jueves, 18 de marzo de 2010

Mis hijas y Chamaquili

Alexis Díaz Pimienta, el conocido repentista cubano,  anduvo hace pocos días de visita por Las Tunas. En  la ciudad  capital ofreció un espectáculo a teatro repleto. No pude llevar a mis niñas, pues coincidió en fecha con el acto provincial en conmemoración del  Día de la Prensa Cubana, al  que, inexcusablemente, debía asistir. 
Cuando Sofía y Beatriz se enteraron, pusieron el grito en el cielo. Y me lo recriminaron. «Papito -me reprochó la primera, enojadísima-, así que el papá de Chamaquili estuvo aquí en el Teatro Tunas y tú no nos dijiste nada. ¡Mi´jito...!»  La segunda me lo censuró con las manos en la cintura: «No nos llevaste, papito», exclamó.
Chamaquili -para quienes no lo saben- es el  título genérico de un libro infantil que ha tenido tremendo éxito entre los chiquitines y sus familias. La Casa Editora Abril publicó ya las cinco primeras partes, con bellísimas y coloridas  ilustraciones del artista Jorge Oliver Medina.
«Se trata de una serie de historias contadas en versos a partir de las conversaciones entre un adulto y su chiquilín -escribió recientemente el tabloide cultural cubano La Jiribilla-. Alexis, sencillamente, llevó a literatura escrita lo que su pequeño Alejandro le decía cuando apenas tenía un año. Son conversaciones entre Mapá o Pamá y su vástago para explicar la sencillez y lo maravilloso del mundo que nos rodea».
El acta de un reciente Jurado, que  distinguió a una de las ediciones de Chamaquili  con el premio La Rosa Blanca, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), agrega que esos libros valen «por la sencillez y respeto, el tono desenfadado y el alto valor que le otorga al niño».
De tantas veces que se los hemos leído, mis niñas pueden recitar de memoria pasajes completos de estos  textos fabulosos donde se habla de sentimientos, educación formal, valores, respeto a los ancianos, tolerancia, amor filial, espiritualidad, aplicación, cuidado a la naturaleza, en fin... 
A pesar de mi convicción de que había obrado correctamente, experimenté una sensación de culpa por no haber llevado a mis pequeñas hijas al espectáculo. ¿Qué hacer?  Se me ocurrió una idea que puse en práctica a la mañana siguiente. Tomé el teléfono y llamé a la carpeta del Hotel Las Tunas. Pregunté si Alexis Díaz Pimienta estaba hospedado allí. La respuesta fue afirmativa.
Me identifiqué como periodista y solicité que, por favor, me comunicaran con su habitación. Lo hicieron y al momento estábamos él y yo al habla. «Alexis -le dije tras el saludo-, mis hijas Sofía y Beatriz están ansiosas por conocerte. Me sacarías de un gran aprieto si les dedicas unos minutos. Vivimos cerca, así que en media hora podemos estar en el lobby».
Me respondió como solo saben hacerlo las personas sensibles. «Tráelas ahora mismo, no hay problemas», dijo. Y así fue como los tres -Sofi, Betica y yo- ganamos enseguida la calle y en un cuarto de hora estábamos frente al autor cubano más querido y admirado por los fiñes.  
Después de las presentaciones de rigor -debo decir que tiempo atrás Alexis y yo habíamos intercambiado algunos mensajes vía Facebook-, me hice a un lado y me limité durante un  buen rato a disfrutar del panorama. Lo primero que hizo el poeta, luego de saludar a mis hijas como a «viejas conocidas»,  fue regalarles un ejemplar de su última entrega, Chamaquili en La Habana. Allí mismo escribió la dedicatoria: «Para Beatriz y Sofía, mis pequeñas amigas de Las Tunas, con muchísimo cariño, esperando que sigan creciendo con Chamaquili. Un beso grande. Pimienta. 14-03-10».  Se lo agradecieron como ellas saben hacerlo: con alegría. 
En el ínterin, un botones del hotel les obsequió un par de globos. Entonces todos  juntos nos pusimos a conversar. Sofía le declamó de un tirón uno de los poemas del primer libro de Chamaquili y un largo fragmento de otro; Betica, para no ser menos, le recitó Palomita, uno de sus textos preferidos.  Alexis las miraba entre divertido y asombrado. 
Le hicieron mil preguntas, algunas difíciles de responder. Alexis capeó el temporal como pudo.  Luego,  sonriente, extrajo su teléfono móvil y les mostró  en la diminuta pantalla fotos del Chamaquili de verdad, su hijo, fuente de inspiración de sus obras.
No satisfecho con eso, y ante el visible entusiasmo de mis niñas por las imágenes, se excusó un momento, subió a su habitación y regresó con una laptop, desde cuyo monitor ellas disfrutaron de varios videos donde padre e hijo aparecen rapeando alegremente algunos de los poemas más populares de los libros. 
Todos disfrutamos del inusual  encuentro una barbaridad y hasta  pude hacer varias fotos, tres de las cuales inserto en este texto.  El tiempo, sin embargo, transcurrió  a toda máquina. Y, como yo estaba al tanto de que el poeta debía partir al mediodía para la ciudad de Puerto Padre, donde ofrecería el último de sus recitales tuneros, propuse la despedida. 
«Tienes unas hijas maravillosas», me dijo el célebre padre de Chamaquili cuando, ya en retirada, nos estrechamos las diestras. Miré en dirección a las niñas y las vi. Corrían, muertas de la risa, por los pasillos del hotel, detrás de sus globos de colores. Y me dije que, en efecto, Sofía y Beatriz son un par de chicas maravillosas. Reconozco que esta certeza  puede ser tildada de nepotista, porque proviene de alguien  muy cercano a ellas. Pero, aunque lo fuera ¿excusarían ustedes a este padre orgulloso de sus hijas?

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sábado, 13 de marzo de 2010

Sinfonía con alas

Si yo hubiera clasificado a Luis Faura, técnico de luces del canal local Tunas Visión, entre las personas aficionadas a las tomaduras de pelo, doy mi palabra que no le habría hecho el menor caso aquel mediodía cuando me propuso: «Oye, Juan, si vienes conmigo hasta una casa del reparto Buena Vista, verás algo que tal vez te interese: ¡un sinsonte que tararea el Himno Nacional!» 
Por un momento puse en cuarentena su proverbial seriedad: «Faura,  yo a ti te respeto. Afloja, compadre. Lo que dices no se lo traga ni el Bobo de la Yuca», protesté. Abrió los brazos y se encogió de hombros. «Bueno,  yo cumplo con decírtelo, así que lo tomas o lo dejas», arguyó. Iba a marcharse, pero lo atajé  El asunto era demasiado tentador. Así que le concedí el beneficio de la duda. Acepté ir y al rato estábamos en camino.
En cuestión de cinco minutos-motor echamos pie a tierra frente a la vivienda de su historia. Faura caminó como Pedro por su casa hasta el fondo por un pasillo lateral «¡Anaaaa!», llamó en alta voz. Y entonces vino hacia nosotros Ana Cruz Tejeda, maestra primaria con 31 años en las aulas, a cuya vocación por la enseñanza atribuyo el que haya consumado una de las proezas más insólitas que espero ver en el resto de mi vida. 

BIOGRAFÍA DE UN SINSONTE

Todo comenzó la tarde de domingo en que unos mataperros tumbaron de una pedrada de lo alto de un árbol un nido de sinsontes con dos pichones dentro. Rolandito –nieto adolescente de Ana- acertó a pasar por el lugar de la fechoría y los bribones se los regalaron. Una de las infortunadas avecillas murió al poco rato. La otra, con una pata fracturada, sobrevivió. El niño, compadecido, se la llevó a su abuela. Y ella la curó.
-Le pusimos por nombre Tatico –comenta Ana mientras le ofrece al inquieto pajarillo  unas migajas de pan-. Hace ya más de un año que está con nosotros. Después que sanó de su pata quebrada padeció de falta de aire. Se lo llevamos a una veterinaria. Ella le recetó unas dosis de Tetraciclina y asunto concluido. Es macho, porque dicen que las hembras no trinan. Y este lo que más hace es trinar. Bueno, usted lo está oyendo… 
Tritri, trititi, trititi… En efecto, entre bocado y bocado, el sinsonte deja oír su polifónico gorjeo. Trititi, tirtiti… Pongo atención, pero no logro identificar ni la «letra« ni la «música». Ana sale en su defensa: «Es que está «ensayando», dice. Defraudado, iba a proponerle a Faura regresar a casa, cuando lo escuché. «No es posible», musité. Pero sí: era el pájaro que tarareaba, en vivo y en directo, la primera estrofa del Himno Nacional

AVE CANTADORA VALE POR DOS  

-Fui yo quien lo enseñó a «cantar» -asegura la maestra con el orgullo solfeándole en el rostro-. Mi método es sencillísimo: me coloco delante de su jaula y le silbo cien, mil veces la música hasta que se la aprende. de tanto repetírsela Pero no crea que eso ocurre enseguida. Se requiere paciencia, y, así y todo, puede demorar semanas. Al final es capaz de silbar conmigo a dúo la canción aprendida. No, no se ría. Tatico es muy aplicado. 
Mientras conversamos, el sinsonte se desgañita dentro de la jaula. Perdido el miedo escénico de los minutos iniciales, ahora no tiene para cuándo acabar y nos suelta un popurrí de autoría desconocida. Trina y trina sin indicios de fatiga, hasta que su dueña, compadecida, le abre la puerta de la «celda» para que salga y estire un rato las piernas –las patas- por los alrededores. 
-Un día trajeron un sinsonte de otro barrio para que compitiera con él –recuerda Ana-. Aseguraban que se sabía más canciones y trinaba mejor que el mío. Su propietario propuso celebrar con los dos un Todo el Mundo Canta. Acepté y… ¡Tatico ganó! El retador era «buche y pluma na´má», como dice la canción. ¡Si hubiéramos podido grabar aquello! 
Pero Tatico no solo tararea el Himno Nacional. En su amplio repertorio figuran, además, estrofas del Himno del 24 de Febrero, que, según testifica Ana, es una de sus piezas favoritas. Por si no fuera suficiente, «interpreta» el danzón El golpe de bibijagua y el pregón El Manisero. Ahora Ana intenta que incorpore a su prontuario la célebre Felicidades…, para que se la entone a los parientes y amigos cuando cumplan años. 
-Es un gran imitador de sonidos –acota la mujer-. Puede chiflar tan bien como el mejor. Una mañana casi vuelve loco a un panadero que pasó frente a la casa. Silbó y el hombre creyó que lo llamaban. Pero no sabía de dónde. Hasta que localizó al sinsonte. ¡Por poco se muere de la risa! Ahhh, y otra cosa, ¡no hay muchacha bonita a la que no le silbe un piropo! 
La dueña añade que el ave no es melindrosa con la comida, y se zampa de un tirón su papa a base de harina y pienso. También, ocasionalmente, le sirven masa de pan untada con miel de Castilla. Pero su «plato» preferido es una fruta de monte llamada pimpinillo que tiene unas semillitas rojas dentro. Los vecinos se la traen. Y Tatico se da unos atracones…

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lunes, 8 de marzo de 2010

Nueva edición de mi libro


LA segunda  edición de mi libro POSTALES TUNERAS recién acaba de presentarse en la Feria Internacional del Libro de Las Tunas. Las circunstancias en que se produjo no pudieron ser mejores: contó con la  asistencia y participación de Reynaldo González, flamante Premio Nacional de Literatura 2010, miembro de la Academia Cubana de la Lengua, personalidad relevante de nuestra cultura y autor de títulos tan conocidos como Las fiesta de los tiburones y Al cielo sometidos, entre otros muchos.
Como mismo ocurrió en la primera edición (2005), de nuevo la presentación del POSTALES...estuvo a cargo del MSc. Víctor Manuel Marrero Zaldívar, Historiador de la Ciudad, quien enfatizó en los temas  -viejos y nuevos-que aborda el texto de la Editorial Sanlope y en su nexo con la historia local, esa que  a veces se relega y desconoce, abrumada por la que acopian en sus páginas los manuales académicos. «La historia "chica" es tan importante como la "grande", porque la colorea y ameniza», dijo. 
La Casa de la Prensa tunera -recurrente mecenas de este tipo de actos culturales- acogió con inusitado beneplácito a los numerosos invitados, quienes, al concluir la presentación,  adquirieron ejemplares firmados.
En la foto superior izquierda aparece el autor mientras lee un fragmento del libro. Al centro, figuran el propio autor junto a Reynaldo González. Y a la derecha, Reynaldo hojea un ejemplar de POSTALES...Debajo, a la izquierda, el autor junto a Víctor M. Marrero, Historiador de la Ciudad.
El libro tuvo dos presentaciones previas en el contexto de la propia Feria. La primera,  realizada  también por Víctor Marrero, fue en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE) «Luis Urquiza», donde tomó parte el doctor Jorge Ibarra, Premio Nacional de Ciencias Sociales; y la segunda, en la Escuela Provincial del Partido, con presentación a la cuenta de  Lucy Araújo, laureada narradora y miembro de la Unión de Escritories y Artistas de Cuba (UNEAC).
Esta segunda edición de POSTALES... es una suerte de continuidad de la primera  porque, como aquella, aborda el costumbrismo tunero. Sin embargo, es diferente, no solo porque algunos de sus textos son inéditos  en  este formato, sino porque están escritos desde perspectivas periodísticas que tuvieron en cuenta  al lector. Así, las POSTALES… de ahora son como las anteriores, pero con matices y singularidades propias.
En el libro conviven la crónica costumbrista, el reportaje curioso y la entrevista de personalidad. Entre sus actores protagónicos figuran macheteras, deambulantes, limpiabotas y cardiópatas; además, gallinas, ceibas, molinos y granizos. Es una compilación homogéneamente heterogénea. El lector dirá al final si valió la pena  semejante mixtura.

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viernes, 19 de febrero de 2010

Nostalgias tuneras


Francisco Barahona (Paco el Chivo) fue un comerciante tunero de la etapa prerrevolucionaria. En aquella época era propietario de numerosos negocios, tales como la gasolinera situada frente al atual cine Luanda; una tienda de venta de piezas de automóviles; y el popularísimo AEROBAR.
De él se cuentan mil anécdotas, casi todas relacionadas con sus buenos tiempos como aviador. Según el investigador Edelman Téllez, experimentado controlador de vuelos del aeropuerto tunero «Hermanos Ameijeiras», Paco se elevó cierto día con su pequeño avión Pipper J3 Cub y, luego de realizar algunas arriesgadas acrobacias, lo lanzó en «barrrena» en dirección a la tierra. Cuando parecía que se estrellaba, el hábil piloto recuperó con aplomo y sangre fría la horizontalidad, pero tan cerca del suelo que la panza del aparato rozó el penacho verde de una palma real. ¡Y no se hizo ni un rasguño!
Se dice que desde el avión de Paco se produjo en 1951 el primer salto en paracaídas de la historia tunera. Y que su protagonista fue... ¡un cura! El célebre despegue se realizó desde la zona donde está hoy el edificio de 12 plantas, junto a la carretera central, y contó con gran asistencia de público. Testigos del hecho primigenio aseguran que el intrépido religioso se lanzó al vacío en sotana y que «aterrizó» sin contratiempos.
En esta foto de 1951, Paco el Chivo (izquierda) recibe un trofeo por su pericia como piloto de manos de José Hernández Cruz (Pepillo), por entonces alcalde de Victoria de las Tunas.

INOLVIDABLE HOTEL PLAZA

En el área que hoy ocupa la Plaza Martiana y parte de la cafetería La Holguinera existió hasta la primera mitad de la década de los años 60 del siglo pasado un inmueble de grata recordación para los tuneros: el Hotel Plaza (FOTO).
Tenía su fachada principal frente al parque Vicente García, y lo flanqueaban las calles Francisco Varona y Lorenzo Ortiz (por entonces se conectaba con el propio parque), y la calle Joaquín de Agüero por el fondo.
Según parece, lo construyeron a inicios de la citada centuria, pues la revista Tunas de ayer y de hoy inserta en sus páginas una fotografía de la instalación fechada en 1916.
El Hotel Plaza fue uno de los edificios emblemáticos de la ciudad y orgullo de sus hijos. Para su demolición, que comenzó el 3 de junio de 1968 e indignó a los tuneros, resultó necesario utilizar una grúa con una pesada bola de hierro colgada de un cable, que, a guisa de péndulo-ariete, derribó a colosales golpes la mampostería de sus dos niveles.
Tiempo después, se pretendió animar el área con un espacio juvenil de pésimo gusto que el pueblo se dio en llamar El Fantomas, por su parecido con los laberintos de las películas de acción del mismo nombre, populares por entonces.
Por sus características constructivas y su escaso valor de uso, este casi olvidado sitio nunca disfrutó de la simpatía pública. La mayoría de los tuneros que conocieron y admiraron al Hotel Plaza cuestionan todavía las razones por las cuales fue echado abajo.

NUESTRO PRIMER SEMÁFORO


El primer semáforo de la historia de la ciudad de Las Tunas fue instalado en la intersección de las calles Ángel Guardia y Francisco Varona, frente a la galería de arte Fayad Jamis. Las autoridades de Tránsito lo colocaron allí el 7 de junio de 1977 (FOTO) y comenzó a funcionar al día siguiente en medio de la curiosidad de peatones y choferes.
La ciudad contó después con aparatos similares en varios puntos. Fueron estos: en el cruce de las avenidas 30 de Noviembre y 2 de Diciembre, cerca de la Sala Polivalente «Leonardo McKenzie Grant»; en la Avenida Camilo Cienfuegos, un poco más allá del servicentro de Bonachea; en la zona donde está hoy la rotonda del reparto Aguilera, cerca del antiguo Bar Marilú; en la esquina de las calles Francisco Varona y Lucas Ortíz, frente a la Iglesia Bautista; en la esquina de las calles Gonzalo de Quesada y Lucas Ortíz, casi frente a la peluquería Ilusión; y en la esquina de la propia Gonzalo de Quesada y la calle Frank País, en el mismo sitio donde recién se ha instalado un moderno semáforo-cronómetro digital de procedencia china.
El inventor del semáforo fue el inglés J. P. Knight, quien ubicó el primero de todos en Londres, al lado del Parlamento, el 10 de diciembre de 1868. Cuba instaló su primer semáforo en 1914 en La Habana, en la esquina de las calles Prado y Neptuno. Era un aparato marca Tagle de fabricación norteamericana.

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miércoles, 17 de febrero de 2010

Dos sitios fundacionales

EL PRIMER HOSPITAL

Este edificio que se aprecia en la foto es el antiguo hospital de Manatí. Según una escueta nota publicada en el siempre bien recordado bisemanario El Eco de Tunas, se inauguró el 17 de marzo de 1916 con un servicio religioso oficiado por el padre Inocencio Piteira, párroco de la localidad.
La madrina y patrocinadora de esta institución fue la señora Hortensia del Monte de Diez de Ulzurrún, marquesa de San Miguel de Aguayo y esposa del fundador del ingenio azucarero. En honor a la caritativa mujer, uno de los pabellones de ingreso-financiado y gestionado por ella- recibió el nombre de Santa Hortensia.
El hospital se localizaba entonces en las áreas cercanas al antiguo taller del INRA, junto a una bomba de gasolina que aún existe por allí. Algunos indicios suyos, como un pequeño tramo del muro perimetral exterior, han desafiado el paso del tiempo y sobreviven.
Este hospital contó durante muchos años con un equipo médico muy competente, entre quienes figuraban los doctores Moya, Radelat, Canalejos y Ross, así como la comadrona y enfermera de origen lituano Ursula Kurchakova, de grata recordación entre los manatienses de la vieja guardia. Fue demolido en 1967, cuando se construyeron sus nuevas instalaciones en la zona oeste de la localidad.

INAUGURACIÓN DEL CINE

Esta es la fotografía nocturna del cine de Manatí el día de su inauguración oficial, el 9 de noviembre de 1944. Las personas observadoras se habrán percatado de que en la parte inferior de la pared delantera derecha -en la imagen no se ve, desde luego- está grabado en bajorrelieve el número 1942. No se trata del año de su construcción, sino de cuando se le colocó la primera piedra. Ese honor recayó en don Salvador Rionda, a la sazón administrador general de la Manatí Sugar Company, entidad que facilitó un préstamo de casi 14 mil pesos para ejecutar la obra civil.
La fecha de inauguración del cine -que por entonces se llamó Teatro Manatí, y así lo consignan las iniciales en la parte superior del inmueble- es, como ya dije, el 9 de noviembre de 1944. En aquella época las entradas se adquirían en una taquilla rodante que se situaba dentro del portal -no tenía cristales exteriores entonces- poco antes de comenzar el rodaje planificado. Si el filme atraía mucho público, aquel artefacto con ruedas, con su imperturbable taquillera dentro, era zarandeado en todas direcciones -impactos contra las paredes incluidos- por los cinéfilos que se disputaban ser los primeros en comprar la papeleta de entrada.
Recuerdo que las bobinas con sus rollos de películas las transportaba desde la estación de ferrocarril en su bicicleta comercial el negro Marcelino. Las cintas de celuloide se partían frecuentemente durante la proyección, motivo por el cual abundaban las interrupciones con sus correspondientes rechiflas del público. El primer administrador de nuestro cine fue un tal Ambrosio Robles.

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sábado, 9 de enero de 2010

En Manatí se jugó cricket

Los inmigrantes de cualquier parte del mundo suelen trasladar su cultura e idiosincrasia a los países que los acogen. Así, son famosos en todas las latitudes los ritos africanos, la cocina española y los brebajes asiáticos. Es que los seres humano, por difíciles que sean las circunstancias en que se encuentren, se niegan a desarraigar de su personalidad el acervo adquirido por herencia en la tierra que los vio nacer.
Algo parecido ocurre con los deportes. Y no hago referencias al cosmopolita fútbol, con carta de ciudadanía en todo el globo terráqueo, sino a ciertas disciplinas típicas de determinadas zonas geográficas. Pongo por ejemplo al béisbol. Fueron inmigrantes y marineros cubanos quienes lo introdujeron y popularizaron en Europa. Luego su práctica se extendió por numerosas naciones del llamado Viejo Continente.
Con el cricket sucede otro tanto. Se trata de un deporte de origen inglés en el que, a semejanza de nuestro castizo béisbol, se utilizan un bate y una pelota, aunque su mecánica de juego es completamente distinta. Participan once jugadores por bando -todos vestidos de blanco- en un terreno ovalado cubierto de hierba y con dimensiones aproximadas al de una cancha de fútbol. En dependencia de su nivel y categoría, la duración de un partido puede extenderse por varias jornadas.
Aunque por obvias razones de tradición jamás llegó a disfrutar del protagonismo del fútbol y el béisbol, se reconoce que el cricket gozó de extraordinario carisma en Manatí durante la etapa prerrevolucionaria. Allí lo practicó organizadamente a lo largo de varios decenios la nutrida y heterogénea comunidad anglófona radicada en la comarca, integrada en su inmensa mayoría por inmigrantes granadinos, trinitarios, barbadenses, jamaicanos y de otras islas del Mar Caribe.
Sus equipos viajaban con regularidad hasta los bateyes de los ingenios azucareros San Germán, Elia, Baraguá y Miranda -también con gran presencia de inmigrantes caribeños angloparlantes- a celebrar topes amistosos con sus representantes. Transcurridos los extensos partidos, ganadores y derrotados confraternizaban juntos durante un día completo entre tragos de ron y abundante comida mientras recordaban con nostálgica añoranza al terruño distante, pero nunca olvidado.
Fue tal el nivel que alcanzaron los jugadores manatienses de cricket (y digo manatienses porque por tales se tuvieron ellos siempre) que en 1955 el club del municipio (FOTO) fue invitado a tomar parte en un torneo en la ciudad de Montego Bay, en la vecina isla de Jamaica. La invitación se repitió en 1960, en esta oportunidad en compañía de los equipos de fútbol y softbol locales. Sus resultados por allá no fueron relevantes, pero el hecho merece anotarse para la posteridad.
En Manatí el cricket se practicó en un terreno localizado en el área donde años después se construyó el taller del INRA, en los accesos al pueblo. Tengo entendido que hubo jugadores de excelencia. Sus nombres -de clara prosapia inglesa- seguramente no le dirán nada a los más jóvenes, pero ahí van algunos: Hilary Pendas (Brinkí), Rafael Bood, Eladio Pérez (Man Picadillo), Carol Mechel, Cutbert Springe (Periquín) y Lawrence Payne, entre otros. Ellos, por legítimo derecho, integran también la nómina de nuestros deportistas estrellas.

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sábado, 5 de diciembre de 2009

Manatí: fútbol y estrellas

A pesar de su levedad en la geografía nacional, Manatí le ha tributado al fútbol cubano más de una figura ilustre. Desde que se introdujo su práctica en la localidad allá por el primer cuarto del pasado siglo –dicen que fue obra de los tripulantes de un barco noruego fondeado en el vecino puerto- el bien llamado deporte de las multitudes conquistó las simpatías de sus habitantes. Eso explica por qué los goles son allí más populares que los jonrones.
Futbolistas manatienses hubo que llegaron a ostentar la gloria de integrar la selección nacional. Los pioneros en tener semejante honor fueron dos primos de grata recordación: José (Pepito) Verdecia, centro delantero de gran talento goleador; y Brígido Ochoa, legendario guardameta a quien apodaron El hombre goma por su descomunal saltabilidad. Ambos jugaron a fines de los años 60 e inicios de los 70. Juntos asistieron a los Juegos Deportivos Panamericanos celebrados en la ciudad de Winnipeg, Canadá, en 1967.
De Pepito se cuenta que anotaba goles insólitos desde cualquier posición en la cancha, lo mismo con las piernas que con la cabeza. Desarrollaba una velocidad asombrosa, de la que ya había hecho gala en sus tiempos de pelotero, deporte en el que también descolló jugando en los jardines. En su etapa como miembro del equipo grande cubano nadie le hizo sombra en su posición de centrodelantero titular. Siempre fue un auténtico ídolo para los manatienses que se iniciaban en el fútbol.
Brígido no queda a la zaga en cuanto a la leyenda. Lo vi jugar muchas veces y todavía conservo en mi retina imágenes de algunas de sus asombrosas atajadas bajo los tres palos. Se cuenta que cierta mañana, en La Habana, fue a cruzar una calle muy transitada y no advirtió la cercanía de un automóvil que venía hacia él a toda velocidad. Alguien lo alertó con un grito. Brígido despegó hacia arriba como un muelle, puso una mano sobre el capó del vehículo, rodó por encima del techo e impidió así que lo atropellara. Se lesionó, pero salvó la vida.
Otro arquero nacido y criado en el terruño que también formó parte del CUBA en los años 70 fue William Bennet (Batalla). Entre sus atributos técnicos figuraban su seguridad para detener balones por alto y para anular contrataques rivales. El azar quiso que coincidiera en la selección con muy buenos guardametas, como Lázaro Pedroso y José Francisco Reynoso, por lo cual fue siempre jugador de cambio. Aun así, Batalla se mantuvo al más alto nivel durante varias temporadas. Hizo luego carrera como técnico de equipos juveniles y del cuadro nacional.
El trágicamente desaparecido Pedro Fenton Herrera (Puyuyo) resultó un fuera de serie en la media cancha durante su efímero paso por la selección cubana de fútbol. Le imprimía a sus piernas una velocidad de vértigo, con o sin balón. Y cuando se iba al ataque por sobre las líneas laterales de cal no había defensa que lo neutralizara. Recuerdo bien cuánto deslumbró a los expertos por su espectacularidad en los Juegos Deportivos Panamericanos celebrados en San Juan, Puerto Rico, en 1979, donde Cuba conquistó nada menos que la presea de plata al perder 4-1 en la final frente a Brasil.
Y claro, Ramón Núñez Armas… Tal vez algún coterráneo discrepe, pero opino que, hasta hoy, ha sido el más grande futbolista en la pródiga historia manatiense de ese deporte y uno de los más relevantes a escala nacional en cualquier época. Vistió la casaca del equipo cubano por espacio de toda una década. Monguín, sobrenombre por el que se le conoce en la patria chica, fue agraciado por la providencia con un refinado olfato para marcar goles, atributo este que le propició anotar más de 300 durante su brillante carrera dentro de la cancha.
Ramón Núñez Armas nació en Manatí, el 19 de abril de 1953. Desde pequeño comenzó a exhibir habilidades y a provocar admiración cuando jugaba en plena calle con sus amigos del barrio. El chiquillo realizaba fintas, túneles y regates por instinto natural y con una facilidad pasmosa. Cierto día un entrenador de la localidad lo descubrió y le mejoró la técnica. Al poco tiempo el nombre del muchacho circulaba de boca en boca como sinónimo de excelencia deportiva.
Después vinieron las competencias infantiles y su ingreso como estudiante-atleta en la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE) «Capitán Orestes Acosta», en la ciudad de Santiago de Cuba. Allí tomó parte en juegos nacionales como miembro, indistintamente, de los célebres equipos Oriente y Mineros. Ya se percibía en su desempeño sobre la cancha al gran centro delantero que sería después.
Luego de transitar con inusitado éxito por las categorías juveniles, Monguín irrumpió en el equipo CUBA de mayores en 1974. Fue tal su empuje en cada oportunidad recibida que en unos meses abandonó el banquillo de la reserva y se convirtió en jugador titular. En esa condición llegó a los Juegos Olímpicos de Montreal, en 1976. Allí Cuba fue eliminada en la primera ronda sin anotar ni una sola vez, luego de empatar a cero goles con Polonia y caer 1-0 frente a Irán.
No fue su única experiencia olímpica, por cierto. En 1980 asistió con la selección cubana a la cita de Moscú. En el partido inaugural derrotaron 1-0 a la africana Zambia. Un par de jornadas después doblegaron 2-1 a Venezuela, saldo que los envió a cuartos de finales. El segundo gol de este partido salió del botín de Núñez Armas. El sueño llegó hasta ahí, pues luego perdieron un par de veces sin anotar: los soviéticos los golearon 8-0 y los checoslovacos –a la postre campeones- 3-0.
Soy del criterio de que el momento de más brillo en la carrera de Monguín fue el torneo hexagonal celebrado en Honduras en 1981. Allí lidiaron por dos plazas para el Campeonato Mundial de España´82 la selección local junto a las de Cuba, Canadá, Haití, México y El Salvador. Para sorpresa de los especialistas, los favoritos aztecas fueron eliminados. Los boletos los lograron salvadoreños y hondureños. Cuba quedó en la quinta plaza, con un partido ganado (vs. Haití), dos empates, un par de fracasos, cuatro goles a favor y ocho en contra.
Núñez Armas rubricó la mitad de las anotaciones cubanas y jugó a tal nivel que los scout de dos equipos de Costa Rica –Liga Deportiva Alajuelense y Deportivo Saprissa- se le acercaron para proponerle jugosos contratos, que él rechazó. Al final integró el Todos Estrellas del torneo como el mejor centro delantero, por delante de Hugo Sánchez, el mexicano que jugó luego en el Real Madrid de la liga española, donde conquistó varios premios Pichichi como máximo goleador.
La prensa hondureña de la época destacó en grandes titulares el rendimiento futbolístico de Monguín. Por cierto, el diario El Heraldo, editado en Tegucigalpa, capital del país, divulgó en sus páginas una información que, por lo absurda, no recibió el menor crédito. La publicación aseguró que Núñez –de piel blanca y ojos azules- era, realmente, un infiltrado ruso dentro del equipo cubano, compuesto abrumadoramente entonces por jugadores de la raza negra.
Además de las citas olímpicas y de las eliminatorias mundialistas mencionadas, Ramón Núñez Armas tomó parte en varios juegos deportivos panamericanos y centroamericanos durante su destacada carrera futbolística. También participó en infinidad de encuentros amistosos y giras de preparación por diversos países de Europa, Asia, África y América, siempre con la camiseta con el número 10 en la espalda. En todos los casos exhibió calidad y sencillez.
Jamás dejó de jugar con su equipo, Las Tunas, en los campeonatos nacionales de primera categoría, en uno de los cuales -1977- terminó como líder goleador, con 7 anotaciones a su cuenta. Su retiro (VER FOTOS) devino uno de los sucesos deportivos más extraordinarios ocurridos en el estadio Ovidio Torres. Centenares de manatienses lo ovacionaron cerradamente desde las gradas durante varios minutos.
A los 55 años de edad, Ramón Núñez Armas –Monguín-, continúa amando con particular intensidad al fútbol, a Manatí y a su gente. He visto a pocos deportistas de su nivel profesar tamaño cariño por su patria chica. Eso lo ennoblece y lo hace todavía más grande.

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domingo, 8 de noviembre de 2009

Montañismo en Tuxhilá

Cuando el día 25 de febrero de 2002 llegué en menesteres periodísticos al municipio guatemalteco de La Tinta, en el departamento de Alta Verapaz, lo primero que me encantó fue el verdor de su entorno y la hospitalidad de su gente. La visita tuvo una recompensa mayor: compartir por cinco días con la brigada médica cubana destacada allí. Resultó una experiencia inolvidable.
La Tinta tiene una geografía singular, pues está encerrada dentro de un macizo montañoso compuesto por la Sierra de las Minas y la Sierra de Santa Cruz, con sus cumbres de Jucupen, San Francisco, Jolomijix y Chinajá. Existe una cadena montañosa perteneciente a la Sierra de Xucaneb, que atraviesa el municipio de oeste a este.
Uno de nuestros galenos me invitó a escalar una de aquellas regias elevaciones. «Allá arriba vive una comunidad de descendientes mayas –me informó-. Todas las semanas subo a consultar a los enfermos. Así que si desea estar por un rato más cerca de Dios, venga conmigo». La propuesta me resultó muy tentadora y, por supuesto, acepté.
A la mañana siguiente, al filo de las seis, una pequeña camioneta, a la que llaman por allá pickup, nos dejó en 30 minutos junto al firme de la cordillera. El sol se desperezaba aún sobre sus penachos coronados de vegetación. Mi guía me señaló un sendero que nacía a nuestros pies y reptaba loma arriba entre montículos y sinuosidades. Tenía cabida para una persona. «Es por aquí», me dijo. Y emprendimos el ascenso.
Cuando habíamos trepado sin interrupciones durante 10 larguísimos minutos por aquel trillo casi perpendicular –al menos así me lo pareció a mí-, confirmé que no podría derrotar al doctor, tal y como se lo había pronosticado la noche antes. Desoyendo la voz de mi orgullo, decidí pasar por las horcas caudinas y le solicité con humildad un primer respiro. Más que pedirlo, mis fatigados pulmones lo exigieron. Culpé de mi agotamiento al mal de las alturas, a mi hábito de fumar, a mi condición de hombre del llano y a mil justificaciones más.
La recuperación duró solamente unos instantes. Los aproveché para respirar a mis anchas y para atiborrar de aire fresco cuanto alvéolo estuviera disponible. A hurtadillas miré a mi amigo el médico, que aguardaba por mí rehabilitación un poco más arriba, junto a una enorme roca. Nada, ¡fresco como una lechuga! Tal vez fueron prejuicios míos, pero me pareció verle retozar en su semblante una sonrisa burlona.
Reanudamos el ascenso, pero ahora con un poco de pausa, lo cual agradecí. «No hay por qué apurarse tanto», justifiqué para mis adentros el nuevo ritmo de caminata. Mi amigo trepaba con la agilidad de un chivo montés. ¡Y sin mostrar señal alguna de agotamiento! Se lo reconocí. «Es que este viaje lo realizo una vez a la semana, así que estoy entrenado», respondió, tal vez para consolarme un poco.
La subida nos reservaba una tremenda «humillación»: una mujer indígena, septuagenaria y de aspecto débil, nos dio alcance en el sendero. Con la decencia que caracteriza a los de su raza, pidió permiso para que le hiciéramos espacio para pasar. Y, sin reducir la celeridad de sus pies descalzos, nos adelantó como una exhalación. Estábamos a mitad de camino y la anciana apenas se dio por enterada.
Pero el momento más dramático de la jornada –al menos para mí- estaba todavía por acontecer. Sobrevino cuando el médico se me distanció varios metros loma arriba y yo intenté a toda costa no quedarme demasiado rezagado. Quise darle alcance con un par de zancadas y… ¡resbalé! Fue solo un desliz, pero casi me vi en el fondo del abismo. Ufff, qué susto. A dudas penas restablecí el equilibrio.
Al rato, exhaustos por el esfuerzo realizado y luego de haber descansado varias veces en el escabroso trayecto, hicimos entrada en la aldea de Tuxhilá, en la parte más encumbrada de la montaña. Un sitio pródigo en árboles frutales y en animales domésticos. «¿Por qué diablos vive tan alto esta gente?», me pregunté mientras me daba fricciones en los pies, en medio del ladrido de los perros y el canto de los pájaros.
La india Filomena, patrona del villorrio, nos ofreció sendos vasos de un café con sabor a rayos. El doctor se percató de mis escrúpulos para beberme aquel mejunje y me hizo una seña para que esperara. Tan pronto la mujer dio la espalda, aprovechamos para escurrir el líquido precipicio abajo. Hacerlo delante de ella, o rechazárselo, hubiera sido un desaire que los descendientes de mayas casi nunca perdonan.
Mientras el galeno hacía preguntas en dialecto q’eqchì´, auscultaba y repartía pastilllas, jarabes y ungüentos entre los lugareños dentro de una choza devenida consultorio, hice un recorrido por los alrededores Asombro: seis niños de la aldea jugaban fútbol casi en los contorno del abismo. No sé cómo se las arreglaban para que el balón no se les fuera alguna que otra vez montaña abajo. Cuestión de habilidades.
Un poco más allá, al lado de una cabaña de tallos de maíz, una mujer lavaba su ropa en una enorme batea con su recién nacido colgado de su espalda dentro de un jolongo multicolor. Y en un conuco adyacente, saludable y parida, adivine usted qué encontré: ¡pues nada menos que una mata de plátanos burros! Su dueña nos regaló algunos para que hiciéramos tostones. Fueron los primeros que comí en Guatemala.
En Tuxhilá abundan los niños. Las mujeres mayas suelen comenzar a parir muy jóvenes y tener una numerosa prole. «¿Con este cuántos van?», le preguntó el doctor a una embarazada de 32 años. «Ocho», respondió ella humildemente. «Vaya –dijo, ahora en español y en tono de broma el galeno-, te falta uno para completar un equipo de béisbol». Al vernos reír, la muchacha también dejó mostrar su dentadura repleta de casquillos dorados, costumbre bastante arraigada por estas latitudes.
Una muchacha de la aldea nos invitó a comer tortillas de maíz, la reina de la gastronomía chapina, acompañadas con salsa y carne. Aceptamos el menú, pues ya nuestros estómagos comenzaban a protestar. Por cierto, la mujer envió por aceite a uno de chicos a una tienda ubicada en la base de la montaña. Subió y bajo en tres cuartos de hora. ¡Vaya vergüenza! Nosotros la escalamos en casi dos y media.
El doctor terminó de consultar aproximadamente a media tarde. Nos despedimos de la gente y emprendimos el regreso. El descenso no fue menos difícil que el ascenso. Hay que bajar frenado todo el tiempo, y uno se siente el dolor del esfuerzo en los brazos, las piernas, la mente y hasta en el alma. «Se nos queman las pieles de los frenos», exclamó en broma el médico. Pero para abajo todos los santos ayudan.
De vuelta a La Tinta, frescos en mi recuerdo las peripecias de lo vivido, me puse a pensar en un detalle en el que no había reparado: mi subida a Tuxhilá tal vez no volvería a reeditarse jamás. Sin embargo, para los médicos cubanos esos eran hechos cotidiano. Me dije, convencido: «Ellos si que son montañistas auténticos, porque ascienden a lo más alto de la gloria en un ejercicio de alpinismo de la solidaridad».

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martes, 3 de noviembre de 2009

Réquiem por Sapi-Sapi


No existe pueblo o ciudad cuyas calles no registren los pasos de los deambulantes, esos seres perturbados que caminan sin destino fijo, ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Por su manera indiferente, pacífica y silenciosa de comportarse, algunos pasan casi inadvertidos. Pero otros trascienden su estado para convertirse en personajes.
Allá por la primera mitad de la década de los años 60 del siglo pasado exhibió sus miserias y desventuras por la otrora Victoria de Las Tunas un deambulante cincuentón al que todos llamaban Sapi-Sapi. A pesar de mis pesquisas entre quienes lo conocieron de cerca, no he conseguido dar con una explicación convincente acerca del origen de semejante mote. Casi todos lo atribuyen a los sonidos ininteligibles que caracterizaban su forma de hablar. En efecto, al tal Sapi-Sapi muy pocos lograban entenderlo.
Se ignora cómo llegó a la ciudad aquel individuo de complexión fuerte, barba larga y enmarañada, rasgos duros, hedor insoportable y mediano tamaño. También cuál era su verdadero nombre o si tenía familiares. Lo cierto es que Sapi- Sapi estuvo recorriendo las calles durante varios años vestido de andrajos, con un saco a cuestas y viviendo de la caridad pública. No pocos tuneros lo recuerdan en aquella deplorable situación.
Cierto día desapareció y la gente comenzó a hacer mil conjeturas. Cobró fuerza una versión que alcanzó gran popularidad. Tanta que llega hasta nuestros días. Sostiene que Sapi-Sapi era, en realidad, un oficial alemán prófugo sobre quien pesaban delitos cometidos durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era oficial nazi, y que había sido reconocido e identificado por unos militares soviéticos destacados aquí en tiempos de la Crisis de Octubre de 1962, llamada también la Crisis de los Misiles. Agrega, además, que los soviéticos le habían echado el guante para solicitarle a Cuba su inmediata extradición y entregarlo luego a la justicia de su país para que lo juzgara por crímenes de guerra.
En lo personal, nunca la he tomado muy en serio, pues deja sin responder algunas preguntas: ¿A dónde fue a parar Sapi Sapi? ¿Tenía en realidad las facultades mentales perturbadas? ¿O solo se trataba de un simulador evadido de la justicia de su país? ¿Lo entregaron sus captores a los tribunales militares o lo dejaron en libertad? ¿Pudieron haberse equivocado quienes aseguraron reconocerlo? ¿O acaso la historia no pasó de ser una pincelada más en nuestro imaginario, tan inclinado a las fantasías?
Lo único irrefutable es que Sapi-Sapi se esfumó un día sin dejar rastros del pueblo por donde deambuló durante quién sabe cuánto tiempo.

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