 31 de agosto de 2009

Correctivos escolares


«La letra con sangre entra», sentenciaba así, tajante y sin derecho a réplica, un anacrónico proverbio docente atribuido a Apeles, famoso pintor de la Grecia clásica. En mi etapa de estudiante de la enseñanza primaria confirmé cientos de veces la «efectividad» de tan pavoroso precepto. Pero eran tiempos muy diferentes aquellos años 60 del siglo pasado.
En honor a la verdad, los maestros y maestras de mi niñez no se andaban por las ramas a la hora de aplicar «correctivos» ejemplarizantes a los alumnos díscolos. Ahhh, ¿conque no realizaste la tarea orientada? Pues allá te va un pellizco que te hará ver las estrellas. ¿Risas furtivas y burlas en clase? Eso merece un tirón de orejas. ¿Falta de respeto al profesor? Bueno… ¡el acabóse!
Aún sonrío al recordar a cierta maestra manatiense que impartía lecciones -¡y lesiones!- en el aula de quinto grado del Centro Escolar Orlando Canals. Era severísima con los indisciplinados. Y para hacerlos entrar en cintura apelaba a un recurso infalible: una regla de madera -que alguna vez fue tablilla de persiana- a la cual puso por nombre «doña Juana». ¡Qué malas pulgas se gastaba la doña!
Pero no supongan los más jóvenes que los padres montaban en cólera y corrían a exigirles explicaciones a los maestros por tamaños excesos con sus hijos. ¡Nooo! Por el contrario, ocurría a menudo que la zurra en el aula tenía una segunda parte: la paliza al llegar a la casa. Papá y mamá decían que «por no portarse bien y ser desobediente».
Los chicos que durante el curso escolar eran evaluados por sus maestros como recalcitrantes y desaplicados no solían hacerse acreedores de unas «merecidas vacaciones», como reza el lugar común. Para «domar» a aquellas fierecillas sus progenitores recurrían a las célebres escuelas particulares, que funcionaban en casas de familias con licencia para enseñar y educar a como diera lugar.
En estos centros alternativos las tácticas y las estrategias para allanar el camino del «saber» eran como para persignarse. A la menor insubordinación se echaba mano a castigos singularísimos Entre los más temidos y «refinados» figuraba obligar al rebelde a ponerse de rodillas durante una laaaaaaaarga media hora sobre las caras estriadas de dos chapillas de botellas. Aquellas protuberancias metálicas penetraban piel adentro hasta hacerlo rabiar de dolor.
Los castigos podían ser, además de físicos, caligráficos. Para los chicos con errores (¡horrores!) ortográficos, los maestros concibieron una forma radical de enmendarlos: las famosas «líneas». Consistían en escribir mil, dos mil, tres mil veces sobre una hoja de papel «vaca se escribe con v». ¿Así quién olvidaba la ortografía de la palabra?
Lo admirable de semejantes prácticas era que tanto en las escuelas oficiales como en las particulares se establecía una suerte de acuerdo tácito entre padres y maestros, donde aquellos les manifestaban a estos cuando se referían al tratamiento a sus hijos: «Lo que ustedes hagan con ellos estará bien hecho. Tienen nuestra autorización».
Hoy tal vez no exista un maestro en Cuba –¡ni uno!- que se atreva a ponerle un dedo encima a un estudiante indisciplinado. Ni siquiera a alzarle la voz. Y no solo porque se trate de métodos antipedagógicos y obsoletos, sino también porque tendría que vérselas con padres furibundos que lo buscarían para pedirle cuentas.
Sin embargo, aquellos correctivos escolares de décadas pretéritas se instalaron en los anales no como un precedente bochornoso, sino como un componente del folclor didáctico cubano. No los evoco con rabia, sino con la certeza de que respondieron a una coyuntura dejada definitivamente atrás por las ciencias pedagógicas modernas.
«La letra con sangre entra», reza el proverbio docente que vaya usted a saber en qué contexto pronunció por primera vez el citado artista helénico. ¿Tendrá algo de cierto? No tengo vocación de masoquista. Pero, ppsssss, aquí, entre usted y yo, en ciertos momentos un coscorrón les abre las entendederas al más pinto. ¡Sí señor!

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jueves, 27 de agosto de 2009

El pequeño patriota paduano

Este cuento es una versión del que aparece en el libro Corazón, de Edmundo de Amiscis. Es una joya que quiero compartir con mis lectores.

Un navío zarpó de Barcelona para Génova. Llevaba a bordo franceses, españoles y suizos. Había, entre otros, un niño italiano de 11 años de edad, solo y mal vestido, que estaba siempre aislado como animal salvaje, mirando a todos de reojo. Y con razón, pues hacía dos años que sus padres lo habían vendido al jefe de una compañía de titiriteros, quien, después de enseñarle a hacer varios juegos a fuerza de puñetazos y ayunos, lo llevó por Francia y España pegándole siempre y teniéndolo hambriento.
Llegado a Barcelona, y no pudiendo soportar ya los golpes y el ayuno, reducido a un estado tan lamentable que inspiraba compasión, se escapó de su carcelero y fue a pedir protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, lo había embarcado en aquel navío, dándole una carta para el alcalde en Génova, quien debía enviarlo a sus padres, aquellos mismos que lo habían vendido como una bestia.
El pobre niño estaba lacerado y enfermo. Viajaba con pasaje de segunda clase. Todos lo miraban, algunos le preguntaban, pero él no respondía y parecía odiar a todos. ¡Tanto lo habían irritado y entristecido las privaciones y los golpes durante esos años!
A fuerza de insistencia, tres de los viajeros que hacían la travesía lo hicieron hablar, y en pocas palabras torpemente dichas, mezcla de italiano, español y francés, el muchacho les contó su triste y desgarradora historia. Parte por piedad, parte por excitación del vino, le dieron algunas monedas, instándolo a que contara más.
-¡Toma, toma más! -le decían mientras le entregaban las monedas.
El muchacho las recogió todas, dando las gracias a media voz, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo. Después de dos años de no comer nada más que pan, podría por fin comprarse una chaqueta apenas desembarcara en Génova.
Aquel dinero era para él una fortuna y en esto pensaba mientras los tres viajeros conversaban y bebían sentados en la mesa. Se los oía de hablar de sus viajes y de los países que habían visto. Y de conversación en conversación vinieron a hablar de Italia. Empezó uno a quejarse de sus fondas, otro de su ferrocarril y luego todos, animados, hablaron mal de todo. De los estafadores, bandidos, farsantes, comentaban que los empleados no sabían leer…
-Es un país de ignorantes - dijo el primero, enérgico.
-Un pueblo sucio - añadió el segundo con voz gangosa.
-La… - exclamó el tercero, que iba a decir ladrón….
Pero no pudo terminar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre las cabezas y espaldas de los tres, y descargó en la mesa y el suelo con un ruido infernal. Los tres se levantaron furiosos, mirando hacia arriba, y recibiendo aún un puñado de monedas en la cara.
-Recobrad vuestro dinero -dijo con desprecio el muchacho-. Yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria.

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martes, 18 de agosto de 2009

Respuesta lírica a un comentario irónico

Suelo dar especial atención a los comentarios que los lectores cuelgan en mi blog.
A los retóricamente ofensivos los elimino. Y no por lo que dicen, sino por cómo lo dicen.
A los que discrepan con respeto, los acojo. Y no tanto por lo que dicen, sino por cómo lo dicen.
A los que hablan de amistad, les reservo un sitio especial. Por lo que dicen y por cómo lo dicen.
Digo esto a propósito de un comentario que un visitante anónimo dejó hoy en mi post Divina Chapaleta. No es ofensivo. Pero ofende. Lean:
«Querido Juan: ¡Cuán desperdicio de talentos hay en Cuba…! Si no vivieras en Cuba tu vida fuera diferente y con una libertad sin limites. ¿Sabes cuántas playas como esa hay en el mundo libre? Si pudiera te regalaría un ticket a la libertad para que pudieras darle rienda suelta a tus ideas y reflexiones... Saludos.
Un Cubano Libre».
No sé qué pensarán mis lectores acerca de esta nota escasa de ética y cargadita de sarcasmo. Cada cual la interpretará y calificará según sus códigos, porque nadie es propietario de la verdad absoluta. En mi caso, y sin detenerme en las alusiones del visitante a la libertad -concepto polisémico-, creo pertinente dedicarle una breve glosa.
Pienso que toda persona es libre de elegir el lugar del mapamundi donde desea levantar campamento. También de profesar una ideología, aunque no comulgue con la oficial. Incluso de opinar sobre cualquier asunto de manera civilizada. Pero me apenan los seres que desprecian y se avergüenzan de la humildad de la tierra que los acunó.
Doy por hecho que en el mundo existen uhhh..., quién sabe cuántas playas superiores en calidad a Chapaleta, el plebeyo «balneario» manatiense. Seguro son frecuentadas por turistas de las más variadas procedencias y disponen de comodidades y lujos para pasarla allí de maravillas. Eso parece tan obvio que no amerita discusión.
No, Chapaleta no dispone de nada de eso. Es apenas un trozo virgen de litoral al que las olas besan y los alisios arrullan con devoción de parientes cercanos. Pero así, desaliñada y desconocida, es nuestra playa. Un fragmento arenoso y salado de patria. No la comparo ni la menosprecio. La acepto y la quiero así, tal como es.
Le propongo al visitante anónimo estos versos del poeta portugués Fernando Pessoa. Después de leerlos tal vez comprenda lo que digo:
El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea
porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea.
No tengo prejuicios contra nada ni nadie. ¡Por ningún motivo! Considero al globo terráqueo, incluyendo sus tres cuartas partes de agua, mi Patria Grande. Pero -¿saben?- siento un especial cariño por lo que me es cercano y entrañable. A quien desprecia lo suyo por enaltecer lo del prójimo, Pessoa le advierte con este trozo de poema :
«Sigue tu destino, ama tu vergel, a tus rosas ama. El resto es la sombra de árboles ajenos».
No sé si habrá entendido algo mi visitante anónimo. Ojalá que sí.

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domingo, 9 de agosto de 2009

Divina Chapaleta


Cuando a los manatienses nos hablan de playas, nos suele venir al pensamiento la de Los Pinos. En efecto, ese conocido punto de la costa municipal constituye desde hace alrededor de 30 años el sitio de arena y sol más concurrido para la población local. Y no precisamente porque sea un balneario de primera categoría ni mucho menos –en realidad, carece de categoría-, sino porque... ¡no disponemos de otro con mejor acceso!
Playas hubo por acá que con el inexorable paso del tiempo vinieron a menos y ya apenas se les recuerda, como la popularísima playita del Puerto, que en los años 60 y 70 del siglo pasado era visitada vía ferrocarril por casi toda mi generación. Para que la gente se acomodara disponía de apenas unos banquitos de madera emplazados en la orilla. Y para echarle algo al estómago -caliente o frío- había que ir hasta el popularísimo Merendero, situado a una cuadra de distancia y no siempre bien surtido. Pero, a pesar de los pesares, uno la pasaba bien allí. Ya son contados quienes la frecuentan.
También ocupa un lugar en la lista de «opciones» de agua salada de aquellos tiempos la playa de Sabana, liberada ya de la ponzoña que por años derramó en sus aguas el metabolismo de la fábrica de azúcar próxima, pero inutilizada por carecer de infraestructura. A falta de transporte automotor seguro para el viaje de ida y regreso, muchos manatienses íbamos a pie, en bicicletas o en carretones, pues solo dista seis kilómetros del pueblo.
Sin embargo, la playa de Chapaleta continúa siendo el paradigma de lugar donde darse un buen chapuzón en el Atlántico. ¡Qué sitio tan hermoso! Cada vez que la visito me convenzo más de que merece un destino superior. Ya desearían algunos balnearios cubanos de mejor fortuna disponer de condiciones naturales tan excepcionales como esta suerte de Cenicienta costera, bellísima y emprendedora, pero sin un príncipe encantado que la dignifique como se merece.
Por razones de proximidad geográfica y posibilidades de transporte marítimo, son los habitantes del Puerto de Manatí quienes con mayor frecuencia enfilan las proas de sus botes hasta sus inmediaciones, pues, casi inaccesible por tierra, para llegar hasta su orilla se precisa de una embarcación con la cual cruzar el canal de la bahía donde se encuentra situada. Los manatienses mediterráneos envidiamos intensamente ese privilegio dado a los portuarios.
En Chapaleta no existe ni gastronomía ni hospedaje. Tampoco alternativas para coordinar con garantías de ida y regreso una excursión. Se trata –así de simple- de un recodo de litoral donde la civilización aún no ha hecho acto de presencia ¡Pero qué bien la pasan allí los veraneantes eventuales en sus aguas limpias y transparentes! ¡Cuánto se disfruta la naturaleza que la privilegia! ¡Qué hermoso panorama regala su mundo subacuático a los inmersionistas!
No he visto arenas más blancas ni aguas más claras que las de la divina Chapaleta. Tampoco rinconcito superior para bañarse a resguardo de las inclemencias solares que el canal bajo las uvas caletas cuando llega el paro de marea. Lástima que sus difíciles condiciones de acceso y la difícil situación económica que enfrenta Cuba hayan impedido adjudicarle a este paradisíaco emplazamiento costero las prerrogativas que debió tener por derecho propio.

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miércoles, 29 de julio de 2009

Un poema de Mario Benedetti



MEMORANDUM

UNO llegar e incorporarse al día
DOS respirar para subir la cuesta
TRES no jugarse en una sola apuesta
CUATRO
escapar de la melancolía
CINCO aprender la nueva geografía
SEIS no quedarse nunca sin la siesta
SIETE el futuro no será una fiesta
OCHO no amilanarse todavía
NUEVE vaya a saber quién es el fuerte
DIEZ no dejar que la paciencia ceda
ONCE cuidarse de la buena suerte
DOCE guardar la última moneda
TRECE no tutearse con la muerte
CATORCE disfrutar mientras se pueda


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viernes, 24 de julio de 2009

Miedo a los colores


Los colores son, a menudo, capaces de evocar en las personas emociones y estados de ánimo de la más heterogénea naturaleza. Los especialistas en el asunto aseguran que, en sentido general, los matices cálidos suelen ser muy estimulantes y proclives a provocar raptos de gran optimismo, aunque también, en determinadas circunstancias, pueden despertar agresividad.
A juzgar por las ordenanzas cromáticas, los cálidos aumentan el tamaño aparente de las cosas, en tanto que los fríos tienden a disminuirlo. Así también, los cálidos son propensos a unir, mientras que los fríos sugieren en sí mismos separación o desintegración.
Los fríos resultan casi siempre elegidos para decorar hospitales y consultas médicas por su capacidad para inducir calma y relajación. Los cálidos, por su parte, elevan el ritmo cardíaco. Y otros, aunque los expertos no los incluyen en esta relación, infunden miedo...
La digresión anterior no es gratuita ni mucho menos. La traigo a colación para apoyar una anécdota de corte tragicómico, que tuvo por protagonistas a un equipo de fútbol de Manatí de la etapa prerrevolucionaria y a la tripulación de un carro patrullero de la dictadura de Fulgencio Batista, allá por los finales del año 1958.
Aquel día, temprano en la mañana, los integrantes del popularísimo equipo Relámpago se desplazaban por la Carretera Central a bordo de tres automóviles, alquilados en Victoria de Las Tunas por el inefable Carlos Viú, rumbo a la indómita ciudad de Santiago de Cuba. Allí tenían concertado un partido amistoso con un once local en horas de la tarde. Jóvenes al fin, empleaban el largo trayecto en gastarse bromas y en especular acerca de los posibles resultados del juego.
El viaje marchaba de maravillas en medio de aquel ambiente alegre y entusiasta hasta que a la altura de Contramaestre divisaron en medio de la vía un carro patrullero que les bloqueó la marcha. Los autos se detuvieron. Al momento, un grupo de guardias se les acercó con la exigencia de que todos, sin excepción, debían echar pie a tierra.
El que parecía ser el jefe del amenazante grupo examinó uno a uno a los jóvenes atletas con ojos de perro bulldog -y por favor, que me excusen los canes de esa raza-, mientras acariciaba la empuñadura de su arma ligera de reglamento. Luego les ordenó a sus sicarios que registraran a fondo todos los vehículos. «No dejen un rincón de los carros sin revisar. ¡Revisen hasta las ruedas!», ladró.
Durante la inspección en los maletero, uno de los esbirros confundió una botella llena de aceite con un coctel Molotov. Y otro una cubanísima maraca con una granada criolla. ¡Estaban aterrorizados! Si no hubiera sido por lo difícil del trance –aquella gente era capaz de matar por el motivo más baladí- era como para morirse de la risa.
Por fin el prepotente jefe de los militares batistianos se calmó un poco. Entonces les comunicó a los muchachos que su detención en plena carretera obedecía a una razón de «seguridad nacional»: todos estaban tildados de sospechosos, porque sus trajes de juego... ¡portaban los colores rojo y negro de la bandera del 26 de julio!
Los atletas, que hacían el viaje enfundados en sus uniformes mandados a hacer en la habanera Casa Montero, especializada en artículos deportivos, convinieron con los sicarios de la dictadura en que, efectivamente, los colores eran los mismos: short negro con ribetes rojos y camiseta roja con ribetes negros. Pero, acaso ¿era ese un argumento para acusarlos a todos de revolucionarios? ¿Acaso era esa una razón para hacerle concesiones a la suspicacia?
Lo que realmente aterraba a los guardias batistianos era aquel grupo de jóvenes con destino a Santiago de Cuba, ciudad que hervía por entonces en medio de la lucha revolucionaria. Nuestros coterráneos tuvieron que hablar claro y bonito para que, finalmente, aquellos energúmenos de uniformes amarillos y pistolas al cinto, después de revolverles todo dentro de los carros, los dejara continuar viaje hacia la heroica ciudad oriental, a pesar de su terror al rojo y al negro.

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